Otro grupo de
Wattwanderer
pasó a su lado y se produjo un intercambio de saludos. Los otros habían venido a explorar las marismas más seriamente. Habían contratado a un guía local, llevaban pantalones cortos y sus piernas desnudas estaban resplandecientes y negras con el abundante barro del Watt. Susanne se cogió del brazo de Fabel y se acercó a él, apoyando la cabeza sobre su hombro mientras caminaban.
—No —respondió Fabel—. No lo detesto. Es sólo eso que nos ocurre a todos respecto del lugar en el que hemos crecido, supongo. La necesidad de escapar. En especial si es un lugar provinciano. Yo siempre sentí que Norddeich era lo más provinciano que existía.
Susanne se echó a reír.
—Toda Alemania es provinciana, Jan. Todos tienen su Norddeich. Todos tienen su
Heimat
.
Fabel negó con la cabeza y la fuerte brisa sopló en sus cabellos rubios. Él también iba descalzo, vestido con una vieja camisa de algodón, una descolorida cazadora azul y pantalones que había enrollado a la altura de los tobillos. Sus ojos celestes estaban ocultos tras un par de gafas de sol. Susanne jamás lo había visto con un atuendo tan informal. Así, parecía un chico joven.
—Tal vez por eso los cuentos de hadas han perdurado más en Alemania que en cualquier otra parte; porque nosotros hicimos caso a la advertencia de que no debíamos alejarnos jamás de lo conocido, lo fácil y lo cómodo… de nuestra
Heimat
. Pero, en cualquier caso, esto no es mi
Heimat
, Susanne. Hamburgo sí. Hamburgo es el lugar al que de verdad pertenezco. —Sonrió y la guió suavemente en una amplia curva hasta que dieron una vuelta completa y se enfrentaron a la orilla, donde el color de la arena cambiaba de un marrón brillante a un dorado blanquecino, y donde el horizonte se definía por la delgada cinta verde de los terraplenes—. Regresemos.
Caminaron en un silencio contemplativo por un rato. Luego Fabel señaló el terraplén que estaba más adelante.
—Cuando era niño, pasaba horas allí, mirando el mar. Es asombroso cómo cambian el mar y el cielo en esta zona. Y cuan rápido lo hacen.
—Puedo imaginármelo. Te veo como a un muchachito muy serio.
—Has estado hablando con mi madre… —dijo Fabel, riendo. Se había sentido nervioso, por razones que no podía definir, sobre la idea de llevar a Susanne allí; sobre que conociera a su madre. En especial teniendo en cuenta que había decidido hacerlo el mismo fin de semana en que estaría con su hija. Pero, como había ocurrido aquella noche con Otto y Else, la belleza, la cordialidad y el encanto de Susanne habían triunfado; incluso cuando Susanne le comentó a su madre que todavía tenía un resto de un encantador acento británico. Fabel había hecho una mueca interna; a su madre le gustaba pensar que hablaba un alemán perfecto y sin acento y, de niños, Fabel y su hermano Lex habían aprendido que no convenía corregir a su madre, que era maestra de escuela, cuando cometía un error con los artículos. Pero, por alguna razón, Susanne había hecho que la madre de Fabel se sintiera como si hubiera recibido un cumplido.
Habían venido juntos en coche desde Hamburgo. Susanne y Gabi habían pasado la mayor parte del viaje haciendo bromas amables a costa de Fabel. El viaje, y el fin de semana en Norddeich, habían dejado a Fabel contento y perturbado en igual medida: por primera vez desde su divorcio de Renate había experimentado la sensación de algo parecido a una familia.
