—¿Alguien más oyó esos aviones anoche?
—Sí —repuse—. Yo estaba despierta. Tenía que hacer pis.
—Parecía no tener fin —prosiguió Robyn—. Debía de haber cientos.
—Seis grupos —maticé yo—. Muy seguidos y volando muy bajo. Pero pensaba que estabas dormida. Solo Fi lo mencionó.
Robyn me miró fijamente.
—¿Seis grupos? Pero si no dejaron de desfilar durante toda la noche. Decenas y decenas más bien. Y Fi estaba dormida. Pensé que tú también lo estabas. Lee y yo los contamos, pero todos los demás estabais roncando.
—Dios mío —dije cuando caí en la cuenta—. Debo de haber visto un grupo diferente.
—Pues yo no oí nada —intervino Kevin, mientras desgarraba el envoltorio de su segunda barra de Mars. Siempre decía que comía dos Mars para desayunar y, a aquellas alturas de la excursión, no había fallado ni una vez.
—Puede que haya estallado la tercera guerra mundial —dijo Lee—. A lo mejor nos han invadido y nosotros aquí sin saberlo.
—Sí —coincidió Corrie desde su saco de dormir—. Aquí estamos incomunicados. Podría suceder cualquier cosa en el mundo y ni nos enteraríamos.
—Pues mejor así —dijo Kevin.
—Imaginad que cuando volvamos en unos cuantos días, nos encontramos con que ha estallado una guerra nuclear, que no queda nada y que somos los únicos supervivientes —conjeturó Corrie—. Dadme una barrita de muesli, venga.
—¿Manzana, fresa o albaricoque? —ofreció Kevin.
—Manzana.
—Si hubiese estallado una guerra nuclear, no sobreviviríamos —dijo Fi—. La lluvia radiactiva estaría cayendo ahora mismo sobre nuestras cabezas, lentamente, como cae la lluvia del cielo. Ni nos enteraríamos.
—¿Qué libro leísteis el año pasado en clase de literatura? —preguntó Kevin—. Seguro que fue ese…, por no sé qué, ¿verdad?
—¿Z? ¿Z for Zachariah?
—Sí, ese mismo. Era muy bueno. El único libro que valía la pena de los que nos han dado a leer.
—En serio —insistió Robyn—. ¿Qué creéis que estaban haciendo esos aviones?
—Yo creo que regresaban del Día de la Conmemoración —repitió Fi como la noche anterior—. Ya sabes que hacen espectáculos aéreos, exhibiciones y cosas por el estilo.
—No sería mala fecha para llevar a cabo una invasión —añadió Lee—. Todo el país está de fiesta. El Ejército, la Armada y las Fuerzas Aéreas desfilan por toda la ciudad, fanfarroneando. No queda nadie al mando del país.
—Pues yo lo haría el día de Navidad —rebatió Kevin—. En mitad de la tarde, cuando todos duermen.
Supongo que fue una conversación de lo más normal pero, por alguna razón, me estaba sacando de quicio. Me puse en pie y bajé hasta el arroyo, donde encontré a Homer. Estaba sentado en un banco de grava, peinando el terreno con una piedra plana.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—Buscando oro.
—¿Sabes cómo hacerlo?
—No.
—¿Y has encontrado algo?
—Sí, montones de oro. Los he colocado detrás de los árboles para que los demás no los vean.
—Muy egoísta por tu parte.
—Sí, bueno, así soy yo. Ya me conoces.
Tenía razón acerca de algo: lo conocía bien. Era como un hermano para mí. Al ser vecinos, crecimos juntos. Y pese a que tenía muchos defectos, el egoísmo no era uno de ellos.
—Oye, Ellie —añadió después de que llevara unos pocos minutos sentada a su lado, observándolo inspeccionar la grava.
—¿Sí?
—¿Qué piensas de Fi?
