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Authors: Mario Benedetti

Cuentos completos (25 page)

BOOK: Cuentos completos
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Ahora Farías pudo decidirse. No. No se sentía feliz. Sólo provinciano. Experimentó, sin poderlo evitar, la tibia vergüenza de no haber sentido nunca el éxtasis natural. Después de todo, ¿qué sería? ¿Un nuevo modelo de cosquilla, una tos, una alergia inédita? Pensó en alguna lejana borrachera de la Aguada, pero decidió rápidamente que eso no podía ser.

No podía ser. No podía ser que ese contacto húmedo que estaba sintiendo en la nuca fuese una lengua. Giró lentamente, no tanto para evitar el derrame del asqueroso
bourbon
que tenía en el vaso, como para irse acostumbrando a lo que iba a encontrar. Después de todo, era una lengua. Su propietaria: una mujer flaca, alta, con intermitentes huellas de viruela o algo semejante. Debía andar por el décimo
bourbon
y Farías no tuvo inconveniente en suministrarle el undécimo. Un ventiladorcito que ahora estaba detrás suyo, le hizo sentir un frío desagradable en la región de la nuca que había quedado húmeda de saliva.

«Orlie», dijo la flaca, «después de Dag Hjalmar Agne Carl Hammarskjold, debe ser el nombre más hermoso que he escuchado jamás. ¿Puedo besarlo?»

Farías sonrió, mecánicamente, no supo bien por qué, pero no dijo nada.

«No, en la boca no. Eso es muy
square
. Detrás de la oreja. Así.» Otra vez sintió aquella cosa húmeda, y otra vez el ventilador lo hizo estremecerse. La mujer se encogió como si quisiera guarecerse debajo de la oreja, y allí se quedó inmóvil. La mano que sostenía la copa se aflojó lentamente y se derramaron algunas gotas de
bourbon
sobre el cenicero egipcio. Clayton no se preocupaba más de él, pero enfrente, desde una silla Windsor, Larry Alippi sonreía con los ojos entornados. Farías se dio cuenta de que la mujer se había dormido. Tomó la copa, la colocó junto al cenicero egipcio y se sintió obligado a cargar con la flaca. Le pasó una mano por debajo de los brazos, otra a la altura de los muslos, y la levantó en el mejor estilo de
noche-de-bodas
hollywoodense. Entonces se le ocurrió vengarse de la sonrisa de Alippi. Caminó hacia él y depositó la carga en sus rodillas. Tuvo la sensación de que se desafiliaba de aquella mujer. Pero Alippi slguió sonriendo; simplemente, por el costado del cigarrillo, empezó a cantar una
ninnananna
con la pronunciación de Anthony Franciosa.

Farías se alejó un poco, todo lo que era posible alejarse en aquel reducto, y se dejó caer en un sillón. Cerró los ojos. Sin abrirlos, extrajo el pañuelo y se limpió primero la nuca, después la oreja. Ahora que no veía, le llegaba una mezcla de voces, jazz, vasos rotos, ronquidos, y el tartajoso canto de Alippi. Durante diez o quince minutos tuvo la agradable sensación de que nadie lo miraba. Nadie, con una excepción. Sintió que la excepción estaba frente a él y abrió los ojos. Era Blumenthal.

«¿Está cansado?»

«Un poco. Debe ser el día en que he hablado y escuchado más inglés en toda mi vida. Si no se está acostumbrado, eso agota.»

«Sí», dijo Blumenthal y se quedó mirándolo. «Mientras usted estuvo semidormido, me dediqué a contemplar su bigote.»

«¿De veras?»

«¿Usted escribe sólo cuentos? ¿O también escribe poemas?»

«¿Por qué?»

«Por nada.»

«No. Sólo escribo cuentos.»

«¡Qué lástima!»

«¿Prefiere poemas?»

«Dije qué lástima, porque usted tendría que escribir un poema inspirado en su bigote.»

Farías se rió, pero no estaba seguro. Blumenthal se quedó serio.

«¿Me permite que le toque su bigote», dijo, y ya alargaba índice y pulgar.

Farías le tomó con fuerza la muñeca. Entonces el otro hizo un gesto resignado, y bajó la mano.

