Cuentos completos (382 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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El hombre grueso dijo suavemente:

—Un momento, por favor. ¿No es usted la persona que le compró una hamburguesa a mi hijo hace un rato?

Bradstone vaciló, luego asintió, notando la boca seca.

—Me gustaría pagársela. Todo está bien, no se preocupe. Sé quién es. Yo manejaré su tarjeta por usted.

El Mant-Comp intervino rápidamente:

—Si desea un abogado, amigo, el señor Gold es abogado.

El repentino interés que afloró a los ojos de Bradstone se hizo evidente al momento.

—Soy abogado, si es que anda buscando uno —dijo Gold—. Así es como supe de usted. Seguí su caso con dolorosa atención, se lo aseguro y cuando Reggie llegó a casa con tal historia de que ya había comido y había manejado él la computadora, supuse quién podía ser usted por su descripción. Y al entrar le reconocí, por supuesto.

—¿Podemos hablar en privado? —dijo Bradstone.

—Mi casa está a cinco minutos de aquí, a pie.

No era una sala lujosa, pero sí confortable. Bradstone dijo:

—¿Desea usted una provisión de fondos? Puedo pagársela.

—Sé que dispone usted de amplios fondos —dijo Gold—. Pero dígame primero cuál es el problema.

Bradstone se inclinó hacia delante en su sillón, y dijo con intensidad:

—Si siguió usted mi caso, debe de saber que fui sometido a un cruel y desusado castigo. Soy la primera persona que ha recibido ese tipo de sentencia. La combinación de hipnosis y neuro-condicionamiento directo no ha sido perfeccionada hasta muy recientemente. La naturaleza del castigo al cual he sido sentenciado no puede ser comprendida. Debe ser revocado.

—Fue sometido usted a un proceso muy detallado —dijo Gold—, y no hubo ninguna duda razonable acerca de su culpabilidad.

—¡Incluso así! Mire, vivimos en un mundo computarizado. No puedo hacer nada en ninguna parte. No puedo recibir información… no puedo alimentarme…, no puedo buscar diversiones…, no puedo pagar nada, o comprobar nada, o simplemente hacer nada, sin utilizar una computadora. Y como sin duda sabrá, he sido ajustado de tal modo que soy incapaz de mirar a una computadora sin que me duelan horriblemente los ojos, o tocar una sin que se me ampollen los dedos. Ni siquiera puedo manejar mi tarjeta de efectivo, o incluso pensar en utilizarla, sin que me abrumen las náuseas.

—Sí, sé todo eso. También sé que se le han proporcionado amplios fondos durante toda la duración de su castigo, y que se le ha pedido a la gente que sea compasiva con usted y le ayude. Creo que lo hacen.

—Yo no quiero eso. No quiero su ayuda ni su piedad. No deseo ser un niño indefenso en un mundo de adultos. No deseo ser un analfabeto en un mundo de gente que puede leer. Ayúdeme a terminar con el castigo. Ha sido casi un mes infernal. No podré soportarlo otros once meses más.

Gold permaneció sentado, pensando, durante un rato.

—Bien, aceptaré una provisión de fondos a fin de poder convertirme en su representante legal, y veré lo que puedo hacer por usted. Pero debo advertirle que no creo que las posibilidades de éxito sean muchas.

—¿Por qué? Todo lo que hice fue desviar cinco mil dólares…

—Usted planeaba desviar mucho más, quedó demostrado, pero fue descubierto antes de que pudiera hacerlo. Se trataba de un ingenioso fraude computarizado, completamente acorde con su reconocida habilidad en el ajedrez, pero no por eso dejaba de ser un delito. Y como usted dice, todo está computarizado, y en nuestros días no puede darse ningún paso, ni siquiera pequeño, sin una computadora. En consecuencia, defraudar por medio de una computadora supone descomponer lo que hoy por hoy constituye la estructura esencial de la civilización. Es un terrible crimen, y debe ser desanimado.

—No predique, por favor.

—No estoy predicando. Estoy explicándome. Usted intentó descomponer un sistema, y como castigo el sistema se ha descompuesto sólo para usted, sin que por eso tenga que ser maltratado de ninguna otra forma. Si considera que su vida así es insoportable, eso simplemente le muestra lo insoportable que pudo llegar a ser para todos los demás lo que usted intentaba descomponer.

—Pero un año es demasiado.

—Bien, quizá una pena menor sirva de todos modos como ejemplo suficiente para desanimar a otros ante la tentación de seguir su ejemplo. Lo intentaré…, pero me temo que puedo adivinar lo que la ley va a decir.

—¿Y qué va a decir?

—Pues que si los castigos deben aplicarse de modo que encajen con el crimen cometido, el suyo encaja perfectamente.

¡Punto de ignición! (1981)

“Ignition Point!”

—Déjeme decirlo claramente —murmuró Anthony Myers, inclinándose por encima de su escritorio hacia el hombre sentado en el sillón frente a él—. ¿Su computadora no escribe el discurso?

—No, usted lo hace. O alguna otra persona.

