Cuentos completos (98 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—No de la forma en que conectó usted el motor, experto —dije— Cualquiera de los circuitos puede pasar por encima de los demás.

Me miró con una desgarrante ira, y un gruñido brotó de lo más profundo de su garganta. Su pelo estaba pegado a su frente. Alzó el puño.

—Éste es el último consejo que va a ser capaz de dar, viejo chiflado.

Y supe que la pistola de agujas estaba a punto de ser disparada.

Apreté la espalda contra la portezuela del bus mientras observaba alzarse el puño, y entonces la portezuela se abrió y caí hacia atrás fuera del vehículo y golpeé el suelo con un sordo resonar. Oí la puerta cerrarse de nuevo con un chasquido.

Me puse de rodillas y alcé la vista a tiempo para ver a Gellhorn luchar fútilmente contra la ventanilla que se estaba cerrando, luego apuntar rápidamente su pistola de puño hacia el cristal. Nunca llegó a disparar. El bus se puso en marcha con un tremendo rugir y Gellhorn se vio lanzado hacia atrás.

Sally ya no estaba bloqueando el camino, y observé las luces traseras del bus alejarse por la carretera hasta perderse de vista.

Me sentía agotado. Me senté allí, en medio de la carretera, y apoyé la cabeza sobre mis brazos cruzados, intentando recuperar el aliento.

Oí un coche detenerse suavemente a mi lado. Cuando alcé la vista, comprobé que era Sally. Lentamente —cariñosamente, me atrevería a decir—, su puerta delantera se abrió.

Nadie había conducido a Sally desde hacía cinco años —excepto Gellhorn, por supuesto—, y yo sabía lo valiosa que era para un coche esta libertad. Aprecié el gesto, pero dije:

—Gracias, Sally, tomaré uno de los coches más nuevos…

Me puse en pie y me di la vuelta, pero diestramente, casi haciendo una pirueta, ella se colocó de nuevo ante mí. No podía herir sus sentimientos. Subí. Su asiento delantero tenía el delicado y suave aroma de un automatóvil que se mantiene siempre inmaculadamente limpio. Me dejé caer en él, agradecido, y con una suave, silenciosa y rápida eficiencia, mis chicos y chicas me condujeron a casa.

La señora Hester me trajo una copia de la comunicación radiofónica al día siguiente por la mañana, presa de gran excitación.

—Se trata del señor Gellhorn —dijo—. El hombre que vino a verle.

Temí su respuesta.

—¿Qué ocurre con él?

—Lo encontraron muerto —dijo—. Imagine. Simplemente muerto, tendido en una zanja.

—Puede que se tratara de algún desconocido —murmuré.

—Raymond J. Gellhorn —dijo secamente—. No puede haber dos, ¿verdad? La descripción concuerda también. ¡Señor, vaya forma de morir! Encontraron huellas de neumáticos en sus brazos y cuerpo. ¡Imagine! Me alegra que comprobaran que había sido un bus; de otro modo igual hubieran venido a fisgonear por aquí.

—¿Ocurrió cerca de aquí? —pregunté ansiosamente.

—No… Cerca de Cooksville. Pero Dios mío, léalo usted mismo ¿Qué le ha ocurrido a Giuseppe?

Di la bienvenida a aquella diversión. Giuseppe aguardaba pacientemente a que yo terminara el trabajo de reparación de su pintura. Su parabrisas ya había sido reemplazado.

Después de que ella se fuera, tomé la trascripción. No había ninguna duda al respecto. El doctor había informado que la víctima había corrido mucho y estaba en un estado de agotamiento total. Me pregunté durante cuántos kilómetros habría estado jugando con él el bus antes de la embestida final. La trascripción no mencionaba nada de eso, por supuesto.

Habían localizado al bus, y habían identificado las huellas de los neumáticos. La policía lo había retenido y estaba intentando averiguar quién era su propietario.