Eran las dos y cuarto. Como inauguración, ya era suficiente. Vio que el tambaleante Clayton no estaba en condiciones de echarlo de menos. Se acercó a la puerta. Alippi se había dormido sobre su durmiente. Blumenthal, uno de los pocos que no estaban borrachos o dopados, le hizo un gesto con la mano, totalmente desprovisto de rencor. Salió al aire libre. Respiró; más aún, disfrutó respirando.

Empezó a caminar hacia la Avenida de las Américas y de pronto vio que alguien venía con él. Era Eddie, el negro grandote, uno de los tres que no se habían quitado los zapatos, el único quizás que le había dicho una cosa inteligente: «Ustedes los latinoamericanos siempre se interesan por el problema negro en los Estados Unidos y además simpatizan con nosotros. Yo me he preguntado por qué será. Y he llegado a la conclusión de que debe ser porque el Departamento de Estado a ustedes los trata como a negros.»

«¿Qué le parece todo esto?», preguntó ahora Eddie.

El negro tenía la expresión tranquila de alguien que ya está de vuelta del asombro. Caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada.

«¿Por qué lo hacen?», preguntó a su vez Farías.

«Oh, es difícil de explicar.»

«¿De veras es tan difícil?»

«Se niegan a mirar. Eso es todo. Huyen.»

«Pero... ¿de qué?»

Habían llegado a la Sexta Avenida. Eddie le hizo señas de que venía el ómnibus. Farías le estrechó la mano. Después subió de un salto.

Desde la vereda llegó la voz del negro, más grave que de costumbre: «Llámele realidad, si quiere...»

3.

Desde Phoenix hasta Albuquerque hay una hora y media de vuelo. Los primeros treinta minutos los pasó hablando en inglés con su vecino de asiento. Era un gordito achatado, semicalvo, que sudaba copiosamente en cada pozo de aire. A Farías le llamó la atención lo bien que se entendía con él. Por fin un tipo que usaba un inglés sin giros inéditos, sin novedades idiomáticas. De pronto entró a sospechar. Contó las veces que el gordo usaba el verbo
to get
. Sólo una vez en tres minutos. Ése no era norteamericano. «Where are you from?», preguntó, receloso. «Aryen-ti-na», silabeó el gordito. «¿Desde cuándo Aryentina?», protestó Farías, en estallante español, «¡y hace media hora que nos estamos jodiendo con este inglés de biógrafo!». El otro rió y le tendió la mano: «¿Montevideo?» «Montevideo», confirmó Farías. «Lo conocí por el
jodiendo
. Ustedes lo emplean bastante más que nosotros.»

De ahí en adelante el gordo se volvió imparable. Le contó su vida, le contó su beca, le contó su ruta. No. No se quedaba en Albuquerque (Farías respiró). Sólo media hora de espera para tomar otro avión hasta Dallas. Sus frases empezaban siempre a lo porteño: «Ustedes tienen la suerte de ser un país chico, casi insignificante, pero nosotros que, etc.», o también: «Felices de ustedes que tienen la lana, y pare de contar; en cambio, nosotros que tenemos la desgracia de ser uno de los países más ricos del mundo, etc.», o, por último: «Y bueno, fiftyfifty, como dicen aquí; nosotros jugamos el mejor fútbol del mundo y ustedes ganan los campeonatos.» «Ganábamos», murmuró Farías con la cabeza vuelta hacia el pasillo.

Para el gordo, Estados Unidos era un
bluff
. Con excepción de los puentes («y eso mismo, ¿qué importancia tiene?») todo en la Argentina era mejor. «No me hable de la comida, no me hable. El postre que usted come en Wyoming tiene el mismo gusto a material plástico que el que come en Washington, D. C.» Se veía a las claras que hacía muy poco se había enterado de que existía otro Washington, el «Evergreen State». «No me hable del baseball, no me hable. ¿Usted entiende esa porquería? Con decirle que prefiero el golf... ¡Cómo va a comparar eso con el fútbol rioplatense!» Farías entendió perfectamente que el término
rioplatense
era una concesión, una especie de deferencia de la Casa Central hacia la mejor atendida de sus sucursales.