A punto estuve de caer al arroyo. Cuando alguien te hace esta pregunta, con ese tono de voz, solo puede significar una cosa. ¡Pero estábamos hablando de Homer! Las únicas mujeres que admiraba eran las que salían en las revistas. A las de carne y hueso las trataba a patadas.
¡Y de todas las mujeres, tenía que ser Fi!
Aun así, quería contestar a su pregunta sin desalentarlo.
—Quiero a Fi. Ya lo sabes. La veo como muy… perfecta.
—Ya, la verdad es que tienes razón, creo.
Admitir aquello le dio vergüenza, y se pasó unos minutos más escarbando el suelo en busca de oro.
—Supongo que piensa que soy un bocazas, ¿no? —confesó por fin.
—No lo sé. No tengo ni idea, Homer. Pero no creo que te odie. Anoche estuvisteis hablando como si fueseis amigos de toda la vida.
—Sí, es verdad —carraspeó—. Fue entonces cuando por primera vez… cuando me di cuenta… Bueno, es la primera vez que me fijo verdaderamente en ella. Desde pequeño, siempre pensé que era una pija estirada. Pero no lo es. Es una chica muy simpática.
—Yo misma podría habértelo confirmado.
—Sí, pero ya sabes, vive en esa mansión y habla como una finolis. Y yo y mi familia. Bueno, solo somos granjeros griegos para gente como ella.
—Fi no es así. Tienes que darle una oportunidad.
—Por supuesto que se la daré. De lo que no estoy seguro es de si ella me la dará a mí.
Se quedó observando la gravilla con aire taciturno, dejó escapar un suspiro y se puso en pie. De repente, la expresión de su cara había cambiado. Se había puesto rojo y empezaba a retorcer el pescuezo como si, después de todos estos años, su cuello empezara a hartarse de conectar la cabeza con el cuerpo. Eché un vistazo para ver qué había desencadenado esa reacción. Era Fi, que bajaba al arroyo para cepillarse sus perfectos dientes. Me costó reprimir una sonrisa. He visto antes a personas víctimas de un flechazo, pero nunca pensé que a Homer le ocurriese algo parecido. Y el hecho de que fuese Fi la causante me dejó alucinada. No tenía ni idea de lo que pensaría ella o cuál sería su reacción. Apostaba a que se lo tomaría a broma, despacharía el asunto con rapidez pero con dulzura, y después acudiría a mí para echarse unas risas. No es que lo hiciese porque era cruel, sino porque nadie se tomaba muy en serio a Homer. Lo cierto es que él siempre había incitado a los demás a pensar que no tenía sentimientos. Decía cosas como «Tengo el corazón de radio, no se derretiría ni en cinco mil años». Siempre se sentaba al fondo de la clase y se ganaba las críticas de las chicas. «Sí, soy un insensible, ¿y qué más? ¿Un machista? Vamos, ¿no tenéis nada más que añadir? Seguro que se os ocurre algo mejor. Anda, Sandra, anímate». Ellas se ponían más y más furiosas mientras él se reclinaba en su silla, sonriendo y provocándolas. Sabían perfectamente lo que pretendía, pero no eran capaces de contenerse.
De modo que, con el paso del tiempo, empezamos a creerlo cuando decía que era demasiado duro para tener sentimientos. Y me hacía mucha gracia que Fi, la chica más delicada de todo nuestro curso, fuese la única que lo hubiese desarmado, por decirlo de algún modo.
Fui a dar un paseo, volviendo por el camino hasta el último de los Escalones de Satán. El sol ya había calentado la enorme pared de granito; me recosté en ella y, con los ojos entrecerrados, pensé en nuestra excursión, en el camino, en el hombre que lo había trazado y en este lugar llamado Infierno. ¿Por qué lo llamaría la gente Infierno?, me pregunté. Todos estos peñascos y rocas, toda esta vegetación. Un sitio salvaje, pero no infernal. La naturaleza salvaje es fascinante, dura y maravillosa a la vez. No existe un lugar que se merezca tal nombre. No hay nada infernal en este lugar, sino gente que lo llama así; gente que se empeña en ponerle nombres a los lugares para que nadie pueda verlos ya de otro modo. Cada vez que los contemplen o piensen en ellos, lo primero que verán será una gigantesca señal que rece: «Comisión de Vivienda» o «colegio privado», «iglesia», «mezquita» o «sinagoga». Dejan de mirar en cuanto ven esos rótulos.
