Cuentos completos (420 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
6.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo siento, Mortenson —le dije—, pero no debes tomártelo así. Si te paras a pensarlo, no es más que una mujer. Mira a la calle y verás pasar montones.

—A partir de ahora —dijo amargamente—, no habrá ninguna mujer en mi vida…, exepto mi esposa, claro, a la que de vez en cuando no puedo evitar. Es sólo que, por mi parte, me gustaría hacer algo por ella.

—¿Por tu mujer? —pregunté.

—No, no, ¿por qué iba a querer hacer algo por mi mujer? Estoy hablando de hacer algo por esa mujer que me ha abandonado tan cruelmente.

—¿Por ejemlo?

—No tengo ni idea —respondió.

—Quizá yo pueda ayudarte —dije, pues continuaba sintiéndome lleno de compasión hacia él—. Puedo hacer uso de un espíritu provisto de poderes extraordinarios. Un espíritu pequeño, desde luego— separé los dedos pulgar e índice menos de una pulgada para que se hiciera idea—, que sólo puede hacer pequeñas cosas.

Le hablé de Azazel, y, como es natural, me creyó. He observado con frecuencia que yo transmito convicción cuando cuento algo. Sin embargo, cuando lo haces tú, amigo mío, el ambiente de incredulidad que se forma en la estancia es tan espeso que se podría cortar con una sierra para metales. Conmigo, en cambio, es distinto. No hay nada como una reputación de probidad y un aire de honrada rectitud.

Le brillaban los ojos mientras se lo contaba. Preguntó si podría darle a la mujer algo que yo le pidiera.

—Si es presentable, amigo mío. Espero que no estés pensando en algo así como hacerla oler mal o que le salga un sapo por la boca cada vez que hable.

—Claro que no —replicó, indignado—, ¿Por quién me tomas? Ella me ha dado dos años de felicidad, a intervalos, y quiero corresponderle adecuadamente. ¿Dices que tu espíritu tiene sólo poderes limitados?

—Es muy pequeño— respondí, volviendo a señalar el tamaño con el índice y el pulgar.

—¿Podría darle una voz perfecta? Al menos, por algún tiempo. Aunque sólo sea durante una única representación.

—Se lo preguntaré. La sugerencia de Mortenson parecía perfectamente caballerosa. Su examante cantaba cantatas en la iglesia local, si es que esa era la denominación adecuada. En aquellos tiempos yo tenía muy buen oído para la música y a menudo asistía a estas cosas (teniendo buen cuidado de esquivar la bandeja de la colecta, claro). A mí me gustaba oírla cantar, y el auditorio parecía escucharla con bastante cortesía. Por aquel entonces yo pensaba que sus costumbres no armonizaban muy bien con el entorno, pero Mortenson decía que con las sopranos se hacían exepciones. Así, pues, consulté con Azazel. Se mostró completamente dispuesto a ayudar; nada de esas tonterías de pedir mi alma a cambio, ya sabes. Recuerdo que una vez le pregunté a Azazel si quería mi alma, y él ni siquiera sabía lo que era. Me preguntó a qué me refería, y resultó que yo tampoco sabía lo que era. Lo que ocurre es que es un tipo tan insignificante en su propio universo, que le proporciona una enorme sensación de éxito poder ejecutar su influencia en el nuestro. Le gusta ayudar. Dijo que podría conseguir tres horas, y cuando se lo comuniqué, a Mortenson le pareció perfecto. Elegimos una noche en que ella iba a cantar a Bach, Haendel o a uno de esos antiguos aporreadores de piano, e iba a interpretar un largo e impresionante solo.

Mortenson fue a la iglesia esa noche, y, naturalemente, yo también fui. Me sentía responsable de lo que iba a suceder, y pensaba que era mejor que supervisase la situación.

Mortenson dijo sombriamente:

—He asistido a los ensayos. Cantaba como siempre, ya sabes: como si tuviera rabo y alguien se lo estuviera pisando.

