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Authors: Mario Benedetti

Cuentos completos (23 page)

BOOK: Cuentos completos
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En definitiva falté algún jueves a la calle Dante. De parte de María Julia no hubo admoniciones ni reproches. S61o la tía me consagró una larga advertencia sobre el tedio que conduce al pecado. En lo sustancial, estuve totalmente de acuerdo.

6.

La tía me alcanzó el pocillo. Como siempre, poca azúcar. Revolví lentamente el café con la cucharita imitación plata peruana. Como siempre, me quemé los dedos.

Hacía dos años que habían quitado el cuadro con la hoguera simbólica y la mujer puro ojos. En su lugar habían colgado uno de esos almanaques suizos que tienen un Enero 1952 con asombrosas montañas pulcramente nevadas y primorosas casitas a las que sólo falta darles cuerda para que entovien su Stille Nacht, Las sillas habían sido retapizadas con una tela a franjas, verdes y grises, que no coincidía con la variante criolla de estilo inglés en que había sido concebido el comedor.

Tampoco la tía permanecía invariable. No más encaje pectoral. Una bufandita de dacrón y lana rodeaba el pescuezo de gallina. La mirada era pálida y llorosa. Cuando la mano derecha llevaba a los labios el pocillo, la izquierda temblaba y hacía tintinear sonoramente la cucharita sobre el plato. Hacía ya algunos meses que me trataba de usted y había suspendido sus elogios acerca de las habilidades domésticas de la sobrina.

No había perdido la costumbre de preguntar, pero ahora la estructura del interrogatorio era el caos en estado de pureza. Una serie de preguntas podía incluir, pongamos por caso, averiguaciones sobre la próxima huelga del transporte, sobre la fecha de mi licencia anual, sobre una receta de ravioles de choclo que mi madre guardaba como un tesoro.

El otro jueves me había mirado en los ojos con una chispa de amargura. Luego, con la resignada displicencia de alguien que ha guardado mucho tiempo una moneda y de pronto se da cuenta de que la misma ha perdido todo su valor, me había soltado la revelación: «Nos equivocamos con usted, Rodolfo. María Julia creyó que podía dominarlo para siempre. Pero es usted quien ha ganado. Ayudado por el tiempo, claro.»

La confesión no me había sonado del todo extraña. Era como si, sin decírmelo a mí mismo, yo hubiese tenido conciencia de que ése había sido mi mejor recurso. ¡Y era la tía quien lo había visto! Y no sólo visto, sino pronunciado. Por mero formulismo, le pregunté qué había querido decir, pero ya ella se había reintegrado a su anarquía mental, y solamente se consideró obligada a agregar: «Es horrible cómo han subido los precios del lavadero. No se puede vivir.»

Ahora no decía nada. Simplemente hacía ruido con la boca cuando sorbía el café y aun cuando no lo sorbía. Para mí, no había dudas. María Julia, hija de un estafador, me había a su vez estafado a mí, hijo de un estafado. Su estafa se había nutrido de recuerdos infantiles, de comprensión cuando la muerte del viejo, de paciencia sin reclamos durante tantos años de noviazgo, de afectuosa pasividad frente a mi muestrario de caricias. Su estafa consistía en haber rocleado nuestras relaciones de suficientes sucedáneos del amor y del deseo como para hacerme creer que ella y yo habíamos sido realmente novios a través de cuatro lustros, deformados ahora en la memoria por la malsana corrección y el largo aburrimiento. La estafa había sido, analizándola mejor, una venganza contra aquel pueblo de ochenta manzanas que la había señalado, que la había despreciado y, lo peor de todo, que la había tolerado. Sin buscarlo, yo había asumido la representación de ese pueblo, me hal;@ia convertido en una especie de símbolo. Ahora, sólo ahora podía reconstruirse todo el cálculo, todo el planteo, desde la estudiada declaración del altillo («¿Y sabés porqué? Porque somos novios») hasta el exagerado interés por la cretinada de Arredondo, desde la amistosa mano sobre mi hombro en la última jornada junto al viejo, hasta nuestros veinte años de pobres besos en el comedor. Era evidente que los soportes de su cálculo habían sido mi timidez y su paciencia. Si bien María Julia no había hecho jamás ningún reclamo, si bien no me había recriminado nunca la prolongación de nuestras relaciones, había estado siempre fanáticamente segura de que yo no tomaría la iniciativa ni para casarme ni para romper.