Aquella mañana, Fabel se levantó primero y dejó que Susanne siguiera durmiendo. Gabi se había marchado poco antes a Norden, la ciudad «prima» de Norddeich. Fabel preparó el desayuno con su madre, observando cómo ella llevaba a cabo las mismas tareas rutinarias en la cocina que había hecho cuando él era pequeño; pero ahora, a pesar de una recuperación rápida y casi total, ella se movía con más lentitud, pausadamente. Y parecía más frágil. Hablaron sobre el padre muerto de Fabel, sobre Lex, su hermano y su familia, y luego sobre Susanne. Apoyando la mano en el antebrazo de Fabel, su madre dijo: «Sólo quiero que vuelvas a ser feliz, hijo». Le había hablado en inglés, que, desde su infancia, había sido el lenguaje de la intimidad entre él y su madre. Casi como si fuera su idioma secreto.
Fabel se volvió hacia Susanne y confirmó la observación que ella había hecho.
—Tienes razón. Yo era un niñito serio, supongo… Demasiado serio. Demasiado formal, como niño y como adulto. La última vez que estuve aquí, mi hermano Lex dijo exactamente lo mismo: «Siempre un chico tan serio». Yo acostumbraba a sentarme allí, en el terraplén, detrás de la casa, a mirar el mar, imaginando los dragones anglos y sajones que navegaban hacia la costa celta de Gran Bretaña. Para mí, eso definía este lugar, esta costa. Me enfrentaba al mar y era consciente de la inmensidad de Europa detrás de mí y del mar abierto delante. Supongo que tener una madre británica tenía algo que ver con todo aquello. Tantas cosas se iniciaron aquí… Inglaterra nació aquí. Y América. Todo el mundo anglosajón desde Canadá hasta Nueva Zelanda. Se reunieron aquí: los anglos, los jutos, los sajones… todos los ingvaeones… —Se detuvo, como si lo que acababa de decir lo hubiese tomado por sorpresa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Susanne.
Fabel lanzó una risita irónica.
—Es este caso. Esto de los «Grimm». Parece que no consigo sacármelo de la cabeza. O, más exactamente, nunca consigo apartarme de uno o los dos hermanos Grimm.
—Espero que no empecemos a hablar de trabajo… —dijo Susanne, exagerando el tono de advertencia en su voz.
—Es sólo lo que estaba diciendo sobre los ingvaeones, «el pueblo del mar», los hijos de Ing. De pronto he recordado dónde fue la primera vez que leí sobre ellos… en la
Mitología teutónica
de Jakob Grimm. Rascas cualquier parte de la superficie de la lingüística o la historia de Alemania y encuentras una conexión con los Grimm. —Fabel hizo un gesto de disculpa—. Lo siento. Aunque en realidad no estaba hablando del trabajo. Es sólo que he estado conversando con ese escritor, Gerhard Weiss. Él dice que todos creemos que somos únicos, pero en realidad no somos más que variaciones sobre un mismo tema, y por eso las fábulas y los cuentos de hadas tienen una resonancia y una relevancia constantes. Pero no puedo evitar sentir que los cuentos de los Grimm son tan… tan alemanes, incluso aunque tengan orígenes y paralelismos fuera de Alemania. Tal vez ocurre como con el instinto por la comida de los franceses y los italianos. Quizá nosotros tengamos un instinto por los mitos y leyendas. Los Nibelungenlied, los hermanos Grimm, Wagner y todo eso.
Susanne se encogió de hombros y los dos se quedaron en silencio. Una vez llegaron a la amplia franja blanca y dorada de arena y dunas, se acercaron al
Strandkorb
, el sillón doble de cestería y cerrado donde habían dejado sus toallas y zapatos. Se sentaron refugiándose de la brisa y se besaron.
—Bueno —dijo Susanne—. Si no vas a llevarme al maravilloso mundo acuático del Wellenpark, o a apreciar las riquezas culturales del Teemuseum, entonces tal vez deberíamos volver e invitar a tu madre y a Gabi a comer a un lugar bonito.
