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Authors: Mario Benedetti

Cuentos completos (19 page)

BOOK: Cuentos completos
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Fue precisamente en el Balneario donde volví a oír su Voz. Yo bailaba entre las mesitas de una terraza, a la luz de una luna que a nadie le importaba. Mi mano derecha se había afirmado sobre una espalda parcialmente despellejado que aún no había perdido el calor de la tarde. La dueña de la espalda se reía y era una buena risa, no había que descartarla. Siempre que podía yo le miraba unos pelitos rubios, casi transparentes, que tenía en las inmediaciones de la oreja, y, en realidad me sentía bastante conmovido. Mi compañera hablaba poco, pero siempre decía algo lo bastante soso como para que yo apreciara sus silencios. Justamente, fue en el agradable transcurso de uno de éstos que oí la frase, tan nítida como si la hubieran recortado especialmente para mí: «¿Y usted qué refresco prefiere?» No tiene importancia ni ahora ni después, pero yo la recuerdo palabra por palabra. Se había formado uno de esos lentos y arrastrados nudos que provoca el tango. La frase había sonado muy cerca, pero esa vez no pude relacionarla con ninguna de las caderas que me habían rozado.

Dos noches después, en el Casino, perdía unos noventa pesos y me vino la loca de jugar cincuenta en una última bola. Si perdía, paciencia; tendría que volver en seguida a Montevideo. Pero salió el 32 y me sentí infinitamente reconfortado y optimista cuando repasé las ocho fichas naranjas de aro que le había dedicado. Entonces alguien dijo en mi oído, casi como un teléfono: «Así se uega: hay que arriesgarse.»

Me di vuelta, tranquilo, seguro de lo que iba a hallar, y la familia Irlarte que estaba junto a mí era tan deliciosa como la que yo y los otros habíamos inventado a partir de su voz. A continuación fue relativamente sencillo tomar un hilo de su propia frase, construir una teoría del riesgo, y convencerla de que se arriesgara conmigo, a conversar primero, a bailar después, a encontrarnos en la playa al día siguiente.

Desde entonces anduvimos juntos. Me dijo que se llamaba Doris. Doris Freire. Era rigurosamente cierto (no sé con qué motivo me mostró su carnet) y, además, muy explicable: yo siempre había pensado que las «familias» eran sólo nombres de teléfono. Desde el primer día me hice esta composición de lugar: era evidente que ella tenía relaciones con el jefe, era no menos evidente que eso lastimaba bastante mi amor propio; pero (fíjense qué buen pero) era la mujer más encantadora que yo había conocido y arriesgaba perderla definitivamente (ahora que el azar la había puesto en mi oído) si yo me atenía desmedidamente a mis escrúpulos.

Además, cabía otra posibilidad. Así como yo había reconocido su voz, ¿por qué no podría Doris reconocer la mía? Cierto que ella había sido siempre para mí algo precioso, inalcanzable, y yo, en cambio, sólo ahora ingresaba en su mundo. Sin embargo, cuando una mañana corrí a su encuentro con un alegre «¿Qué tal, secretarias, aunque ella en seguida asimiló el golpe, se rió, me dio el brazo y me hizo bromas con una morocha de un jeep que nos cruzamos, a mí no se me escapó que había quedado inquieta, como si alguna sospecha la hubiese iluminado. Después, en cambio, me pareció que aceptaba con filosofía la posibilidad de que fuese yo quien atendía sus llamadas al jefe. Y esa seguridad que ahora reflejaban sus conversaciones, sus inolvidables miradas de comprensión y de promesas me dieron finalmente otra esperanza. Estaba claro que ella apreciaba que yo no le hablase del jefe; y, aunque esto otro no estaba tan claro, era probable que ella recompensase mi delicadeza rompiendo a corto plazo con él. Siempre supe mirar en la mirada ajena, y la de Doris era particularmente sincera.

Volví al trabajo. Día por medio cumplí otra vez mis guardias matutinas, junto al teléfono. La familia Iriarte no llamó más.

