Cuentos completos (485 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Postfacio

Este relato apareció en el número de setiembre de 1974 del
Ellery Queen's Mystery Magazine
, con el título “Todo depende de cómo se lo mire”, Una vez más prefiero el título más breve, así que le devuelvo el mío: “Los tres números”.

A veces me preguntan de dónde saco las ideas, en realidad me lo preguntan con frecuencia. No hay ningún gran secreto. Las saco de todo lo que experimento, y usted también puede hacerlo, si desea trabajar en ello.

Por ejemplo sé que tengo un posible relato de los Viudos Negros cuando puedo pensar en algo que puede considerarse de dos o más maneras, con sólo Henry considerándolo en la manera correcta.

Así que una vez, sentado ante mi máquina de escribir, deseé tener una idea para un relato del club de los Viudos Negros (porque tenía ganas de escribir eso más que la tarea que debía enfrentar en el día). Decidí mirar la máquina de escribir y ver si había alguna ambigüedad útil que pudiese extraer del teclado. Después de pensarlo un poco, extraje una y tuve mi relato.

¡Nada mejor que el asesinato! (1974)

“Nothing Like Murder”

Emmanuel Rubin se veía decididamente ojeroso cuando llegó al banquete mensual del club de los Viudos Negros. Mientras que por lo común daba la nítida impresión de ser treinta centímetros más alto del metro sesenta que le asignarían las mentes literales, esta vez parecía encogido a sus límites naturales. Los gruesos anteojos parecían aumentar menos, y hasta la barba, bastante rala en el mejor de los casos, se desparramaba flácida.

—Pareces tener tu edad —dijo el refulgente Mario Gonzalo—. ¿Qué pasa?

—Y tú pareces un D'Artagnan emperifollado —dijo Rubin con notable falta de ingenio.

—Todos los latinos somos apuestos —dijo Gonzalo—. Pero en serio, ¿qué pasa?

—Estoy atrasado en seis horas de sueño —dijo Rubin con rencor—. Un plazo de entrega me sorprendió distraído. En realidad el plazo venció hace dos días.

—¿Terminaste?

—Apenas. La entregaré mañana.

—¿Quién es el asesino esta vez, Manny?

—Maldición, tendrás que comprar el libro y enterarte —se hundió en un sillón y dijo—: ¡Henry! —con un prolongado gesto del pulgar y el índice.

Henry, el mozo perenne de los banquetes del club le sirvió de inmediato una copa y Rubin no dijo nada hasta que la cuarta parte del contenido pasó a su esófago. Después dijo:

—¿Dónde están todos? —Era como si advirtiera por primera vez que Gonzalo y él eran los únicos presentes.

—Llegamos temprano —dijo Gonzalo, encogiéndose de hombros.

—Juro que no creí que llegaría a cumplir. Ustedes los artistas no tienen plazos fijos de entrega, ¿verdad?

—Me gustaría que la demanda fuera suficiente como para hacer necesarios los plazos de entrega —dijo Gonzalo, torvo—. A veces nos apuran, pero podemos contar con más independencia que ustedes, los que trabajan con las palabras. No es algo que se pueda fabricar con una máquina de escribir.

—Escucha —empezó Rubin, después lo pensó mejor y dijo—: Lo dejaré para la próxima. Hazme recordar que te hable de tus garabatos en lápiz.

Gonzalo rió.

—Manny, ¿por qué no escribes un best-seller y terminas con el asunto? Si sólo vas a escribir novelas policiales para un público limitado, nunca llegarás a rico.

—¿Crees que no puedo escribir un best-seller? —Rubin alzó la barbilla—. Puedo hacerlo cuando quiera. Lo he analizado. Para escribir un best-seller tienes que apuntar a uno de los únicos dos mercados lo bastante grandes como para sostenerlo. O el ama de casa o el estudiante universitario. El sexo y el escándalo atraen al alma de casa; lo seudo-intelectual a los chicos de la universidad. Podría hacer cualquiera de las dos cosas si quisiera pero no estoy interesado en el sexo y el escándalo y no quiero tomarme el trabajo de rebajar mi intelecto para convertirlo en seudo-intelecto.

—Inténtalo, Manny, inténtalo. Subestimas la medida total de la incapacidad de tu intelecto. Además —agregó Gonzalo con rapidez para detener una respuesta violenta—, no vas a decirme que sólo lo seudo intelectual atrae a los estudiantes universitarios.

—¡Seguro! —dijo Rubin indignado—. ¿Sabes que es lo que marcha bien con la turba universitaria? Recuerdos del futuro, que es una insensatez lisa y llana. La llamaría ciencia ficción salvo que no es tan buena. O El reverdecer de América, que fue un libro de moda: un mes lo leían todos porque estaba en onda, al mes siguiente ya estaba quemado.

—¿Qué me dices de los libros de Vonnegut? ¿Qué me dices de El Shock del futuro? Oí decir que te gustó El shock del futuro.

—Más o menos —dijo Rubin. Cerró loS ojos y bebió otro sorbo.

—Ni siquiera Henry te toma en serio —dijo Gonzalo—. Mira cómo sonríe.