Había un editorial al respecto en la trascripción. Se trataba del primer accidente de tráfico con víctimas en el estado aquel año, y el editorial advertía seriamente en contra de conducir manualmente después del anochecer.

No había ninguna mención de los tres compinches de Gellhorn, y al menos me sentí agradecido por ello. Ninguno de nuestros coches se había visto seducido por el placer de la caza a muerte.

Aquello era todo. Dejé caer el papel. Gellhorn había sido un criminal. La forma en que había tratado al bus había sido brutal. No dudaba en absoluto de que merecía la muerte. Pero me sentía un poco intranquilo por la forma en que había ocurrido todo.

Ahora ha pasado un mes, y no puedo apartar nada de aquello de mi mente.

Mis coches hablan entre sí. Ya no tengo ninguna duda al respecto. Es como si hubieran adquirido confianza; como si ya no les importara seguir manteniendo el secreto. Sus motores tartajean y resuenan constantemente.

Y no sólo hablan entre ellos. Hablan con los coches y buses que vienen a la Granja por asuntos de negocios. ¿Durante cuánto tiempo llevan haciendo eso?

Y son comprendidos también. El bus de Gellhorn los comprendió, pese a que no llevaba allí más de una hora. Puedo cerrar los ojos y revivir aquella carrera, con nuestros coches flanqueando al bus por ambos lados, haciendo resonar sus motores hasta que él comprendió, se detuvo, me dejó salir, y se marchó con Gellhorn.

¿Le dijeron mis coches que matara a Gellhorn? ¿O fue idea suya?

¿Pueden los coches tener ese tipo de ideas? Los diseñadores motores dicen que no. Pero ellos se refieren a condiciones normales. ¿Lo han previsto todo?

Hay coches que son maltratados, todos lo sabemos.

Algunos de ellos entran en la Granja y observan. Les cuentan cosas. Descubren que existen coches cuyos motores nunca son parados, que no son conducidos por nadie, cuyas necesidades son constantemente satisfechas.

Luego quizá salgan y se lo cuenten a otros. Tal vez la noticia se esté difundiendo rápidamente. Quizás estén empezando a pensar que la forma en que son tratados en la Granja es como deberían ser tratados en todo el mundo. No comprenden. Uno no puede esperar que comprendan acerca de legados y de los caprichos de los hombres ricos.

Hay millones de automatóviles en la Tierra, decenas de millones. Si se enraíza en ellos el pensamiento de que son esclavos, que deberían hacer algo al respecto… Si empiezan a pensar de la forma en que lo hizo el bus de Gellhorn

Quizá nada de esto suceda en mi tiempo. Y luego, aunque ocurra, deberán conservar pese a todo a algunos de nosotros que cuidemos de ellos, ¿no creen? No pueden matarnos a todos.

O quizá sí. Es posible que no comprendan la necesidad de la existencia de alguien que cuide de ellos. Quizá no vayan a esperar.

Cada mañana me despierto, y pienso: Quizá hoy…

Ya no obtengo tanto placer de mis coches como antes. Últimamente, me doy cuenta de que empiezo incluso a rehuir a Sally.

Moscas (1953)

“Flies”

—Moscas —dijo Kendell Casey, cansado. Movió el brazo. La mosca dio la vuelta, regresó y se anidó en el cuello de la camisa de Casey.

Desde algún sitio por allí sonaba el zumbido de una segunda mosca.

El Dr. John Polen escondió un ligero estremecimiento de su barbilla moviendo el cigarrillo hacia los labios con premura.

—No esperaba encontrarte, Casey —dijo—. O a ti, Winthrop. ¿O debiera decirte Reverendo Winthrop?

—¿Debería decirte Profesor Polen? —dijo Winthrop, utilizando cuidadosamente el tono amistoso apropiado.

Cada uno de ellos estaba tratando de acurrucarse en la cáscara desechada de veinte años atrás. Retorciéndose y amontonándose, sin ajustar.

