Cuentos completos (195 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Sé suficiente sobre los seres humanos como para enfrentarme a este problema de un modo racional? ¿Sé suficiente sobre su historia, sobre su psicología?

—Claro que no. Pero aprenderás lo más rápidamente posible.

—¿Tendré ayuda, señor Harriman?

—No. Esto queda entre nosotros. Nadie más está enterado y no debes mencionar este proyecto a ningún otro ser humano, ni en la empresa ni en ninguna otra parte.

—¿Estamos haciendo algo malo, señor Harriman, para que usted insista tanto en el secreto?

—No. Pero no se aceptará la solución de un robot, precisamente por ser de origen robótico. Me sugerirás a mí cualquier solución que se te ocurra y, si me parece valiosa, yo la presentaré. Nadie sabrá nunca que provino de ti.

—Ala luz de lo que dijo antes —dijo serenamente George Diez—, es el procedimiento correcto. ¿Cuándo empiezo?

—Ahora. Me ocuparé de que dispongas de todas las películas necesarias, para que puedas estudiarlas.

1

Harriman se encontraba a solas. Debido a la luz artificial de su despacho no había indicios de que fuera estaba oscuro. No era consciente de que habían transcurrido tres horas desde que llevó a George a su cubículo y lo dejó allí con sus primeras referencias fílmicas.

Ahora estaba a solas con el fantasma de Susan Calvin, la brillante robotista que, prácticamente por su cuenta, transformó ese enorme juguete que era el robot positrónico en el instrumento más delicado y versátil del hombre, tan delicado y versátil que el hombre no se atrevía a utilizarlo, por envidia y por temor.

Ella había muerto hacía más de un siglo. El problema del complejo de Frankenstein existía ya en la época de Calvin, y ella no lo resolvió. Nunca intentó resolverlo, pues entonces no era necesario. En aquellos tiempos la robótica se expandía por las necesidades de la exploración espacial.

Fue el éxito mismo de los robots lo que redujo la necesidad de utilizarlos y dejó a Harriman, en los últimos tiempos…

¿Pero Susan Calvin hubiera pedido ayuda a los robots? Sin duda, lo habría hecho…

Harriman se quedó allí hasta horas tardías.

2

Maxwell Robertson era el principal accionista de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos, y en ese sentido controlaba la empresa. No era una persona de aspecto imponente; maduro y obeso, tenía la costumbre de mordisquearse la comisura derecha del labio inferior cuando estaba molesto.

Pero tras dos décadas de asociación con personajes del Gobierno había aprendido a manejarlos. Recurría a la gentileza, a las concesiones y a las sonrisas, y siempre ganaba tiempo.

Resultaba cada vez más difícil; entre otras razones, por Gunnar Eisenmuth. De todos los Conservadores Globales, que durante el ultimo siglo habían sido los más poderosos, después del Ejecutivo Global, Eisenmuth era el menos propenso a las soluciones conciliadoras. Se trataba del primer Conservador que no era americano de nacimiento y, aunque no se podía demostrar que el arcaico nombre de Robots de Estados Unidos le provocara hostilidad, todo el mundo en la empresa así lo creía.

Se había hecho la sugerencia (no era la primera en ese año ni en esa generación) de que el nombre de la empresa se cambiara por el de Robots Mundiales, pero Robertson no estaba dispuesto a consentirlo. La empresa se construyó con capital estadounidense, con cerebros estadounidenses y con mano de obra estadounidense y, si bien hacía tiempo que la compañía tenía alcance internacional, el nombre sería un testimonio de su origen mientras él estuviera a su cargo.

Eisenmuth era un hombre alto y cuyo rostro alargado y triste tenía un cutis tosco y unos rasgos toscos. Hablaba el idioma global con marcado acento norteamericano, aunque nunca había estado en Estados Unidos antes de asumir el cargo.

—Me resulta perfectamente claro, señor Robertson. No hay dificultad. Los productos de su empresa siempre se alquilan, nunca se venden. Sí la propiedad de alquiler ya no se necesita en la Luna, usted debe recibir los productos y transferirlos.

—Sí, Conservador, pero ¿a dónde? Iría contra la ley traerlos a la Tierra sin autorización del Gobierno, y ésta se nos ha negado.

—Aquí no servirían de nada. Puede llevarlos a Mercurio o a los asteroides.

—¿Qué haríamos con ellos allá?

Eisenmuth se encogió de hombros.

—Los ingeniosos hombres de su empresa pensarán en algo.

Robertson meneó la cabeza.

—Representaría una cuantiosa pérdida para la compañía.

—Me temo que sí —asintió Eisenmuth, sin inmutarse—. Tengo entendido que hace años que la empresa tiene problemas financieros.

—Principalmente a causa de las restricciones impuestas por el Gobierno, Conservador.

—Debe ser realista, señor Robertson. Usted sabe que la opinión pública se opone cada vez más a los robots.

—Por un error, Conservador.