Casi todos los días me encontraba con Doris a la salida de su empleo. Ella trabajaba en el Poder judicial, tenía buen sueldo, era la funcionaria clave de su oficina y todos la apreciaban.

Doris no me ocultaba nada. Su vida actual era desmedidamente honesta y transparente. Pero, ¿y el pasado? En el fondo a mí me bastaba con que no me engañase. Su aventura —o lo que fuera— con el jefe, no iba por cierto a infectar mi ración de felicidad. La familia Irlarte no había llamado más. ¿Qué otra cosa podía pretender? Yo era preferido al jefe y pronto éste pasaría a ser en la vida de I)oris ese mal recuerdo que toda muchacha debe tener.

Yo le había advertido a Doris que no me telefoneara a la oficina. No sé que pretexto encontré. Francamente, yo no quería arriesgarme a que Elizalde o Rossi o Correa atendieran su llamada, reconocieran su voz y fabricaran a continuación una de esas interpretaciones ambiguas a que eran tan af@ctos. Lo cierto es que ella, siempre amable y sin rencor, no puso objeciones. A mí me gustaba que fuese tan comprensiva en todo lo referente a ese tema tabú, y verdaderamente le agradecía que nunca me hubiera obligado a entrar en explicaciones tristes, en esas palabras de mala fama que todo lo ensucian, que destruyen toda buena intención.

Me llevó a su casa y conocí a su madre. Era una buena y cansada mujer. Hacía doce años que había perdido a su marido y aún no se había repuesto. Nos miraba a Doris y a mí con mansa complacencia, pero a veces se le llenaban los ojos de lágrimas, tal vez al recordar algún lejano pormenor de su noviazgo con el señor Freire. Tres veces por semana yo me quedaba hasta las once, pero a las diez ella discretamente decía buenas noches y se retiraba, de modo que a Doris y a mí nos quedaba una hora para besarnos a gusto, hablar del futuro, calcular el precio de las sábanas y las habitaciones que precisaríamos, exactamente igual que otras cien mil parejas, diseminadas en el territorio de la República, que a esa misma hora intercambiarían parecidos proyectos y mimos. Nunca la madre hizo referencia al jefe ni a nadie relacionado sentimentalmente con Doris. Siempre me dispensó el tratamiento que todo hogar honorable reserva al primer novio de la nena. Y yo dejaba hacer.

A veces no podía evitar cierta sórdida complacencia en saber que había conseguido (para mi uso, para mi deleite) una de esas mujeres inalcanzables que sólo gastan los ministros, los hombres públicos, los funcionarios de importancia. Yo: un auxiliar de secretaría.

Doris, justo es consignarlo, estaba cada noche más encantadora. Conmigo no escatimaba su ternura tenía un modo de acariciarme la nuca, de besarme el pescuezo, de susurrarme pequeñas delicias mientras me besaba, que, francamente, yo salía de allí mareado de felicidad, y, por qué no decirlo, de deseo. Luego, solo y desvelado en mi pieza de soltero, me amargaba un poco pensando que esa refinada pericia probaba que alguien había atendido cuidadosamente su noviciado. Después de todo, ¿era una ventaja o una desventaja? Yo no podía evitar acordarme del jefe, tan tieso, tan respetable, tan incrustado en su respetabilidad, y no lograba imaginarlo como ese envidiable instructor. ¿Había otros, pues? Pero, ¿cuántos? Especialmente, ¿cuál de ellos le había enseñado a besar así? Siempre terminaba por recordarme a mí mismo que estábamos en mil novecientos cuarenta y seis y no en la Edad Media, que ahora era yo quien importaba para ella, y me dormía abrazado a la almohada como en un vasto anticipo y débil sucedáneo de otros abrazos que figuraban en mi programa.

Hasta el veintitrés de noviembre tuve la sensación de que me deslizaba irremediable y graciosamente hacia el matrimonio. Era un hecho. Faltaba que consiguiéramos un apartamento como a mí me gustaba, con aire, luz y amplios ventanales. Habíamos salido varios domingos en busca de ese ideal, pero cuando hallábamos algo que se le aproximaba, era demasiado caro o sin buena locomoción o el barrio le parecía a Doris apartado y triste.