Nicholas Jansen estaba completamente tranquilo. Era un hombre pequeño, muy elegantemente vestido, con una corbata estilo antiguo que no parecía cohibirle en absoluto en un mundo de jerseys de cuello alto.

—Lo que he desarrollado es una serie de palabras —explicó—, frases, párrafos, que inducen reacciones en grupos específicos de gente, divididos según el sexo, edad, grupos étnicos, lenguaje, ocupación, lugar de residencia, o casi cualquier otra cosa concebible. Si puede usted describir con suficiente detalle el público al que su hombre se dirige, entonces yo puedo proporcionarle exactamente la clase de cosas que su charla debe incluir. Cuanto más sepamos de la audiencia, con mayor precisión podrá producir mi programa de computadora las palabras y frases clave. Tejiéndolas hasta formar un discurso…

—¿Es eso posible? ¿Tendrán sentido?

—Eso depende de la habilidad de quien escriba el discurso, pero realmente no importa. Si golpea usted un tambor, puede conseguir que la audiencia se agite hasta que sus pies y sus corazones resuenen al ritmo de éste; hasta que alcancen el punto de ignición. El sentido es algo análogo al tono, pero un tambor no tiene que golpear según el tono; simplemente, establece un ritmo. Usted puede introducirle tanto tono como desee, pero es el ritmo lo que tiene que conseguir. ¿Comprende?

Myers se frotó la mandíbula y se quedó mirando pensativamente al otro hombre.

—¿Ha probado usted eso antes?

Jansen sonrió ligeramente.

—Sólo de forma extraoficial. Limitada. Pero sé de qué estoy hablando. Soy un oclologista…

—¿Un qué?

—Un estudioso de la psicología de masas, y el primero, que yo sepa, que ha computarizado completamente el asunto.

—Y sabe usted que funciona…, en teoría.

—No, sé que puede funcionar…, en teoría.

—Y desea probarlo conmigo. ¿Y si no funciona?

—Entonces, ¿qué tiene usted que perder? No le estoy pidiendo ningún pago. Será una experiencia útil para mi trabajo, y si debe creer en lo que he oído, su hombre está perdido si no utiliza mis servicios.

Myers tamborileó suavemente con los dedos sobre el escritorio.

—Mire —dijo—, déjeme explicarle lo de mi hombre. Tiene muy buena presencia. Posee una espléndida voz. Es amigable, y se puede confiar en él. Adecuadamente manejado, podría hacer de él un ejecutivo de empresa, o un embajador, o el presidente de los Estados Unidos. El problema es que no tiene talento para hablar, y yo tengo que proporcionárselo. Pero a lo que no puedo ayudarle es a pronunciar sus discursos de forma que convenza a la gente que realmente él tiene talento para la oratoria. Eso es lo que no es capaz de hacer, ni siquiera aunque el discurso le sea dado escrito hasta la última palabra. El discurso puede ser inteligente, pero él es incapaz de pronunciarlo de una forma que haga que él parezca inteligente. ¿Cree usted que puede escribir un discurso mejor que el que pueda escribirle yo?

—No mejor. Sólo más convincente. Puedo hacer que él pulse los botones adecuados para que el auditorio entre en ignición.

—¿Qué quiere decir con «ignición»?

—Que se enciendan. ¿No es eso lo que significa «ignición»? Cada multitud tiene su punto de ignición, pero cada multitud requiere algo distinto para inflamarse.

—Puede que me esté vendiendo usted un puñado de tonterías, señor Jansen. No existe ningún discurso tan a prueba de fallos que un orador torpe no pueda estropearlo.

—Al contrario. Cuanto más torpe sea el orador, más fácilmente podrá pronunciar su discurso, ya que no estará pensando en él por sí mismo. ¿Puedo conocer a su hombre? Es decir, si desea usted mis servicios.

—Comprenderá usted que todo lo que se ha dicho aquí es confidencial.

—Por supuesto. Ya que mi intención es utilizar esto, en último término, con fines comerciales, estoy todavía más interesado que usted en que todo resulte de lo más confidencial.

Barry Winston Bloch aún no había llegado a la cuarentena. En su juventud había sido jugador semiprofesional de béisbol. Había conseguido su licenciatura en una universidad del medio oeste sin demasiado esfuerzo, y había tenido un éxito moderado como vendedor. Su apariencia llamaba la atención, no porque fuera atractivo, sino porque parecía físicamente poderoso, y daba la impresión de poseer una sabiduría natural. Su pelo empezaba a mostrar estrías grisáceas, tenía una forma de echar la cabeza hacia atrás y sonreír cálidamente que inspiraba confianza.

Normalmente, bastaba una hora para darse cuenta que tras aquella amabilidad no había otra cosa que un poco más de amabilidad.

En aquel momento, Bloch se sentía incómodo. Desde que se había unido a Myers, se sentía incómodo muy a menudo. Deseaba tener éxito en la vida; su anhelo secreto era formar parte del Congreso, y a veces se preguntaba si no hubiera llegado a ser un gran evangelista. Sin embargo, el problema era que la gente lo ponía nervioso. Una vez había agotado su enorme sonrisa, tenía que hablar, y nunca tenía nada en particular que decir.

