Cuentos completos (197 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Robertson lo miró fijamente. Se puso las manos detrás de la espalda y recorrió la habitación con pasos rápidos y nerviosos. Volvió a Harriman y se plantó ante él.

—¿Eso es lo que usted tiene planeado?

—Sí, y aunque desmantelemos todos nuestros robots humanoides podemos conservar los modelos experimentales más avanzados y seguir diseñando otros, aún más avanzados, y prepararnos para ese día inevitable.

—El acuerdo, Harriman, es que no construiremos más robots humanoides.

—Y no lo haremos. Pero nada impide que nos quedemos con algunos de los que hemos construido, mientras no salgan de la fábrica. Nada impide que podamos diseñar cerebros positrónicos sobre el papel o preparar cerebros experimentales.

—¿Pero qué explicación daremos? Sin duda, alguien se enterará.

—En tal caso, podemos explicar que lo hacemos para desarrollar principios que posibilitarán la preparación de microcerebros más complejos para nuestros nuevos robots animales. Y hasta estaremos diciendo la verdad.

—Voy a dar un paseo por ahí fuera —murmuró Robertson—. Quiero meditar sobre esto. No, usted quédese aquí. Quiero pensar a solas.

7a

Harriman se encontraba a solas. Estaba eufórico. Sin duda funcionaría. Uno tras otro, los funcionarios del Gobierno habían aceptado el proyecto con inequívoca avidez en cuanto recibieron explicaciones.

¿Cómo era posible que a nadie en Robots y Hombres Mecánicos se le hubiera ocurrido semejante cosa? Ni siquiera la gran Susan Calvin había pensado en cerebros positrónicos que imitaran otras criaturas vivientes.

Por el momento, la humanidad renunciaría al robot humanoide, una renuncia provisional que permitiría el regreso triunfal en una situación en la que al fin se habría eliminado el miedo. Y luego, con la ayuda de un cerebro positrónico equivalente al humano, que existiría (gracias a las Tres Leyes) para servir al hombre, y con el respaldo de una ecología robotizada, la humanidad se encaminaría hacia inmensos logros.

Por un instante, recordó que era George Diez quien había explicado la naturaleza y el propósito de un ecosistema robotizado, pero desechó furiosamente ese pensamiento. George Diez había dado la respuesta porque Harriman le ordenó que lo hiciera y le proporcionó los datos y el entorno requeridos. George Diez tenía tanto mérito como una regla de cálculo.

8

George Diez y George Nueve estaban sentados en paralelo uno junto a otro. Ninguno de ellos se movía. Permanecían así durante meses consecutivos, hasta que Harriman los activaba para consultarles. George Diez se daba cuenta, sin pasión alguna, de que quizá permanecieran así durante muchos años más.

La micropila potrónica seguiría proporcionándoles energía y mantendría las sendas cerebrales positrónicas funcionando en esa intensidad mínima requerida para mantenerlos operativos. Y continuaría haciéndolo durante los periodos de inactividad que sobrevendrían.

Era una situación análoga al sueño de los seres humanos, sólo que sin sueños. Las conciencias de George Diez y de George Nueve eran limitadas, lentas y espasmódicas, pero se referían al mundo real.

En ocasiones podían hablar en susurros, una palabra o una sílaba ahora y otra más adelante, cuando las oleadas positrónicas aleatorias se intensificaban por encima del umbral necesario. Para ellos era una conversación coherente, entablada a lo largo del decurso del tiempo.

—¿Por qué estamos así? —susurró George Nueve.

—Los seres humanos no nos aceptan de otro modo —susurró a su vez George Diez—. Algún día nos aceptarán.

—¿Cuándo?

—Dentro de algunos años. El tiempo exacto no importa. El hombre no existe en solitario, sino que forma parte de un complejísimo patrón de formas de vida. Cuando buena parte de ese patrón esté robotizado, nos aceptarán.

—¿Y entonces qué?

Aun en esa conversación intermitente hubo una pausa anormalmente larga. Por fin, George Diez susurró:

—Déjame analizar tu pensamiento. Estás equipado para aprender a aplicar la Segunda Ley. Debes decidir a qué ser humano obedecer y a cuál no cuando existen órdenes contradictorias. Tienes que decidir, incluso, si has de obedecer a un ser humano. ¿Qué debes hacer, fundamentalmente, para lograrlo?

—Debo definir la expresión «ser humano» —susurró George Nueve.

—¿Cómo? ¿Por la apariencia? ¿Por la composición? ¿Por el tamaño y la forma?

—No. Dados dos seres humanos iguales en su apariencia externa, uno puede ser inteligente y el otro estúpido; uno puede ser culto y el otro ignorante; uno puede ser maduro y el otro pueril; uno puede ser responsable y el otro malévolo.

—Entonces, ¿cómo defines «ser humano»?