Henry estaba poniendo la mesa.

—No es más que una sonrisa de placer, señor Gonzalo —dijo, y en verdad su rostro liso y sesentón irradiaba justamente esa emoción—. El señor Rubin me ha recomendado una cantidad de libros que habían sido favoritos en las universidades y por lo general los he leído con placer. Sospecho que le gustan más libros de los que quiere admitir.

Rubin pasó por alto la observación de Henry y dirigió los ojos cansados hacia Gonzalo.

—¿Además, qué quieres decir con “ni siquiera Henry”? Lee muchos más libros que tú.

—Puede ser, pero no lee tus libros.

—¡Henry! —exclamó.

—He comprado y leído varias novelas policiales del señor Rubin —dijo Henry.

—¿Y qué piensas de ellas? —dijo Gonzalo—. Di la verdad. Te protegeré.

—Me gustan. Son muy buenas en su género. Por supuesto, carezco de un sentido de lo dramático, y una vez que se descarta lo dramático, es posible ver la solución… cuando el autor lo permite.

En ese momento empezaron a llegar los demás y Henry se encargó de las bebidas.

Había pasado largo tiempo desde que el club contara con un invitado extranjero y Drake que era el anfitrión, se regodeaba en la gloria del hecho y sonreía con serenidad a través del humo enroscado de su eterno cigarrillo. Además, el invitado era ruso, un auténtico ruso de la Unión Soviética, y Geoffrey Avalon, que había estudiado ruso durante la Segunda Guerra Mundial, tenía oportunidad de emplear lo que podía recordar.

Avalon, alto y con un modo de hablar severo y de parejo énfasis sílaba-por-sílaba, sonaba hasta tal punto como un abogado que parecía dirigirse a un jurado soviético. El ruso, que se llamaba Grigori Deryashkin, parecía complacido y contestó con frases lentas, nítidas, hasta que a Avalon se le acabó la cuerda.

Deryashkin era un hombre fornido de holgado traje gris, camisa blanca y corbata oscura. Tenía rasgos romos, dientes grandes, sonrisa fácil y un inglés que consistía en un vocabulario adecuado, una gramática imprecisa y un acento marcado pero para nada desagradable.

—¿De dónde lo sacaste? —le preguntó Thomas Trumbull a Drake en voz baja mientras Deryashkin se apartaba un momento de Avalon para recibir un generoso vodka on the rocks de manos de Henry.

—Es un escritor científico —dijo Drake—. Fue a visitar el laboratorio para obtener detalles sobre nuestro trabajo en insecticidas hormonales. Nos pusimos a hablar y se me ocurrió que podía disfrutar de una amable velada con algunos cerdos capitalistas.

Deryashkin disfrutó de la comida sin duda alguna. Comió con enorme placer y Henry, captando el espíritu de la camaradería internacional —o quizás para sacar a relucir el costado más generoso de Norteamérica— como al pasar, y con la suave cualidad de imperceptible que era su característica profesional, le sirvió repetición de todos los platos.

Roger Halsted observaba el proceso con ansiedad pero no dijo nada. Por lo común el club desaprobaba la repetición de un plato en los banquetes, con la teoría de que un estómago cargado como el de un cerdo disminuía la brillantez en la conversación de sobremesa y Halsted, que enseñaba matemáticas en un colegio secundario y que en consecuencia sentía a menudo la necesidad de sustento rico en calorías, tenía una clara opinión en contra.

—¿De qué zona de la Unión Soviética proviene usted, señor Deryashkin? —preguntó Trumbull.

—De Tula, noventa kilómetros al sur de Moscú. ¿Oyeron hablar de Tula?

Hubo un momento de silencio y después Avalon digo con autoridad:

—Creo que desempeñó un papel en la guerra contra Hitler.

—Sí, sí —Deryashkin parecía gratificado—. A fines del otoño de 1941 el ataque a Moscú tendió garras hacia el norte y el sur. Las fuerzas alemanas de avanzada llegaron a Tula. En el frío y la nieve los páramos; no tomaron Tula. Nunca tomaron Tula. Llamamos a la guardia de casa: muchachos, ancianos. Yo tenía dieciséis años y llevaba un rifle hecho en nuestra propia fábrica. También hacemos los mejores samovares de Rusia; Tula se destaca en la guerra y en la paz. Más tarde en la guerra, estuve en la artillería. Llegué a Leipzig, pero no a Berlín. Éramos amigos entonces, la Unión Soviética y América. Que sigamos siendo amigos —y alzó la copa.

Hubo un murmullo de acuerdo y el buen humor de Deryashkin fue fortalecido aún más por el postre.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando con el tenedor, después del primer bocado.

—Pastel de pacana —dijo Drake.

—Muy bueno. Muy sustancioso.

Henry tuvo una segunda porción de pastel para Deryashkin sobre la mesa casi en cuanto hubo devorado el primero, y después, al advertir cómo los ojos de Halsted seguían la trayectoria de la porción, colocó con serenidad un segundo trozo similar también ante él. Halsted miró a su alrededor, descubrió que lo ignoraban estudiadamente, y atacó el pastel con alegría.