No era esa la forma que él solía usar para describir su voz. La música de las esferas, decía muchas veces, de ahí para arriba. Sin embargo, había sido abandonado, y éso, claro, modifica el sentido crítico de un hombre.

Le mire con severidad.

—Ésa no es la forma de hablar de una mujer a la que estás intentando conceder un gran don.

—Por eso precisamente. Quiero que su voz sea perfecta. Realmente perfecta. Y ahora veo, ahora que las nieblas del amor se han disipado de mis ojos, que tiene un largo camino que recorrer. ¿Tu crees que tu espíritu podrá arreglarlo?

—El cambio no esta previsto que empiece hasta las ocho y cuarto.

Me asaltó una punzante sospecha.

—¿No habrás estado esperando que se agote la perfección en el ensayo y luego decepcione al público?

—Te equivocas por completo —respondió.

La función comenzó con un ligero retraso, y cuando ella se levanto para cantar, ataviada con su vestido blanco, eran las ocho y catorce por mi viejo reloj de bolsillo, que nunca se desvía de la hora exacta en más de dos segundos. No era una soprano insignificante; estaba construida a generosa escala, dejando abundante espacio para la clase de resonancia que se necesita cuando se intenta llegar a las notas altas y sobreponerse a la orquesta. Siempre que inhalaba unos cuantos litros de aire con los que manejaba todo, yo me daba cuenta de qué era lo que Mortenson veía en ella, a pesar de las varias capas de materia textil.

Ella comenzó a su nivel habitual, y luego, exactamente a las ocho y cuarto, fue como si se le hubiera añadido otra voz. Vi como daba un ligero respingo, como si no creyera lo que oía, y una de sus manos, que tenía apoyada en el diafragma, pareció vibrar. Su voz se elevó. Era como si se hubiera convertido en un órgano de tono perfecto. Cada nota sonaba perfecta, una nota recién inventada en aquel mismo momento, al lado de la cual todas las demás notas del mismo tono y calidad no eran si no copias imperfectas. Cada nota sonaba limpiamente con el tremolo preciso, si es que ésa es la palabra adecuada, dilatándose o contrayéndose con enorme poder y control. Y con cada nota, iba mejorando. El organista no miraba la partitura, la miraba a ella y, no puedo jurarlo, pero creo que dejó de tocar. De todos modos, en caso de que tocara, yo no le habría oído. Mientras ella cantaba, era imposible oír nada. Tan sólo a ella. La expresión de sorpresa se había desvanecido de su cara, y en su lugar se dibujaba una expresión de exaltación. Había dejado a un lado la partitura; no la necesitaba. Su voz cantaba por si sola, y ella no necesitaba controlarla ni dirigirla. El director se hallaba rígido, y todos los demás miembros del coro parecían desconcertados.

Por fin terminó su solo y el coro sonó como una especie de susurro, como si todos se avergonzaran de sus voces y se sintieran turbados por hacerlas sonar en la misma iglesia y en la misma noche. El resto del programa se redujo por entero a ella. Cuando cantaba, éso era lo único que se oía, aunque estuvieran sonando todas las demás voces. Cuando callaba, era como si estuvieramos sentados en la oscuridad y no pudieramos soportar la ausencia de luz.

Y cuando terminó…, bueno, en la iglesia no se aplaude, pero en aquella ocasión lo hicieron. Todos los asistentes se pusieron en pie, como accionados por un mismo resorte, y aplaudieron y aplaudieron, y estaba claro que continuarían aplaudiendo toda la noche a menos que ella cantara de nuevo. Volvió a cantar; únicamente su voz, con el órgano susurrando vacilante en segundo témino; iluminada por el foco; sin nadie mas visible en el coro. Sin el menor esfuerzo. No puedes imaginar la naturalidad y la facilidad con que lo hacía. Yo traté de sustraer mis oídos al sonido para observar su respiracion, para sorprenderla cogiendo aire, para maravillarme de cuanto tiempo podía sostenerse una nota a todo volumen con sólo un par de pulmones para suministrar el aire.