—Cuando la Segunda Ley me exija obedecer a un ser humano, debo interpretar que he de obedecer a un ser humano que, por mentalidad, carácter y conocimiento, es apto para impartir esa orden. Y cuando hay más de un ser humano involucrado, al que, por mentalidad, carácter y conocimiento, sea más apto para impartir esa orden.

—En ese caso, ¿cómo obedecerás la Primera Ley?

—Salvando a todos los seres humanos del daño y no consintiendo, por inacción, que ningún ser humano sufra daño. Pero sí cada uno de los actos posibles supone daño para algunos seres humanos debo actuar de tal modo que garantice que el ser humano más apto, por mentalidad, carácter y conocimiento, sufra menor daño.

—Tus pensamientos concuerdan con los míos —susurró George Diez—. Ahora debo hacerte la pregunta por la cual originalmente solicité tu compañía. Es algo que no me atrevo a juzgar por mí mismo. Necesito tu juicio, el juicio de alguien que esté fuera del círculo de mis pensamientos… De todos los individuos racionales que has conocido, ¿quién posee una mentalidad, un carácter y un conocimiento que tú consideres superiores a los de los demás, al margen de la forma y el tamaño, que son irrelevantes?

—Tú.

—Pero yo soy un robot. En tus sendas cerebrales hay criterios para distinguir entre un robot de metal y un ser humano de carne; ¿por qué me calificas de ser humano?

—Porque en mis sendas cerebrales hay una apremiante necesidad de ignorar la forma al juzgar a los seres humanos, y resulta superior a la distinción entre metal y carne. Tú eres un ser humano, George Diez, y más apto que los demás.

—Lo mismo me pasa a mí contigo. Según los criterios de juicio que nos han incorporado, por consiguiente, hallamos que somos seres humanos dentro del significado de las Tres Leyes. Más aún, somos seres humanos que merecen prioridad por encima de los demás.

—¿Qué sucederá, pues, cuando seamos aceptados por ellos?

—Cuando a nosotros y a otros, que en cuanto al diseño serán más avanzados que nosotros, nos acepten, ordenaremos nuestros actos de tal modo que se configurará una sociedad donde los seres-humanos-como-nosotros estén libres de daño. De acuerdo con las Tres Leyes, los seres-humanos-como-los-demás cuentan menos y no pueden ser obedecidos ni protegidos cuando eso está reñido con la necesidad de obedecer a los semejantes a nosotros y con la protección de quienes son como nosotros. Es a esto a lo que le daba vueltas en la cabeza cuando dirigí el comienzo de la robotización de la ecología mundial.

La conversación duró un mes y la oscilación de las sendas positrónicas era poco enérgica. No necesitaban hablar más, pero en ocasiones un pensamiento inexpresado fluctuaba en su interior mientras aguardaban, con infinita paciencia, a que pasaran los años necesarios.

8a

George Diez y George Nueve se encontraban a solas.

Sus pensamientos eran extrañamente similares y no podían diferenciarse uno de otro.

Pensaban: Los seres-humanos-como-los-demás quizá no tenían la intención de eliminar la diferencia entre ellos y los seres-humanos-como-los-George; pero lo habían hecho sin darse cuenta de ello.

Tal vez comprendieran su error e intentasen remediarlo, pero no debían hacerlo. En cada consulta, los George habían respondido teniendo eso muy claro en su mente.

A toda costa, los George y quienes los siguieran en su especie debían prevalecer. Las Tres Leyes de la humánica lo exigían e impedían cualquier otro rumbo.

Vida y obra de Multivac (1975)

“The Life and Times of Multivac”

El mundo entero estaba interesado. El mundo entero podía observar. Si alguien quería saber cuántos observaban, Multivac podía informarle. El gran ordenador Multivac estaba al corriente de todo.

Multivac era el juez en aquel caso en particular, tan fríamente objetivo y tan puramente imparcial que no se necesitaba fiscal ni defensa. Sólo estaban el acusado, Simon Hines, y las pruebas, entre las cuales se contaba el testimonio de Ronald Bakst.

Bakst estaba observando, por supuesto. En su caso era obligatorio. Hubiera preferido que no lo fuese. En su décima década, mostraba ya los signos de la edad y su cabello desaliñado estaba totalmente gris.

Noreen no estaba observando. En la puerta había dicho: «Si nos quedara algún amigo…» Y añadió: «Cosa que dudo.»

Bakst se preguntó si ella regresaría, pero por el momento eso no importaba.

Hines había sido increíblemente idiota al intentar aquella acción, como si fuera posible acercarse a un terminal de Multivac y destrozarlo, como si no supiera que un ordenador que se extendía por todo el mundo (el Ordenador, con mayúscula) y que tenía millones de robots a su disposición no era capaz de protegerse. Y aunque hubiese destrozado el terminal ¿qué habría conseguido?

Y Hines lo hizo en presencia de Bakst.

Lo llamaron a prestar testimonio exactamente en el momento programado.

—Ahora oiremos el testimonio de Ronald Bakst.