“Maldita sea, pensó Polen malhumorado, ¿por qué la gente asiste a las reuniones de colegio?”

Los ojos azules de Casey aún estaban llenos de enojo injustificado del estudiante de secundaria que descubriera el intelecto, la frustración y las etiquetas de la filosofía cínica, todo a la vez.

¡Casey! ¡El universitario más amargado del campus!

No lo había superado. Veinte años después era Casey, ¡el ex-universitario más amargado del campus! Polen lo podía observar en sus dedos que se movían sin sentido y en la postura de su cuerpo enjuto.

¿Y con Winthrop? Bueno, veinte años más viejo, más fofo, más redondo. La piel más roja, los ojos más suaves. Aún lejos de la tranquila certidumbre que nunca encontraría. Todo estaba en la pronta sonrisa que nunca abandonaba completamente, como si temiera que no hubiese otra cosa con qué reemplazarla, y que su ausencia convertiría su cara en una suave masa de carne sin forma.

Polen estaba cansado de leer el latido nervioso de un músculo; cansado de tomar el lugar de sus máquinas; cansado de todo lo que ellas le decían.

¿Podían ellas leerlo como él las leía? ¿Podría la pequeña inquietud de sus propios ojos proclamar el hecho de que estaba hastiado con el disgusto que se había engendrado entre ellos?

“Maldita sea, pensó Polen, ¿por qué no me mantuve fuera?”

Estaban allí, los tres, esperando a que el otro dijese algo, pescando lo que pudiera cruzarse por allí y traerlo, temblorosamente, al presente.

Polen lo intentó; dijo:

—¿Aún trabajas en química, Casey?

—Por mi cuenta, sí —dijo Casey, en tono brusco—. Yo no soy un científico como tú. Hago investigaciones de insecticidas para E. J. Link en Chatham.

—¿De veras? —dijo Winthrop—. Dijiste que trabajarías en insecticidas. ¿Lo recuerdas, Polen? Y a pesar de ello, ¿se atreven las moscas contigo, Casey?

—No puedo deshacerme de ellas —dijo Casey—. Soy el mejor en la materia en los laboratorios. Ninguno de los compuestos desarrollados las aleja cuando ando por allí. Alguien dijo que es por mi olor. Las atraigo.

Polen recordó quién lo había dicho.

—O si no… —dijo Winthrop.

Polen sintió que llegaba y se puso tenso.

—O si no —dijo Winthrop—, es la maldición, ya sabes. —Amplió su sonrisa para mostrar que estaba bromeando, que había olvidado viejos rencores.

“Maldita sea, pensó Polen, ni siquiera cambiaron las palabras.” Y el pasado regresó.

—Moscas —dijo Casey, moviendo su brazo y manoteando—. ¿Han visto esto? ¿Por qué no se apoyan sobre ustedes dos?

Johnny Polen se rió de él. Reía frecuentemente en aquel entonces.

—Es algo del olor de tu cuerpo, Casey. Podrías ser un milagro para la ciencia. Encuentras la naturaleza química del olor, lo concentras, lo mezclas con DDT, y tendrás el mejor insecticida del mundo.

—Una situación graciosa. ¿A qué huelo? ¿A mosca hembra en celo? Es una vergüenza que se pongan sobre mí cuando el maldito mundo es una maldita parva de estiércol.

Winthrop frunció el ceño y dijo, con un leve tono retórico:

—La belleza no es lo único, Casey, en el ojo del observador.

Casey no se dignó a responderle. Dijo a Polen:

—¿Sabes qué me dijo Winthrop ayer? Dijo que esas malditas moscas eran la maldición de Belzebú.

—Estaba bromeando —dijo Winthrop.

—¿Por qué Belzebú? —preguntó Polen.

—Es un juego de palabras —dijo Winthrop—. Los antiguos hebreos lo utilizaban como palabra de escarnio para dioses ajenos. Viene de Ba’al, que quiere decir señor y zevuv, que quiere decir mosca. El señor de las moscas.

