Cuentos completos (48 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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Un mes estuve. Sin visitas. Sólo ropa para cambiarme. Sin libros. En algún momento temí que me trajeran un libro de matemáticas, como tortura adicional. Pero ni eso. Entre patada y patada, entre piñazo y piñazo, me aburría como una ostra. Es claro que prefería aburrirme a que me doliera el hígado o los huevos. Una tarde creí que me habían fracturado una pierna, pero en una semana bajó la hinchazón. Al principio me hacían preguntas, después me amasijaban sin preguntarme. Sin embargo, hay una cosa que debo reconocer: así como ya les dije que caí por boludo, creo que también por boludo salí. Porque tuve por lo menos esa coherencia: seguí hasta el fin con mi versión original y el poético origen de mi rosa. No creo que se lo hayan creído. Lo que sí deben haber pensado es que yo era mogólico o fronterizo. O quizá haya surtido algún efecto una conversa que tuvo el viejo con un ce-erre [para los ignaros: coronel retirado] que él conocía desde sus épocas sanduceras. Aunque no es seguro, sobre todo porque ese coronel está ahora preso, así que no debía tener demasiada muñeca. O será subversivo, bah. Después que me enteré que el padre Barrientos había caído porque le encontraron un berretín en la sacristía, nada puede asombrarme. Con razón le gustaba tanto el Cantar de los Cantares. Seguro que ése no cayó por boludo.

Bueno, una mañana me sacaron la capucha, me hicieron dos chistecitos que recibí con razonable desconfianza, me devolvieron un bolígrafo, una cajita de preservativos, la billetera y el cinto, todo lo cual me había sido quitado el primer día. Nadie mencionó en cambio el reloj de oro, regalo de abuelo. Casi caigo en la inocencia de reclamarlo, pero un rápido vistazo me salvó de esa pifia: el tacho estaba, muy brillante, en la muñeca del musculoso que me estaba otorgando la salida.

3.

Si voy a ser franco, Buenos Aires me gusta. Y no es que la compare con el calabozo. Después de eso, claro, cualquier cosa está bien. Sin embargo, creo que me gustaría menos si estuviera de turista. Tiene plazas, oh. Tiene árboles, oh. Tiene grandes tiendas, oh. [Este oh lo digo en nombre de mi vieja.] La gente anda tal vez demasiado apurada para mi gusto, pero así y todo me cae simpática. Tiene posters, oh. Tiene subte, oh. Tiene muchachas, oh. Nunca vi mujeres tan bien vestidas. Bueno, tampoco había salido hasta ahora de la tacita de plata. Mire que eran cursis los de antes: ¡tacita de plata! Ahora es una escupidera de lata, pero bah, tampoco hay que andarlo pregonando. Baires tiene colectivos, oh. No tiene playas, ay. Eso sí lo lamento. Sin embargo, me gusta la ciudad. Lo único incómodo son los «intercambios de disparos», pero cuando suena algún tableteo me meto en una galería. Aquí siempre hay alguna galería a mano. Suerte ¿no? Ayer vi pasar a la presidenta. Iba sentada muy derechita, casi como un maniquí. No sé por qué, siempre que pienso en un maniquí, lo asocio con los cuentos que hace mi viejo acerca de los maniquíes de la Casa Spera. Era una sastrería de hombres, allá en Monte, calle Sarandí, al costado de la Catedral. Parece que tenía unos maniquíes antiquísimos, y mi viejo dice que aunque ponían caras de jóvenes, uno se daba cuenta de que eran contemporáneos del presidente Viera o del negro Gradín, de la llegada del Plus Ultra o de la troupe Oxford primera época. Mi viejo decía que, además, ningún traje les quedaba bien, como si al maniquí gordo le hubieran puesto el saco del maniquí flaco, y viceversa. Bueno, la presidenta parecía un maniquí, pero no de la Casa Spera, epa, sino de Christian Dior.