En la mañana del veintitrés de noviembre yo cumplía mi guardia. Hacía cuatro días que el jefe no aparecía por el despacho; de modo que me hallaba solo y tranquilo, leyendo una revista y fumando mi rubio. De pronto sentí que, a mis espaldas, una puerta se abría. Perezosamente me di vuelta y alcancé a ver, asomada e interrogante, la adorada cabecita de Doris. Entró con cierto airecito culpable porque —según dijo—— pensó que yo fuese a enojarme. El motivo de su presencia en la Oficina era que al fin había encontrado un apartamento con la disposición y el alquiler que buscábamos. Había hecho un esmerado planito y lo mostraba satisfecha. Estaba primorosa con su vestido liviano y aquel ancho cinturón que le marcaba mejor que ningún otro la cintura. Como estábamos solos se sentó sobre mi escritorio, cruzó las piernas y empezó a preguntarme cuál era el sitio de Rossi, cuál el de Correa, cuál el de Elizalde. No conocía personalmente a ninguno de ellos, pero estaba enterada de sus rasgos y anécdotas a través de mis versiones caricaturescas. Ella había empezado a fumar uno de mis rubios y yo tenía su mano entre las mías, cuando sonó el teléfono. Levanté el tubo y dije: «Hola.» Entonces el teléfono dijo: «¿Qué tal, secretarios y aparentemente todo siguió igual. Pero en los segundos que duró la llamada y mientras yo, sólo a medias repuesto, interrogaba maquinal—

mente: «¿Qué es de su vida después de tanto tiempo?» y el teléfono respondía: «Estuve de viaje por Chile», verdaderamente nada seguía igual. Como en los últimos instantes de un ahogado, desfilaban por mi cabeza varias ideas sin orden ni equilibrio. La primera de éstas: «Así que el jefe no tuvo nada que ver con ella», representaba la dignidad triunfante. La segunda era, más o menos: «Pero entonces Doris ...» y la tercera, textualmente: «¿Cómo pude confundir esta voz?»

Le expliqué al teléfono que el jefe no estaba, dije adiós, puse el tubo en su sitio. Su mano seguía en mi mano. Entonces levanté los ojos y sabía lo que iba a encontrar. Sentada sobre mi escritorio, fumando como cualquier pituca, Doris esperaba y sonreía, todavía pendiente del ridículo plano. Era, naturalmente, una sonrisa vacía y superficial, igual a la de todo el mundo, y con ella amenazaba aburrirme de aquí a la eternidad. Después yo trataría de hallar la verdadera explicación,, pero mientras tanto, en la capa más insospechable de mi conciencia, puse punto final a este malentendido. Porque, en realidad, yo estoy enamorado de la familia Iriarte.

(1956)

Retrato de Elisa

Había montado en el caballo del Presidente Tajes; había vivido en una casa de quince habitaciones con un cochero y cuatro sirvientas negras; había viajado a Francia a los doce años y todavía conservaba un libro encuadernado en piel humana que un coronel argentino le había regalado a su padre en febrero de mil ochocientos setenta y cuatro.

Ahora no tenía ni un cobre, vivía de la ominosa caridad de sus yernos, usaba una pañoleta con agujeros de lana negra y su pensión de treinta y dos pesos estaba menguada por dos préstamos amortizables. No obstante, aún quedaba el pasado para enhebrar recuerdo con recuerdo, acomodarse en el lujo que fue, y juntar fuerzas para odiar escrupulosamente su miseria actual. A partir de la segunda viudez, Elisa Montes había aborrecido con toda su increíble energía aquella lenta sucesión de presentes. A los veinte años se había casado con un ingeniero italiano, que le dio cuatro hijos (dos muchachas y dos varones) y murió muy joven, sin revalidar su título ni dejarle pensión. Nunca quiso mucho a ese primer marido, inmovilizado ahora en fotos amarillentas, con agresivos bigotes a lo Napoleón III y ojitos de mucho nervio, finos modales y asfixiantes problemas de dinero.