Y nadie había conseguido nunca hacerle sentir tan incómodo como aquel hombrecillo de ojos de lince, que permanecía sentado allí absolutamente inmóvil mientras Bloch leía sus discursos. Ya era bastante malo hablarle a un público de verdad, que se agitaba, tosía y parecía estar aburrido al ver que no terminaba. Aquel hombrecillo -tenía que recordar que su nombre era Jansen-, que nunca reaccionaba de ninguna manera, le coartaba.

Bueno, sí reaccionaba…, reaccionaba de una sola manera: tendiéndole invariablemente otro discurso para que lo leyera. Cada uno era un poco distinto del anterior, y cada uno le interesaba de alguna forma, pero nunca tenía la sensación que el otro le hiciera justicia. Hacía que se sintiera en cierto modo triste…, y avergonzado.

El manuscrito que le fue entregado aquel día parecía peor que todos los demás. Lo miró con desmayo.

—¿Qué son todas esas acotaciones?

Myers adoptó el tono suave que casi siempre utilizaba con Bloch.

—Bien, B. B. —dijo—, el señor Jansen te lo explicará.

—Son directrices —empezó éste—. Es algo que tiene usted que aprender; pero no le va a resultar difícil. Un guión significa una pausa, y un subrayado significa un énfasis. Una flecha hacia abajo delante de una palabra quiere decir que debe bajar usted un par de notas el tono de su voz; una flecha hacia arriba significa que tiene que elevarlo. Una flecha curvada hacia abajo quiere decir que debe adoptar un tono desdeñoso. Si se curva hacia arriba, su voz se alzará airadamente. Un paréntesis significa una breve sonrisa; un doble paréntesis, una sonrisa más amplia; un triple paréntesis, una risita. Nunca debe reír francamente. Una línea encima de una palabra quiere decir que debe adoptar una expresión ceñuda; una doble línea significa que debe repetir. Un asterisco…

—No voy a poder recordar todo eso —dijo Bloch.

Desde detrás de Bloch, Myers dijo sin palabras, y con gesto preocupado: «No creo que pueda».

Jansen no pareció inmutarse por la doble negativa.

—Lo conseguirá, con un poco de práctica. La apuesta es alta, y bien merece preocuparse un poco.

—Adelante, B. B. —le animó Myers—. Simplemente léalo, y el señor Jansen le ayudará sobre la marcha.

Pareció como si Bloch quisiera seguir objetando, pero su innata amabilidad venció. Colocó el manuscrito en el atril y empezó a leerlo. Se encalló, miró al manuscrito con el ceño fruncido, empezó de nuevo, y finalmente se detuvo.

Jansen se explicó, y Bloch empezó de nuevo. Pasaron una hora con los tres primeros párrafos antes de hacer una pausa.

—Es horrible —dijo Myers.

—¿Cómo se las arregló usted la primera vez que intentó conducir una bicicleta? —se interesó Jansen.

Bloch repitió todo el discurso de principio a fin dos veces aquel día, y dos veces más el segundo día. Fue preparado un segundo discurso, no exactamente igual, pero sí desprovisto también de contenido real.

Al cabo de una semana, Bloch dijo:

—Estoy empezando a captarlo. Tengo la impresión que empieza a sonar bien.

—Yo también lo creo —dijo Myers, con falsa esperanza.

Más tarde, Jansen le dijo a Myers:

—Lo está haciendo mejor de lo que esperaba. Está adquiriendo una cierta potencialidad, pero…

—Pero, ¿qué?

Jansen se alzó de hombros.

—Nada. Ya veremos.

—Creo que ya está preparado para enfrentarse al público —dijo Jansen—, siempre que se trate de un público homogéneo que podamos analizar atentamente.

—La Asociación Norteamericana de Tejedores Textiles necesita un orador, y creo que puedo colocarles a B. B. ¿Puede arreglárselas usted con ese tipo de público?

—¿Tejedores? —dijo Jansen, pensativo—. La posición económica debe ser homogénea, y sospecho que el nivel educativo no será demasiado alto. Pero necesitaría un análisis de las ciudades y estados que representan, y qué porcentaje viene de cada uno de los diversos tamaños de establecimientos. También edad, sexo y todo lo demás, por supuesto.

—Veré lo que puedo conseguir del sindicato, pero no disponemos de mucho tiempo.

—Intentaremos trabajar rápido. Tenemos ya bien sentadas las bases. Su hombre está aprendiendo cómo pronunciar un discurso.

Myers se echó a reír.

—Ha llegado al punto en que ya casi me convence hasta a mí… Ya sabe, no le quiero en el Congreso. Lo quiero en la televisión, vendiendo mis ideas…, las suyas, quiero decir…

—Sus ideas, quiere decir —dijo Jansen fríamente—.
Él
no tiene ninguna.

—Eso no importa. Creo que estoy depositando demasiadas esperanzas en esto…

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