No obstante, aquéllo tenía que terminar y terminó. Incluso los aplausos se acallaron. Sólo entonces me di cuenta de que Mortenson había permanecido sentado junto a mí, con los ojos brillantes y absorto todo su ser en el canto. Sólo entonces empecé a comprender lo que había sucedido. Al fin y al cabo, yo soy tan recto como una línea euclidiana y no hay ninguna tortuosidad en mí, y por eso no se podía esperar que me diera cuenta de lo que el perseguía. Por el contrario, tú, que eres tan retorcido que podrías subir una escalera de caracol sin dar ninguna vuelta, puedes comprender al instante cual era su proposito. Ella había cantado perfectamente…, pero no volvería a hacerlo nunca más. Era como si fuese ciega de nacimiento y durante tan sólo tres horas le fuera permitido ver, ver todos los colores, formas y maravillas que nos rodean, y a la que no prestamos atención por lo acostumbrados que estamos a ello. !Supón que pudieras verlo todo en la plenitud de su esplendor…, y luego volvieras a ser ciego! Podrías soportar tu ceguera si no conocieses nada más. Pero ¿conocer alguna otra cosa por breve tiempo y luego volver a la ceguera? nadie podría resistirlo.

Esa mujer no ha vuelto a cantar jamás, naturalmente. No obstante, eso únicamente es parte del asunto. La verdadera tragedia fue para nosotros, para los que componíamos el auditorio. Durante tres horas tuvimos música perfecta, perfecta. ¿Crees que podríamos soportar el escuchar algo que no fuese eso?

Desde entonces he sido absolutamente incapaz de apreciar la música. Recientemene fui a uno de esos festivales de rock que tan populares son hoy día, sólo para ponerme a prueba. No lo creerás, pero no pude distinguir una melodía. Para mí, todo era ruido.

Mi único consuelo es que Mortenson, que escuchó con suma avidez y con extraordinaria concentración, ha sufrido efectos mas graves que ninguno de los demás asistentes. Permanentemente lleva tapones en los oídos. No puede soportar ningun sonido mas fuerte que un susurro.

¡Le esta bien empleado!

La sonrisa que pierde (1982)

“The Smile That Loses”

Recientemente le dije a mi amigo George, por encima de una cerveza (su cerveza; yo estaba bebiendo un ginger ale):

—¿Cómo está tu miniatura estos días?

George afirma que posee un demonio de dos centímetros de altura que se pone a su disposición con sólo llamarle. Nunca he podido conseguir que admita que miente. Ni nadie más lo ha conseguido tampoco.

Me miró ominosamente, luego dijo:

—Oh, sí, tú eres el que conoce su existencia. Supongo que no se lo habrás dicho a nadie.

—Ni una palabra —le aseguré—. Ya es suficiente con que yo piense que estás loco. No necesito a nadie que piense lo mismo que yo.

(Además, sabía que les había hablado del demonio al menos a media docena de personas más, por lo que no había ninguna necesidad de que fuera discreto.)

—No querría —dijo George— tu desagradable incapacidad de creer en nada que no puedas comprender…, y hay tantas cosas que no comprendes…, ni por el valor de una libra de plutonio. Y lo que quedaría de ti, si mi demonio llegara a saber alguna vez que lo has llamado miniatura, no valdría ni lo que un átomo de plutonio.

—¿Has conseguido averiguar su auténtico nombre? —pregunté, sin inmutarme por su terrible advertencia.

—¡Imposible! Es impronunciable por unos labios terrenales. La traducción es, si he llegado a comprenderla, algo así como «Yo soy el Rey de Reyes; escuchen mis palabras, oh poderosos, y desespérense». Es una mentira, por supuesto —dijo George, mirando hoscamente su cerveza—. En su mundo es algo insignificante. Por eso se muestra tan cooperativo aquí. En nuestro mundo, con nuestra primitiva tecnología, puede farolear.