Ésta, sobre todo, había sido su carta de triunfo: mi cortedad le permitía vengarse en mí de la injusticia de todos, pero, además, le permitía reducirme a cero, aniquilar mi vida para siempre. Claro que María Julia no había contado con Marta. Tal vez su único error de cálculo. Oh, fueron pocos meses. Marta está ahora en Paysandú, casada con Teófilo Carreras, arquitecto y contratista. Pero esos pocos meses le alcanzaron a ella (Dios la bendiga) para realizar su obra, su admirable obra de salvar a un condenado, de hacer rendir los sentidos (mis sentidos) muy por encima de su valor de tasación. Porque, evidentemente, en eso a María Julia se le había ido la mano: me había tasado demasiado bajo.

Aparentemente, todo había seguido igual, pero su reseca, perpleja virginidad había sabido registrar que mis manos no eran ya las mismas, y, también, que su pasividad había empezado a provocar en mí un amago de asco. Toda una novedad. Por otra parte, ya era tarde para cualquier transformación (hasta besaba con los ojos cerrados) perca no lo era para que ella intuyese que alguna decisión se aproximaba. Para mí, en cambio, todavía no era tarde. En absoluto.

Le devolví el pocillo a la señora, y ella dijo: «Está refrescando. Siempre refresca a esta hora.» Después se levantó y me dejó solo. A los cinco minutos apareció María Julia, María Julia de cuarenta años, mi novia. Se sentó junto a mí, me mostró y demostró su profundo cansancio, parpadeó cuatro veces seguidas. Su mano estaba posada sobre el ángulo de la mesa de roble; tenía una especie de urticaria, esos lamparones de insuficiencia hepática que le vienen cuando come frituras.

Hablaba de sus amigas, las de Uslenghi: «Gladys quiere que la acompañe a Buenos Aires. ¿A vos qué te parece?» Sentí que la odiaba con un poder casi inagotable. Sentí que no la necesitaba, que nunca más la necesitaría. Sentí que Marta me había limpiado de una monstruosa pesadilla, de una asquerosa presión sobre mi inerme, desarticulada conciencia.

«¿A vos qué te parece?», repitió con voz de condenada. Y era cierto, estaba condenada. La libertad tenía sus ventajas, pero ahora (ahora que ella estaba segura de mi alejamiento, desconcertada por mi rechazo) mucho mejor que la libertad era el desquite. De modo que decidí decírselo con toda naturalidad, como si hablara del tiempo o del trabajo. «No, mejor no vayas. Así te vas aprontando. Quiero que nos casemos a mediados de julio.»

Tragué saliva y, simultáneamente, me sentí feliz, me sentí miserable. El calotito estaba realizado.

(1958)

Los pocillos

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. «Negro con rojo queda fenomenal», había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.

«El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?», preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: «Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.» Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.

La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. «¿Qué buscás?», preguntó ella. «El encendedor.» «A tu derecha.» La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. «¿Por qué no lo tirás?» dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. «No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana.»

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

«Este mes tampoco fuiste al médico», dijo Alberto.

«No.»

«¿Querés que te sea sincero?»

«Claro.»

«Me parece una idiotez de tu parte.»

«¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.»

La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

«De todos modos debería ir», apoyó Mariana. «Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.»

«Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree en Milagros. «Yo tampoco creo en milagros.»

«¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano.»

«¿De veras?» Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

«Que otoño desgraciado», dijo, «¿Te fijaste?» La pregunta era para ella.

«No», respondió José Claudio. «Fijate vos por mí.»

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, apropósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. «Gracias», había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.

«Y ayer estuvo Trelles», estaba diciendo José Claudio, «a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme.»

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