Domingo, 18 de abril. 22:00 h
OTTENSEN, HAMBURGO
Maria Klee apoyó la espalda contra la puerta de su apartamento, como si quisiera añadir su peso a la barrera entre su espacio interior y el mundo que estaba más allá. La comida había sido maravillosa; la cita, un desastre. Habían quedado para cenar en el restaurante Eisenstein, una antigua fábrica de hélices para barcos que había sido elegantemente reformada. Era uno de los lugares favoritos de Maria y, como estaba en Ottensen, le resultaba conveniente. La cita había sido con Oskar, un abogado al que había conocido a través de amigos que tenían en común. Oskar había demostrado ser un tipo inteligente, atento, encantador y atractivo. De hecho, como posible novio ella no habría podido encontrar a alguien mejor cualificado.
Pero cada vez que ella sentía que él estaba invadiendo su espacio personal, se echaba atrás. Siempre le ocurría lo mismo, desde que la apuñalaron. En cada cita. Cada encuentro con un hombre. Su jefe, Fabel, no tenía idea de ello; Maria no podía permitir que él se enterase jamás. Sabía que existía el riesgo real de que ello afectara a su capacidad como agente de policía. Y fuera lo fuese lo que le había quitado el bastardo que la había apuñalado, no iba a permitir que también le quitara su carrera. Ahora que Werner estaba de baja, recuperándose del ataque de Olsen, Maria era el único agente número dos que tenía Fabel. Y ella no lo defraudaría. No podía defraudarlo.
Pero en lo profundo de sus entrañas ardía un fuego oscuro e implacable de miedo: ¿qué ocurriría cuando se presentara la ocasión? ¿Qué pasaría cuando tuviera que volver a enfrentarse a un malhechor peligroso, lo que casi seguro tendría lugar tarde o temprano? ¿Sería capaz de volver a soportarlo?
Mientras tanto, en cada nueva cita, Maria tenía que afrontar el pánico que le provocaba cada amenaza de intimidad con un hombre. Oskar había sido cortés hasta el final, cuando por fin llegó el momento en que pudieron dar por terminada la velada sin que pareciera demasiado prematuro, lo que habría sido una vergüenza. La llevó en coche hasta su casa y la dejó en la puerta de su edificio. Se besaron brevemente cuando ella se despidió; no lo invitó a pasar a tomar un café y estaba claro que él no esperaba que lo hiciera.
Se quitó el abrigo y tiró las llaves en el cuenco de madera que estaba junto a la puerta. Casi sin darse cuenta su mano empezó a moverse en torno al tirante de su vestido y siguió hacia el pecho, justo debajo del esternón, y luego rozó la seda del vestido. No podía sentir nada a través de la fina seda pero sabía que estaba allí. La cicatriz. La marca que él le dejó cuando le hundió la hoja en el abdomen.
Se sobresaltó cuando oyó un golpe en la puerta. Luego lanzó un suspiro de irritación. Oskar. Creía que se había dado cuenta de cómo eran las cosas. Puso la cadena antes de abrir. Se sintió casi desilusionada al ver que no era la cita de esa noche. Sacó la cadena y abrió la puerta del todo para dejar pasar a Anna Wolff y Henk Hermann.
—¿Qué ocurre? —preguntó, pero ya estaba abriendo el cajón de la cómoda que estaba junto a la puerta, donde guardaba su Sig-Sauer reglamentaria.
—Nuestro literario amigo ha estado ocupado nuevamente. La víctima es un hombre. Esta vez en el parque Sternchanzen, bajo la torre de agua.
—¿Se lo habéis notificado a Fabel?
—Sí. Pero está en Osfriesiand. Me dijo que te llevara al escenario del crimen de inmediato, para empezar a mover las cosas. El ya está en camino y se reunirá con nosotros en el Präsidium más tarde. —Anna sonrió cuando vio que Maria, con la Sig-Sauer en una mano, se miraba su vestido de noche, como si acabara de darse cuenta de que no tenía dónde abrocharse la pistolera—. Bonito vestido. Esperaremos aquí mientras te cambias.
Maria sonrió con gratitud y se dirigió hacia el dormitorio.