Lo mismo sucedía con Homer, que durante todos aquellos años había cargado con un gran rótulo alrededor del cuello. Y yo, como una estúpida, me empeñaba en seguir leyéndolo. Los animales eran más inteligentes. No sabían leer. Los perros, los caballos, los gatos no se molestaban en leer etiqueta alguna. Recurrían a sus propias mentes, a su propio juicio.
No, el Infierno no tenía nada que ver con ningún lugar. El Infierno se encontraba en las personas. Quizás el Infierno fueran las personas.
Durante aquellos días de acampada en el claro, no hicimos otra cosa que comer y holgazanear. Cada día, alguien decía algo como: «De hoy no pasa, tenemos que subir a la cima y dar un buen paseo», a lo que siempre contestábamos con un «Sí, me apunto», «Sí, nos estamos oxidando» o «Sí, buena idea».
Pero, por alguna razón, jamás lo hacíamos. Siempre se nos echaba encima la hora de la comida; a continuación venía la siesta; después leíamos un poco o nos mojábamos los pies en el arroyo; entonces caía la tarde y, sin apenas darnos cuenta, nos sorprendía la noche. Corrie y yo éramos seguramente las más activas. Dimos unos cuantos paseos, regresamos al puente y exploramos nuevos acantilados donde poder mantener nuestras largas conversaciones privadas. Charlamos sobre chicos y amigos, las clases y los padres, lo típico. Decidimos que, cuando acabara el instituto, pasaríamos los seis meses siguientes trabajando y ahorrando para un viaje juntas al extranjero. Estábamos encantadas con la idea.
—Me gustaría pasar años y años fuera de casa —dijo Corrie, con una mirada soñadora.
—¡Venga, Corrie! Pero si te dio nostalgia cuando hicimos aquel campamento en octavo, ¡y solo fueron cuatro días!
—No estaba nostálgica. Lo pasé porque Ian y los demás se metían conmigo.
—Menudos desgraciados. Los odiaba.
—¿Te acuerdas de cuando los pillaron bombardeándonos con mecheros? Estaban chiflados. Al menos han madurado un poco desde entonces.
—Ian sigue siendo un gilipollas.
—Ya no me quita el sueño. No es tan malo.
Corrie era mucho más indulgente que yo. Y más tolerante también.
—¿Crees que tus padres te dejarán ir al extranjero? —pregunté.
—No lo sé. Puede que accedan si los convenzo con tiempo. Ya me dejaron solicitar aquel programa de intercambio, ¿recuerdas?
—Es muy fácil entenderse con tus padres.
—Y con los tuyos.
—Supongo que en general, sí. Aunque a veces mi padre tiene unos arrebatos… Y además es muy machista. No sabes lo que me ha costado convencerlo para que me dejasen hacer esta excursión. Claro que si yo hubiese sido un chico, no habría habido problema.
—Hum. Mi padre no es tan malo. Lo he educado bien.
Esbocé una sonrisa. Mucha gente subestimaba a Corrie. Tenía un modo muy sutil de manejar a la gente para conseguir lo que quería.
Establecimos un itinerario: Indonesia, Tailandia, China, India y después, Egipto. Corrie quería que, una vez allí, nos adentrásemos en el continente africano, pero yo prefería seguir hacia Europa. Ella quería verlo todo, regresar a su casa, estudiar enfermería y después marcharse al país que más enfermeros necesitara. La admiraba por ello, pero yo estaba más interesada en hacer dinero.