Sobrevino otro pozo de aire. El argentino balbuceó: «Con-su-per-mi-so» y se inclinó violentamente sobre la bolsita de la TWA. Después se calló y cerró los ojos. Sólo durante quince minutos, porque las ruedas del DC-8 no tardaron en tocar la pista de Albuquerque.

«Mr. Olendou Feriess. Mr. Olendou Feriess Required at the TWA counter.» A Farías siempre le costaba entender la voz de los parlantes, inclusive cuando éstos vociferaban en español. De modo que tuvieron que llamarlo cuatro o cinco veces. «Es a usted», dijo el argentino, que también había bajado para esperar su conexión.

Junto al mostrador de TWA había una mujer flaca, más aún, flaquísima, de unos sesenta o sesenta y cinco años, lentes con aro metálico y un sombrero horroroso, lleno de pinchos que salían hacia todos los puntos cardinales. «¿Mr. Farías?», preguntó. «Yo soy Miss Agnes Paine. Vengo a recibirlo en nombre de las poetisas de Albuquerque.» Farías estrechó los huesos de aquella mano y tuvo la impresión de que podían quebrarse en el apretón. «Esperaremos un momento más», agregó Miss Paine, «va a venir también Miss Rose Folwell.» Farías averiguó si ella, Miss Paine, escribía poemas. «Sí, claro», dijo ella, y extrajo del bolso negro un volumen delgado, de tapas duras. «Es mi último libro —tengo tres— son treinta y nueve poemas.» Farías leyó de una ojeada el sorprendente título:
Annihilation of Moon and Carnival
. «Gracias», dijo, «muchas gracias». Pero Miss Paine ya agregaba: «En realidad, quien es verdaderamente importante es Miss Folwell. «Ah...» «Sí, ella ha colaborado nada menos que en el
Saturday Evening Post
.» Farías pensó que todo era relativo; tirajes y primores tipográficos aparte, allí eso debería ser algo parecido a colaborar en
Mundo Uruguayo
.

«Allá viene», exclamó Miss Paine, súbitamente iluminada. En la escalera que comunicaba con el
lobby
, Farías pudo distinguir la figura de una viejecita increíblemente viejita (podía tener ochenta años, o ciento quince, daba lo mismo), levemente temblorosa pero nada encorvada. Miss Paine y Farías se acercaron a ella. «Mr. Farías», presentó Miss Paine, «Miss Rose Folwell, destacada poetisa de Albuquerque, colaboradora del
Saturday Evening Post
.» Miss Folwell detuvo un momento su temblor y le dedicó su mejor sonrisa del siglo XIX. «Hagámosle probar comida mexicana», dijo Miss Folwell, dirigiéndose a Miss Paine. «Sí, claro», dijo la aquiescente colega.

Farías se encaminó lentamente hacia la salida, con sus dos valijas y sus dos viejitas. Desde el
lobby
, el argentino lo saludó con grandes ademanes y guiños descomunales. Farías supo desde ya cuál iba a ser la versión del gordo, al final de la beca: «Estos uruguayos son un caso. Allá en Estados Unidos conocí a uno que tenía el berretín de irse de farra con unas calandracas impresionantes.»

Dejaron las valijas en el hotel, le concedieron cinco minutos para que se lavara las manos y se peinara, y arrancaron nuevamente en el auto de Miss Paine hacia el restaurante mexicano. Fueron ellas (en realidad, Miss Folwell) quienes ordenaron la comida. Las mesas eran atendidas por unas indiecitas que hablaban español con acento inglés, e inglés con acento español.

Entonces dijo Miss Paine: «Rose, ¿por qué no le recita a Mr. Farías alguno de sus poemas?» «Oh, tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell. «Pero sí, cómo no», se sintió obligado a agregar Farías. «¿Cuál le parece más adecuado, Agnes?», preguntó Miss Folwell. «Todos son hermosos», y agregó, dirigiéndose a Farías, con el tono de quien lo dice por primera vez: «Miss Folwell es colaboradora del
Saturday Evening Post
.» «¿Qué le parece
Divine Serenade of The Navajo
?» «Magnífico», aprobó Miss Paine, de modo que, antes de que llegara el primer plato, Miss Folwell recitó con su tono vacilante pero implacable las veinticinco estrofas de la divina serenata. Farías dijo que el poema le parecía interesante. El rostro arrugado de Miss Folwell conservó la impasibilidad con que había acompañado la última estrofa. Farías se sintió impulsado a agregar: «Muy interesante. Realmente interesante.» Era evidente que Miss Folwell estaba más allá del Bien y del Mal. Farías se dio cuenta de que sus frases no eran demasiado originales, pero se sintió reconfortado al ver que Miss Folwell condescendía a sonreír.