—Ah, Maria —dijo Anna—. Éste es especial… El bastardo le arrancó los ojos.
La Schutzpolizei y el Spurensicherungsteam ya habían puesto una barrera de mamparas blancas a cincuenta metros del escenario del crimen. El cuerpo también estaba protegido por una segunda barrera de mamparas forenses. La escena estaba iluminada por lámparas de arco voltaico y al fondo podía oírse el grave zumbido del generador transportable que las alimentaba. El parque Sternschanzen seguía siendo un campo de batalla entre las familias jóvenes de clase media-alta, que se mudaban a esa zona cada vez más de moda, y los traficantes de drogas y adictos que merodeaban de noche por el parque. Esa noche, los árboles iluminados por los reflectores se cernían amenazadoramente sobre la escena y, más allá de los éstos, la Wasserturm, la torre de agua de ladrillos rojos, se elevaba hacia la noche. Maria notó que era una disposición casi idéntica a la del último escenario de un crimen, el Winterhuden Stadtpark a la sombra del Planetario, que también había sido originalmente una torre de agua. El asesino estaba tratando de decirles algo. Maria se maldijo por no tener el talento de Fabel para interpretar el perverso vocabulario de los psicópatas.
El jefe del SpuSi, el equipo forense, que estaba de servicio a esa hora no era Brauner, sino un hombre más joven a quien ella nunca había visto antes. Maria apartó de su cabeza el pensamiento de que aquélla era la noche de los sustitutos. Cuando entró en la escena protegida, con las manos metidas en guantes de látex y los pies cubiertos por chanclos, ella y el jefe del equipo forense se saludaron formalmente con un movimiento de cabeza y él se presentó como Grueber. Llevaba unas gafas detrás de las cuales brillaban unos ojos grandes y oscuros; tenía un aspecto casi juvenil, una tez muy pálida y el pelo muy oscuro que le caía descuidadamente sobre una frente alta y amplia. Maria lo bautizó mentalmente como «Harry Potter».
En el centro de la escena protegida había un hombre tumbado, como si lo hubiera dejado allí el enterrador, con un traje gris claro, una camisa blanca y una corbata dorada. Tenía las manos dobladas sobre el pecho y entre ellas alguien había dejado un mechón de cabello rubio, en la misma posición en que había aparecido una rosa entre las manos de Laura von Klostertadt. En la camisa, debajo de las manos, Maria pudo ver una pequeña mancha oscura y roja.
Los ojos no estaban. Los párpados magullados caían sobre las cuencas, sin cubrirlas del todo. La sangre se había coagulado alrededor de la zona en donde habían estado los ojos, pero no tanta como Maria esperaba. Maria se dio cuenta de que no podía dejar de mirar ese rostro sin ojos. Era como si, al quitarlos, también le hubieran quitado su humanidad. Incluso si hubiera estado allí tumbado con los ojos cerrados, habría quedado algo humano en el cadáver.
—¿Un disparo? —le preguntó a Grueber, señalando la mancha de sangre debajo de las manos. No había ninguna otra herida obvia en el cuerpo que sugiriera una lucha o un ataque frenético con un cuchillo.
—Aún no lo he examinado —dijo Grueber, el jefe forense; dio la vuelta alrededor del cuerpo y se agachó a su lado—. Podría ser una bala, o una única puñalada. Pero los ojos no fueron arrancados con un elemento afilado. Mi suposición es que el asesino los arrancó con sus pulgares. Éste es uno de esos asesinos que hacen las cosas con sus propias manos. —Se puso en pie y se volvió para mirar a Maria directamente—. La víctima tiene entre treinta y cinco y cuarenta años, varón, evidentemente, un metro setenta y siete de estatura, y yo diría que pesa unos setenta y cinco kilos. Hay ruptura capilar alrededor de la nariz y los labios, así como el evidente traumatismo por estrangulación en el cuello, lo que parece ser la causa de la muerte.