—Vamos, Winthrop —dijo Casey—, no me digas que no crees en Belzebú.

—Creo en la existencia del mal —dijo Winthrop, con frialdad.

—Quiero decir Belzebú. Vivo. Cuernos. Pezuñas. Una especie de competencia entre dioses.

—No completamente —respondió Winthrop más frío aún—. El mal es una cuestión de corto alcance. Al final, perderá…

Polen cambió el tema abruptamente. Dijo:

—Hablando de todo un poco, haré trabajo de graduado para Venner. Estuve con él antes de ayer y me tomará.

—¡No! eso es maravilloso. —Winthrop se entusiasmó y se colgó del cambio de tema instantáneamente. Estiró su mano para estrechar la de Polen. Disfrutaba siempre, a conciencia, de la buena fortuna de los demás. Casey lo notó con frecuencia. Dijo:

—¿Cibernéticos Venner? Bueno, si te lo aguantas, supongo que él te aguantará.

—¿Qué pensó de tu idea? —prosiguió Winthrop—. ¿Le contaste tu idea?

—¿Qué idea? —preguntó Casey.

Polen había evitado contarle tanto a Casey. Pero ahora, Venner lo había considerado y lo pasó con un cálido “¡Interesante!” ¿Cómo podría la sonrisa seca de Casey hacer daño ahora?

—No es gran cosa —dijo Polen—. Esencialmente, es acerca de que la emoción es la razón común de la vida, más que la razón o el intelecto. Probablemente sea una perogrullada. No puedes decir lo que piensa un bebé, o siquiera si piensa, pero es perfectamente obvio que puede enojarse, asustarse o estar contento, aunque tenga una semana de vida. ¿Lo ves?

»Lo mismo con los animales. Puedes decir en un segundo si un perro está feliz o si un gato está atemorizado. El punto es que sus emociones son las mismas que las que tendríamos bajo las mismas circunstancias.

—¿Entonces? —preguntó Casey—. ¿A dónde te lleva eso?

—Todavía no lo sé. Ahora, todo lo que puedo decir es que las emociones son universales. Ahora, supón que podemos analizar apropiadamente todas las acciones humanas y de algunos animales domésticos y compararlas con la emoción visible. Podríamos encontrar una relación muy fuerte. La emoción A podría siempre implicar la acción B. entonces podríamos aplicarlo a animales cuyas emociones no podemos conocer con los sentidos. Como las serpientes, o las langostas.

—O las moscas —dijo Casey, mientras cacheteaba otra de ellas y quitaba los restos de su puño, con furia triunfal.

Prosiguió.

—Continúa, Johnny. Yo voy a contribuir con las moscas y tú las estudiarás. Estableceremos la ciencia de la moscología y un laboratorio para hacerlas felices quitándoles sus neurosis. Después de todo, queremos el mayor bien para la mayoría más amplia, ¿verdad? ¿Hay más moscas que hombres?

—Oh, basta —dijo Polen.

—Dime, Polen —preguntó Casey—. ¿Has profundizado esa extraña idea tuya? Quiero decir, sabemos que brillas luz cibernética, pero no he podido leer nada sobre esto. Con tantas maneras de perder el tiempo, algo tiene que haberse descuidado, ya sabes.

—¿Qué idea? —preguntó Polen, rígidamente.

—Vamos. Tú sabes. Emociones de animales y toda esa sarta de morisquetas. Muchacho, aquellos eran los días. Solía conocer gente loca. Ahora solamente me cruzo con idiotas.

—Es cierto, Polen —dijo Winthrop—. Lo recuerdo muy bien. En el primer año de escuela estabas trabajando con perros y conejos. Creo que incluso intentaste algo con las moscas de Casey.

—Se convirtió en nada —dijo Polen—. Aún así, me dio la base de nuevos principios en computación, de modo que no fue pérdida total.

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