«Hagámosle probar tequila a Mr. Farías», dijo la colaboradora del
Saturday Evening Post
. Miss Paine llamó a la indiecita y ordenó tequila. Entonces Miss Folwell le dijo a Miss Paine: «Agnes,
también usted
tiene poemas hermosos. Dígale, por favor, a Mr. Farías, aquel que le publicaron en
The Albuquerque Chronicle
.» Farías comprendió que esta última referencia estaba destinada a él, a fin de que apreciara la enorme distancia que mediaba entre una poetisa que colaboraba en el
Saturday Evening Post
y otra que colaboraba en The Albuquerque Chronicle. «¿Usted se refiere a
Waiting for the Best Pest
?», preguntó inocentemente Miss Paine. «Claro, a ése me refiero.» «Tal vez no sea el momento», dijo, sonrojándose, la viejita más joven. «Pero sí, cómo no», intervino Farías, tomando conciencia de que su frase formaba parte de un diálogo cíclico.

Miss Paine comenzó el recitado en el preciso instante en que Farías se llevaba a la boca una especie de empanada mexicana y sentía que el picante le invadía la garganta, el esófago, el cerebro, la nariz, el corazón, su ser entero. «Tome un trago de tequila», bisbiseó comprensiva Miss Folwell, en tanto que Miss Paine rimaba
muzzle
con
puzzle
y
troubles
con
bubbles
. Luego, con gestos sumamente expresivos, Miss Folwell le enseñó, sin pronunciar palabra, que el tequila se acompañaba con sal, poniendo unos granos en el dorso de la mano izquierda, entre el nacimiento del índice y el pulgar, y recogiendo la sal con la punta de la lengua. «Me lo enseñaron en Oaxaca», volvió a murmurar Miss Folwell, mientras Miss Paine terminaba por cuarta vez una estrofa con el estribillo:
«Bits of pseudo here and there.»
A Farías le pareció que el tequila, sobre el picante, era fuego puro. Miss Paine dijo el estribillo por séptima y última vez. Farías quiso decir: «Interesante», pero sólo pudo emitir una especie de gemido entrecortado. Tres cuartos de hora más tarde, tuvo conciencia de que las dos poetisas de Alburquerque le estaban recitando sus obras completas.

Sólo entonces pudo empezar a disfrutar del episodio. Entre el picante y el alcohol, cabeza y corazón se le habían convertido en sustancias maleables, indefinidas, dispuestas a todo. Sentía que lo iba invadiendo una incontenible ola de simpatía hacia las dos viejitas que, entre tequila y tequila, entre guindilla y guindilla, le iban propinando sus odas y serenatas, sus responsos y melancolías. Estaba viviendo un cuento, un cuento que no era necesario reelaborar, porque las viejitas se lo estaban dando hecho, pulido, acabado. Se sintió invadido por una especie de amor, generoso y espléndido, frente a aquellas dos muestras de lúcida sensibilidad, que habían sobrevivido inconmovibles a la extensa sucesión de tequilas. Él, en cambio, estaba bastante conmovido, y, como siempre que el alcohol lo encendía, tuvo conciencia de que iba a tartamudear. «¿Y cu-cuál de esos po-poemas fue pu-publicado por el
Saturday
?», preguntó en medio de su propia niebla, sin fuerzas para agregar
Evening Post
. «Oh, ninguno de éstos», respondió Miss Folwell desde su admirable serenidad y sin asomo de tartamudeo. «Qui-quiero que me di-ga los que le pu-publicó el
Satur...
» Por primera vez Miss Folwell se sonrojó levemente. «Fue uno solo», dijo con imprevista humildad. «Dígalo, Rose», insistió Miss Paine. «Tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell. «Pe-pero síííí...», balbuceó Farías automáticamente, y agregó con un énfasis sincero: «¡Adelante, Rose!»

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