—¿Se ha mostrado últimamente?

—De hecho, sí —afirmó George, lanzando un enorme suspiro y alzando sus tristes ojos azules hasta los míos.

Su hirsuto bigote blanco apenas se agitó bajo el tifón de su exhalación.

Todo empezó con Rosie O’Donnell (dijo George), una amiga de una sobrina mía, muy atractiva por cierto.

Tenía unos ojos azules casi tan brillantes como los míos; pelo castaño, largo y lustroso; una deliciosa nariz respingona, salpicada de pecas a la manera aceptada por todos los escritores de novelas románticas; un fino cuello; una esbelta figura, que no era ni opulenta ni desproporcionada en ningún sentido, sino que era una promesa de deliciosos éxtasis.

Por supuesto, todo el interés que despertaba en mí era puramente intelectual, puesto que yo hacía años ya que había alcanzado la edad de la discreción, y ahora me comprometo con las consecuencias de un afecto físico únicamente cuando las mujeres insisten en ello, lo cual, gracias sean dadas a los hados, no va más allá de un ocasional fin de semana o algo así.

Además de todo eso, Rosie se había casado recientemente —y, por alguna razón, adoraba a su marido del modo más exasperante— con un fornido irlandés que jamás ha intentado ocultar el hecho que él es una persona muy musculosa y, posiblemente, de mal temperamento. Aunque yo no tenía la menor duda que yo hubiera sabido manejarle como correspondía en mis días jóvenes, la triste realidad era que ya no me encontraba en mis días jóvenes…, por muy escaso margen.

Así pues, acepté con cierta reluctancia la tendencia de Rosie a confundirme con una amistad íntima de su propio sexo y su propia edad, y hacerme objeto de sus confidencias juveniles.

No es que la culpe por ello, compréndelo. Mi dignidad natural, y el hecho que inevitablemente recuerde a la gente a uno o más de entre los más nobles emperadores romanos por mi apariencia, atrae automáticamente a las jóvenes más hermosas. Sin embargo, nunca consentí que aquello fuera demasiado lejos. Siempre me aseguré que hubiera el espacio suficiente entre Rosie y yo, porque no deseaba que las habladurías y los comentarios retorcidos pudieran llegar al a todas luces fornido, y posiblemente irascible, Kevin O’Donnell.

—Oh, George —dijo Rosie un día, palmeando alegremente con sus diminutas manos—, no tienes ni idea de lo encantador que es mi Kevin, y de lo feliz que me hace. ¿Sabes lo que hace?

—No estoy seguro —empecé cautelosamente, esperando por supuesto confidencias de naturaleza indelicada— que debas…

Ella no me prestó la menor atención.

—Tiene una forma de fruncir la nariz y pestañear y sonreír ampliamente, que hace que todo el mundo a su alrededor se sienta tan feliz. Es como si todo el mundo se viera bañado por la dorada luz del sol. Oh, si tuviera una foto de él así. He intentado tomar una, pero nunca consigo captar el momento.

—¿Por qué no te conformas con el modelo auténtico, querida? —pregunté.

—¡Oh, bueno! —Dudó, luego dijo, enrojeciendo de la forma más encantadora—: No siempre es así, ya sabes. Tiene un trabajo muy difícil en el aeropuerto, y a veces llega a casa completamente agotado, y entonces se vuelve un poco susceptible, y me frunce el ceño a la más mínima. Si tuviera una fotografía suya de tal como es realmente, sería un consuelo tan grande para mí…, un consuelo tan grande…

Other books

A Scrying Shame by Donna White Glaser
From The Wreckage by Michele G Miller
Dinosaur Summer by Greg Bear
Break in Case of Emergency by Jessica Winter
Sheikh's Command by Sophia Lynn
Un ángel impuro by Henning Mankell
The Perfect Crime by Roger Forsdyke
What is Mine by Anne Holt
The Law of Loving Others by Kate Axelrod