Ya en esos años, ella hablaba largamente de su antiguo cochero, sus sirvientas negras, sus quince habitaciones, a fin de que el hombre se sintiera hostigado y poca cosa en su modesto hogar con jardincito y sin sala. El italiano era callado; trabajaba hasta la madrugada para alimentarlos y vestirlos a todos. Por fin no aguantó más y se murió de tifus.

En esa desgraciada ocasión, Elisa Montes no pudo recurrir a sus parientes, pues estaba enemistada con sus tres hermanos y con sus tres cuñadas; con éstas, porque habían sido costureras, empleaditas, cualquier cosa; con aquéllos, porque les habían dado el nombre. En cuanto a los bienes familiares hacía tiempo que el difunto padre los había dila pidado en juego y malas inversiones.

Elisa Montes optó por recurrir a las viejas amistades, luego al Estado, como si unas y otro tuviesen la obligación de protegerla, pero halló que todos (el Estado inclusive) tenían sus penurias privadas. En este terreno las conquistas se limitaron a algunos billetes sueltos y a la humillación de aceptarlos.

De modo que cuando apareció don Gumersindo, el estanciero analfabeto, también viudo pero que le llevaba veinte años y pico, ella se había resignado a hacer puntillas que colocaba en las tiendas más importantes, gracias a una recomendación de la señora de un general colorado (en el tapete a raíz del último cuartelazo) con la cual había jugado al volante y al diábolo en lejanos otoños de una dulce, imposible modorra.

Hacer puntilla era el principio de la declinación, pero escuchar las insinuaciones soeces y las risotadas estomacales de don Gumersindo, significaba la decadencia total. Tal hubiera sido la opinión de Elisa Montes de haberle ocurrido eso a alguna de sus pocas amigas, pero dado que se trataba de ella misma, tuvo que buscar un atenuante y aferrarse tercamente a él. El atenuante —que pasó a ser uno de los grandes temas de su vida— se llamó: los hijos. Por los hijos se puso a hacer puntillas; por los hijos escuchó al estanciero.

Durante el breve noviazgo, don Gumersindo Olmedo la cortejó usando la misma ternura que dedicaba a sus vacas, y la noche en que, recurriendo a su macizo vocabulario, le enumeró la lista de sus bienes, ella acabó por decidirse y aceptó la rotunda sortija. Sin embargo, los varones ya eran mayorcitos: Juan Carlos tenía dieciocho años, había cursado tres de inglés y dos de italiano, pero vendía plantas en la feria dominical; Aníbal Domingo tenía dieciséis y llevaba los libros de una mensajería. Las muchachas, que eran dóciles, prácticas y bien parecidas, se fueron al campo, acompañando a la madre y al padrastro.

Fue allí que tuvo lugar la primera sorpresa: Olmedo, en su rudimentaria astucia, había confesado las vacas, los campos de pastoreo, hasta la cuenta bancaria, pero de ningún modo los tres robustos hijos de su primer matrimonio. Desde el primer día, éstos se comieron con los ojos a las dos hermanas, que, aunque gorditas y coquetonas, no habían franqueado aún la pubertad. Elisa tuvo que intervenir en dos oportunidades a fin de que la rijosa urgencia de los chicos no pasara a menores.

Instalado en su estancia, el viejo no era el mismo bruto inofensivo que había camelado a Elisa en Montevideo. Rápidamente, las muchachas y la madre aprendieron que no era cosa de reír cuando lo veían acercarse por el patio de piedra, las piernas muy abiertas y las puntas de las botas hacia afuera. En su feudo, el hombre sabía mandar. Elisa, que se había casado por sus hijos, se resignó a que las muchachas y ella misma pasaran hambre, porque Olmedo no aflojaba ni un cobre y se encargaba personalmente de las escasas compras. Tenía la obsesión del aprovechamiento de las horas libres, y por más que, para un extraño, su avaricia pudiera resultar divertida, las hermanas no opinaban lo mismo cuando el padrastro las tenía durante horas enderezando clavos.

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