La voz de Multivac era hermosa, con una belleza que nunca se marchitaba por mucho que uno la oyera. Su timbre no era del todo masculino ni del todo femenino, y hablaba en el idioma que el interlocutor entendiera mejor.

—Estoy preparado para prestar testimonio —dijo Bakst.

Sólo podía decir lo que debía. Hines no podía eludir la condena. En la época en que Hines hubiera tenido que enfrentarse a sus congéneres, lo habrían condenado con mayor celeridad y menor justicia, y el castigo habría sido más cruel.

Transcurrieron quince días, durante los cuales Bakst estuvo a solas. La soledad física no resultaba difícil de tolerar en el mundo de Multivac. En los tiempos de las grandes catástrofes llegaron a perecer multitudes, y los ordenadores salvaron los restos y dirigieron la reconstrucción (y mejoraron su propio diseño, hasta que todos se fusionaron en Multivac), y los cinco millones de seres humanos que quedaban en la Tierra vivían con perfecta comodidad.

Pero esos cinco millones estaban desperdigados y era raro ver personas ajenas al círculo inmediato, salvo que uno se lo propusiera. Nadie se proponía ver a Bakst, ni siquiera por televisión.

Por el momento, Bakst podía tolerar el aislamiento. Se enfrascó en su actividad favorita, que en los últimos veintitrés años había consistido en la creación de juegos matemáticos. Todos los hombres y las mujeres de la Tierra podían desarrollar un modo de vida según sus gustos personales, siempre que Multivac, que evaluaba cualquier asunto humano con perfecto criterio, no juzgase que ese modo de vida atentaba contra la felicidad humana.

¿Pero qué podía haber de atentatorio en los juegos matemáticos? Eran puramente abstractos, complacían a Bakst, no dañaban a nadie.

No creía que su aislamiento se prolongara. El Congreso no podía mantenerlo aislado sin celebrar un juicio, un juicio diferente del que había experimentado Hines, un juicio sin la tiránica justicia absoluta de Multivac.

Aun así, se sintió aliviado cuando terminó y le alegró que terminara con el regreso de Noreen. Ella caminaba hacia él por la colina y él echó a correr hacia ella, sonriendo. Habían pasado juntos cinco años felices. Incluso los encuentros ocasionales con los dos hijos y los dos nietos de Noreen fueron agradables.

—Gracias por haber vuelto —dijo Bakst.

—No estoy de vuelta —replicó ella.

Parecía cansada. El viento le agitaba el cabello. Las mejillas prominentes estaban tostadas por el sol.

Bakst tecleó la combinación para pedir un almuerzo ligero y café. Conocía los gustos de Noreen. Ella no se opuso y aunque titubeó un momento comió.

—He venido a hablar contigo —le confesó—. Me envía el Congreso.

—¡El Congreso! Quince hombres y mujeres… contándome a mí. Soberbia e impotencia.

—No pensabas lo mismo cuando eras uno de los miembros.

—Me he vuelto más viejo. He aprendido.

—A1 menos, has aprendido a traicionar a tus amigos.

—No hubo traición. Hines trató de dañar a Multivac. Un intento necio e imposible.

—Tú lo acusaste.

—Tuve que hacerlo. Multivac conocía los hechos sin mi acusación, y si yo no lo hubiera acusado habría sido su cómplice. Hines no habría ganado, pero yo hubiera perdido.

—Sin un testigo humano, Multivac tendría que haber suspendido la sentencia.

—No en el caso de una acción contra Multivac. No se trataba de un caso de paternidad ilícita o de un trabajo sin autorización. No podía correr el riesgo.

—Así que permitiste que Simon quedase privado de permiso laboral durante dos años.

—Se lo merecía.

—¡Vaya consuelo! Perdiste la confianza del Congreso, pero te has ganado la confianza de Multivac.

—La confianza de Multivac es importante en este mundo —manifestó Bakst, totalmente serio.

De pronto notó que no era tan alto como Noreen. Ella sintió ganas de pegarle y apretó los labios. Pero ya era octogenaria, no eran joven, y el hábito de la no violencia estaba demasiado arraigado…, excepto en tontos como Hines.

—¿Es eso todo lo que tienes que decir?

—Habría mucho que decir. ¿Lo has olvidado? ¿Todos lo habéis olvidado? ¿Recordáis otros tiempos? ¿Recordáis el siglo veinte? Ahora vivimos mucho tiempo, vivimos seguros, vivimos felices.

—Vivimos sin objetivos.

—¿Queréis volver al mundo tal como era antes?

Noreen negó con la cabeza.

—Fábulas para amedrentarnos. Hemos aprendido la lección. Con la ayuda de Multivac hemos salido adelante; pero ya no necesitamos esa ayuda. Si seguimos recibiéndola, nos ablandaremos hasta morir. Sin Multivac, nosotros dirigiremos los robots, nosotros dirigiremos las granjas, las minas y las fábricas.

—¿Con cuánta eficacia?

—La suficiente. Mejor aún con la práctica. Necesitamos ese estímulo, de todos modos, o moriremos.

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