—No obstante, es así. Quizá sea más prudente cerrar la empresa. Es sólo una sugerencia, desde luego.

—Sus sugerencias tienen peso, Conservador. ¿Es preciso recordarle que nuestras máquinas resolvieron la crisis ecológica hace un siglo?

—La humanidad está agradecida, pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora vivimos en alianza con la naturaleza, por incómodo que a veces nos resulte, y el pasado se olvida.

—¿Se refiere a lo que hemos hecho por la humanidad?

—En efecto.

—Pero no pretenderán que cerremos la empresa de inmediato sin sufrir enormes pérdidas. Necesitamos tiempo.

—¿Cuánto?

—¿Cuánto puede darnos?

—No depende de mí.

—Estamos solos —murmuró Robertson—. No es necesario andar con rodeos. ¿Cuánto tiempo puede darme?

Eisenmuth pareció sumirse en sus cavilaciones.

—Creo que puedo concederle dos años. Seré franco. El Gobierno Global se propone apropiarse de la firma y encargarse de liquidarla si usted no lo ha hecho en ese plazo. Y a menos que haya un cambio drástico en la opinión pública, lo cual dudo muchísimo… —Sacudió la cabeza.

—Dos años, pues —susurró Robertson.

2a

Robertson se encontraba a solas. Sus reflexiones no seguían un rumbo preciso y pronto cayeron en el recuerdo. Cuatro generaciones de Robertson habían presidido la empresa. Ninguno de ellos era robotista. Personas como Lanning, Bogert y, principalmente, Susan Calvin habían hecho de la empresa lo que era, pero los cuatro Robertson habían proporcionado el clima que les posibilitaba realizar su labor.

Sin Robots y Hombres Mecánicos, el siglo veintiuno hubiera seguido el camino del desastre. Esto se había evitado gracias a las máquinas que durante una generación guiaron a la humanidad a través de los rápidos y de los bancos de arena de la historia.

Y en recompensa le daban sólo dos años. ¿Qué se podía hacer en dos años para superar los arraigados prejuicios de la humanidad? No lo sabía.

Harriman había hablado esperanzadamente de nuevas ideas, pero se negaba a darle detalles. Qué más daba; Robertson no habría entendido nada.

¿Pero qué podía hacer Harriman? ¿Qué se podía hacer contra la intensa antipatía que sentía el hombre hacia la imitación? Nada…

Robertson cayó en un sueño profundo, que no le brindó ninguna inspiración.

3

—Ya lo tienes todo, George Diez —dijo Harriman—. Dispones de todos los elementos que a mi juicio son aplicables al problema. En lo que concierne a información acerca de los seres humanos y sus costumbres, tanto del pasado como del presente, tienes almacenados en tu memoria más datos que yo o cualquier otro ser humano.

—Es muy probable.

—¿Necesitas algo más?

—En lo que se refiere a información, no encuentro lagunas obvias. Tal vez haya temas imprevistos en los márgenes. Pero eso ocurriría siempre, por mucha información que yo hubiera asimilado.

—Cierto. Y tampoco tenemos tiempo para asimilar información eternamente. Robertson me dijo que sólo disponíamos de dos años y ya han pasado tres meses. ¿Tienes alguna sugerencia?

—Por el momento, señor Harriman, nada. Debo sopesar la información y necesitaría ayuda.

—¿De mí?

—No. No de usted, precisamente. Usted es un ser humano con grandes aptitudes y lo que me diga puede tener la fuerza parcial de una orden e inhibir mis reflexiones. Tampoco de otro ser humano, por la misma razón; especialmente, teniendo en cuenta que usted me prohibió comunicarme con ninguno.

—Entonces, ¿qué ayuda, George?

—De otro robot, señor Harriman.

—¿De qué otro robot?

—Se construyeron otros de esta serie. Yo soy el décimo, JG-10.

—Los primeros eran inservibles, fueron experimentales…

—Señor Harriman, George Nueve existe.

—Bien, sí, pero ¿de qué servirá? Se parece mucho a ti, salvo por ciertas carencias. Tú eres el más versátil de los dos.

—Estoy seguro de ello —asintió George Diez, moviendo gravemente la cabeza—. No obstante, en cuanto inicio una línea de pensamiento, el solo hecho de haberla creado la vuelve recomendable y me impide abandonarla. Si después de desarrollar una línea de pensamiento puedo expresársela a George Nueve, él la analizaría sin haberla creado. Por consiguiente, la abordaría sin prejuicios. Podría ver lagunas y defectos que a mí se me hubieran pasado por alto.

—En otras palabras, dos cabezas piensan mejor que una.

—Si con eso se refiere a dos individuos con una cabeza cada uno, señor Harriman, pues sí.

—Vale. ¿Deseas algo más?

—Sí. Algo más que películas. He visto mucho acerca de los seres humanos y su mundo. He visto seres humanos aquí en la empresa y puedo cotejar mi interpretación de lo que he visto con impresiones sensoriales directas. Pero no respecto del mundo físico. Nunca lo he visto y las películas bastan para indicarme que este entorno no es representativo. Me gustaría verlo.