El tiempo pasó muy rápido. Incluso el último día, cuando nos estábamos quedando sin provisiones, nadie quiso subir hasta el Land Rover para abastecernos. Así que improvisamos y acopiamos un tentempié que, de encontrarnos en otra situación, habría acabado en el cubo de basura más cercano. Llegamos a comer cosas con las que ni siquiera yo alimentaría a mis gallinas. No quedaba mantequilla, ni leche en polvo, ni tampoco condensada porque el primer día dejamos secos todos los tubos. Tampoco fruta, té ni queso. Nada de chocolate, y eso sí que era preocupante, aunque no lo suficientemente grave como para que alguien moviera el trasero.
—Es como el círculo que se muerde la cola, o como se diga eso —explicó Kevin—. Si tuviésemos chocolate, tendría fuerzas para ir al Land Rover por más. Pero, sin chocolate, no podría llegar ni al primer escalón.
Nuestra principal excusa, eso sí, era el calor.
Fi tenía a Homer embelesado. No dejaba de hablarme de ella y siempre se las ingeniaba para colocarse, como de casualidad, en cualquier sitio por donde ella pasara, aunque cada vez que se dirigía a él, se ponía rojo como un tomate. Fi, por su parte, me decepcionó mucho. No me contó absolutamente nada; cuando yo le comentaba algo se limitaba a hacerse la tonta aunque cualquiera con dos dedos de frente lo habría captado de inmediato.
Los siete habíamos conseguido pasar cinco días juntos sin que hubiese ninguna discusión grave. No estaba nada mal. Aunque admito que sí hubo algún que otro rifirrafe. Como cuando Kevin recriminó a Fi que no ayudase con la comida o los platos. Ocurrió justo después del revuelo con la serpiente gigante; imagino que a Kevin le avergonzaba no haber salido airoso de la situación. Y encima, la salchicha sorpresa tampoco generó mucha admiración, y quizá se sintiese algo sensible. En cualquier caso, Fi se estaba ganando la reputación de desaparecer en cuanto había trabajo que hacer, por lo que Kevin tampoco andaba muy desencaminado.
También estaba la sempiterna protesta de Corrie «No tiene gracia, Homer» si este salpicaba su saco de dormir con agua fría, cuando este se entretuvo haciendo cosas crueles y repugnantes a un escarabajo negro, cuando le tiró una araña a la camiseta o cuando arrancó la última página de su libro y la escondió para que ella se quedase sin saber si los protagonistas acababan o no enrollándose. Corrie era una de las víctimas preferidas de Homer: solo tenía que asomar el capote para que ella cargara contra él. Tenía suerte de que Corrie no fuese rencorosa.
Puesto que tengo que ser sincera, he de admitir que yo también me las ingenié para sacar de quicio a una o dos personas en un par de ocasiones. Kevin me dijo que me comportaba como una sabelotodo cuando el sugerí cómo reavivar el fuego. De hecho, la hoguera me puso en aprietos más de una vez. Supongo que me gusta toquetearla demasiado. Cada vez que daba señales de sofocarse, que el humo salía en la dirección equivocada o que el cazo no estaba colocado encima de las mejores brasas, tenía que acercarme armada de un palo, para «arreglarlo». Bueno, así es como lo llamo yo. Para los demás, es «dar el coñazo».
Mi mayor riña fue en realidad una estupidez. No sé, puede que todas las riñas sean estúpidas. Estábamos hablando sobre los colores de los coches: cuáles son los más llamativos y cuáles los más discretos. Kevin dijo que el blanco era el más llamativo de todos y el negro el más discreto; Lee votó favor del amarillo y verde respectivamente; yo me decanté por el rojo y el caqui. No recuerdo las respuestas de los demás. El caso es que, de súbito, la discusión se caldeó.
—¿Y por qué crees que las ambulancias y los coches de policía son blancos? —gritó Kevin.
—¿Y por qué crees tú que los coches de bomberos con rojos? —chillé yo a mi vez.