Trumbull se inclinó hacia Drake y susurró:

—¿Conoce tu invitado el sistema de interrogatorio?

—Traté de explicárselo —susurró Drake—, pero no estoy seguro de que lo entendiera. En todo caso no abramos el fuego con la pregunta usual acerca de cómo justifica su existencia. Podría considerarla como una observación anti-soviética.

El rostro tostado de Trumbull se crispó en una mueca silenciosa. Después dijo:

—Bueno, te lo dejo a ti. Empecemos.

Henry estaba llenando sin inmutarse las copitas de brandy cuando Drake tosió, apagó el cigarrillo en un cenicero, y dio unos golpecitos con el tenedor sobre su vaso de agua.

—Es hora —dijo—, de encargarnos de nuestro invitado extranjero, y sugiero que sea Manny, que ha mantenido un silencio sospechoso a lo largo de la comida, quien emprenda el…

Deryashkin se había echado hacia atrás en la silla, con el saco desabotonado, la corbata floja. Dijo:

—Ahora hemos llegado a la conversación, y sugiero, con permiso de la compañía, que hablemos de vuestra gran ciudad de Nueva York. Hace dos semanas que estoy aquí ya, y diré que es una ciudad de los condenados.

Sonrió en el vacío que la observación había creado y movió la cabeza asintiendo con jovialidad.

—Una ciudad de los condenados —dijo una vez más.

—Supongo que habla de Wall Street… —dijo Trumbull—. Ese nido de chupasangres imperialis… (Drake le pateó la espinilla).

Pero Deryashkin sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

—¿Wall Street? No estuve allí y no es de interés. Si se tiene en cuenta el estado del dólar, dudo que Wall Street sea muy poderoso en estos días. Además, somos amigos y no deseo pronunciar frases tales como chupasangres imperialistas. Eso forma parte de los clisés periodísticos como “sucia rata comunista” ¿No es así?

—Está bien —dijo Rubin—. No usemos palabras feas. Sólo usemos palabras lindas como ciudad de los condenados. ¿Por qué Nueva York es una ciudad de los condenados?

—¡Es una ciudad de terror! Tienen crímenes en todas partes, Viven en el temor. No caminan por las calles. Los parques están vacíos donde sólo se pasean rufianes y pillos. Ustedes se protegen detrás de puertas cerradas con llave.

—Supongo que Nueva York —dijo Avalon— comparte los problemas que acosan a todas las ciudades grandes y superpobladas hoy en día, incluso, estoy seguro, las grandes ciudades de la Unión Soviética. Sin embargo, esos problemas no son tan malos como los pintan.

Deryashkin alzó los dos brazos.

—No me malinterpreten. Ustedes son mis excelentes anfitriones y no tengo deseos de ofender. Reconozco que la condición está muy difundida, pero en una ciudad como Nueva York, vistosa en muchos aspectos, muy avanzada y próspera en muchos sitios, parece equivocado, irónico, que deba haber tanto miedo. ¡Asesinatos que se planean abiertamente en las calles! ¡Una verdadera guerra de un fragmento de la población contra otro!

Rubín interrumpió con la barba erizada combativamente por primera vez en la noche.

—No quiero ofender más que usted, camarada, pero creo que cree en exceso en su propia propaganda. Hay crímenes, sí, pero en su mayor parte la ciudad es pacífica y cómoda. ¿Lo han asaltado a usted, señor? ¿Lo han atacado a usted en algún sentido?

Deryashkin sacudió la cabeza.

—Hasta ahora, no. Seré honesto. Hasta ahora me han tratado con la mayor cortesía posible; aquí, en particular. Les agradezco. La mayor parte del tiempo, sin embargo, he estado en zonas opulentas. No he estado donde se presentan los problemas.

—Entonces ¿cómo sabe que hay problemas salvo por lo que leyó o escuchó en medios hostiles? —dijo Rubin.

—Ah —dijo Deryashkin—, pero me aventuré en un parque… cerca del río. Allí oí planear un asesinato. No es algo que leí en un diario o que me contó algún enemigo o malintencionado hacia vuestro país. Es la verdad. Lo oí.

Rubin, cuyos anteojos parecían concentrar la furia de sus ojos en una mirada incandescente, señaló con un dedo un poco tembloroso y dijo:

—Escuche…

Pero Avalon se había puesto en pie, y desde su altura de más de un metro ochenta, dominó la mesa sin inconvenientes.

—Caballeros —dijo con su imponente voz de barítono—, detengámonos aquí. Quiero hacer una sugerencia. Nuestro invitado, Tovarich Deryashkin, parece creer que escuchó planear un asesinato abiertamente en la calle. Confieso que no entiendo qué quiere decir con eso, pero sugeriría que lo invitemos a que nos cuente en detalle lo que oyó y en qué circunstancias. Después de todo, podría tener razón y podría tratarse de un relato interesante.

Drake asintió con un vigoroso movimiento de cabeza.

—Me hago cargo del privilegio de anfitrión y dispongo que el señor Deryashkin nos cuente la historia del plan de asesinato desde el principio y que tú, Manny, permitas que la cuente.

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