—¿El mundo físico? —Harriman se quedó estupefacto ante la enormidad de la idea—. ¿No estarás sugiriendo que te saque de los terrenos de la empresa?

—Sí, eso sugiero.

—Es ilegal. Con el clima de opinión reinante, sería fatal.

—Si nos detectan, sí. No sugiero que me lleve a una ciudad y ni siquiera a una vivienda de seres humanos. Me gustaría ver una zona abierta, sin seres humanos.

—Eso también es ilegal.

—No tienen por qué descubrirnos.

—¿Por qué es importante eso, George?

—No lo sé, pero creo que sería útil.

—¿Tienes pensado algo?

George Diez titubeó.

—No lo sé. Me parece que podría tener algo en mente si se redujeran ciertas zonas de incertidumbre.

—Bien, déjame pensarlo. Entre tanto, sacaré a George Nueve y arreglaré la cosa para que ambos ocupéis un solo cubículo. Al menos, eso puede hacerse sin inconvenientes.

3a

George Diez se encontraba a solas.

Aceptaba proposiciones provisionalmente, las conectaba y llegaba a una conclusión. Una y otra vez. Y a partir de las conclusiones elaboraba otras proposiciones, las aceptaba provisionalmente, las analizaba y las rechazaba si hallaba una contradicción; cuando no las rechazaba, las aceptaba provisionalmente.

Nunca reaccionaba con admiración, sorpresa ni satisfacción ante ninguna de sus conclusiones; se limitaba a anotar un más o un menos.

4

La tensión de Harriman no disminuyó ni siquiera después del silencioso aterrizaje en la finca de Robertson.

Éste había confirmado la orden al poner el dinamóvil a su disposición, y la silenciosa aeronave, desplazándose ágilmente en línea vertical u horizontal, tenía el tamaño suficiente para soportar el peso de Harriman, George Diez y el piloto.

(El dinamóvil era una de las consecuencias de la invención —estimulada por las máquinas— de la micropila protónica, que suministraba energía no contaminante en pequeñas dosis. Era un logro de máxima importancia para el confort del hombre —Harriman apretó los labios al pensarlo— y, sin embargo, Robots y Hombres Mecánicos no había obtenido la menor gratitud por ello.)

El vuelo entre los terrenos de la empresa y la finca de Robertson fue la parte más difícil. Si los hubieran detenido, la presencia de un robot a bordo habría significado muchas complicaciones. Lo mismo ocurriría a la vuelta. En cuanto a la finca, la argumentación sería que formaba parte de la propiedad de la empresa, y allí los robots podían permanecer bajo una adecuada vigilancia.

El piloto miró hacia atrás y le echó una breve ojeada a George Diez.

—¿Quiere bajarlo todo, señor Harriman?

—Sí.

—¿También el producto?

—Oh, sí —contestó Harriman. Y añadió mordazmente—: No te dejaría a solas con él.

George Diez fue el primero en bajar y lo siguió Harriman. Habían descendido en el dinapuerto, a poca distancia del jardín. Era un lugar magnífico y Harriman sospechó que Robertson usaba hormonas juveniles para controlar los insectos, sin respeto por las fórmulas ambientales.

—Vamos, George —dijo Harriman—. Te voy a enseñar.

Caminaron juntos hacia el jardín.

—Es tan pequeño como lo había imaginado —observó George—. Mis ojos no están bien diseñados para detectar diferencias en longitud de onda, así que quizá me cueste reconocer objetos.

—Confío en que no te moleste ser ciego para los colores. Necesitábamos muchas sendas positrónicas para tu capacidad de juicio y no pudimos dejar ninguna para la percepción del color. En el futuro…, si hay un futuro…

—Comprendo, señor Harriman. Aun así, capto diferencias suficientes para entender que hay muchas formas de vida vegetal.

—Sin duda. Decenas.

—Y todas son coetáneas del hombre, biológicamente hablando.

—Cada una de ellas es una especie distinta, sí. Hay millones de especies de criaturas vivientes.

—Entre las cuales la forma humana es sólo una de tantas.

—Con diferencia, la más importante para los seres humanos, sin embargo.

—Y para mí, señor Harriman. Pero hablo en sentido biológico.

—Entiendo.

—La vida, vista a través de todas sus formas, es increíblemente compleja.

—Sí, George, y ése es el quid de la cuestión. Aquello que el hombre hace para satisfacer sus desesos y su comodidad afecta a la complejidad total de la vida, la ecología, y sus beneficios inmediatos pueden traer desventajas a la larga. Las máquinas nos enseñaron a organizar una sociedad humana que redujera ese margen, pero el desastre que estuvimos a punto de provocar a principios del siglo veintiuno ha causado recelo ante las innovaciones. Eso, sumado al temor específico ante los robots…

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