Me paso recorriendo las calles. Todas son nuevas para mí. A veces tomo el subte, me bajo en una estación cualquiera. Pienso, por ejemplo: voy hasta la primera que empiece con V, y entonces me clavo porque llego a Lacroze y no había ninguna que empezara con V. Y allá por Lacroze no hay mucho que ver. Pero entonces aprendo y en la próxima oportunidad pienso: voy hasta la primera que empiece con C, que es una letra más fácil, y tomo otra línea y me bajo en Congreso, y estuve fenómeno porque emerjo de las profundidades y estoy en una zona animadísima, llena de comercios y de gente, como a mí me gusta, y me vengo por Callao mirando las vidrieras y las muchachas, aunque sin apurar el trámite porque para unas y otras se precisa guita y yo estoy pelado, es decir con la escasísima que me dieron mis ancestros en Carrasco, y yo lo comprendo porque el viejo no había cobrado el sueldo [comunico que los ingenieros cobran honorarios, pero los casi ingenieros sólo cobran sueldos] y la vieja tuvo que pedirle prestado a tío Felipe para mi pasaje. Y además me llevó unos cuantos días ir localizando los boliches baratos, porque aquí uno se desorienta y se desalienta y de pronto ve un restorancito de morondanga y piensa aquí mismo, pero no es de morondanga, porque ahí lastran de vez en cuando Palito Ortega o Leonardo Favio, y a los parroquianos los fajan y con razón porque no van por el bife de chorizo sino por el autógrafo o el chisme, y entonces de qué se quejan. Así que sigo tranquilito por Callao, entre otras razones porque siguiendo y siguiendo y doblando más allá a la derecha y después a la izquierda, descubrí una pizzería que parece una porquería y [por suerte] es una porquería, o sea que allí no van famosos sino los ignotos de siempre, vendedoras de tienda con uniforme naranja y cuellito marrón, laburantes varios que mientras comen ordenan papeles, y claro, la pizza no es como la de Capri [por lo menos la que se ve en las películas norteamericanas que transcurren en Capri] y quizá por eso la sigo eructando hasta el próximo desayuno. Ni comparación con la de Tasende, allá en Monte, que comíamos con la barra a la salida de clase, después de patiar treinta cuadras para ahorrarnos el trole.

Sin embargo, no llego a la pizzería porque al cruzar Cangallo con luz roja [uno tiene sus principios] escucho mi nombre pronunciado por una cascada voz femenina que resulta ser la señora de Acuña, ex amiga íntima de mi vieja pero que de todos modos sigue siendo amiga no íntima, y que está de paso por «esta ciudad divina», donde ha venido a hacer unas compritas aprovechando el cambio favorable «antes de que se den cuenta» y «estos ladrones lo ajusten de nuevo». Está con el marido y las nenas, una de las cuales es de mi edad y la otra de la suya. Y la de mi edad nació en Libra, igual que yo, y es la excepción estúpida que confirma la regla inteligente. El señor Acuña, por su parte, tiene una cara de fatiga que da ídem, y se toma un buen trabajo para resoplar con cierta calculada intermitencia, a fin de que su esposa legal aquilate su sacrificio. Digo esposa legal porque yo le conozco la amante clandestina, y él conoce que yo conozco: una vez los vi entrando taxicómicamente en la modesta amueblada de la calle Rivera, y la clandestina no estaba mal, el veterano no es zonzo, o sea que la nena no salió a él. De modo que cuando la señora de Acuña dijo que ahora no me soltaban y que tenía que cenar con ellos, así les contaba toda la historia de mis prisiones [no sé por qué la vetusta emplea el plural], dije que sí porque como el señor Acuña conoce que yo conozco, no va a ponerse amarrete con el menú. La nena que no tiene mi edad sino la suya, y que ahora capté se llama Sonia, me sonrió permanentemente, y a mí no me gusta que me sonrían porque me pongo colorado y eso nunca es bueno, así que me pongo a mirar obstinadamente a la que tiene mi edad y es estúpida y se llama Dorita, porque como me da asco y principio de náuseas, me provoca la palidez cadavérica necesaria para compensar la roja vergüenza que me provoca la sonrisa constante de Sonia. De modo que mirando intermitentemente a una y otra de las chicas, mis mejillas, mi nariz y mi frente adquieren un color natural que, sin embargo y como acabo de explicar, es cuidadosamente fabricado. La señora Acuña insiste con las prisiones, y yo le aclaro modestamente que fue una sola y que no pienso convertirla en plural. El señor Acuña, como conoce que yo conozco, festeja el chiste cual si fuera de Hupumorpo, todo para quedar bien conmigo y cuidarse las espaldas sin percatarse de que yo puedo ser chantajista pero no demagogo. Sin embargo cuando Sonia me pregunta con la voz temblorosa si me torturaron, narro mi historia con lujo de detalles, claro que sin darle ninguna importancia, que es la forma más segura de dársela. Dorita entonces me pone la mano sobre el brazo [náusea, palidez, etc.] y a Sonia se le mueven los dedos de la mano derecha, pero lamentablemente está demasiado lejos para tocarme. Con el fin de dominar mis tensiones, me consagro al jamón con melón, la milanesa con papas fritas, y el helado (doble) de dulce de leche, todo acompañado por dos balones de rebosante cerveza. Sintetizando: pagó juiciosamente el señor Acuña, poniéndole así la firma al convenio tácito.

4.

Mi pensión tiene chinches y cucarachas, vive Dios, y las paredes sudan. Yo también. Además, hay un solo baño para siete habitaciones, que en realidad se reducen a seis, pues una está ocupada por dos franchutes jóvenes, que no son lo que se dice fanáticos de la ducha. Él tiene una melena que huele a estofado, y ella unas sandalias abiertas que permiten a la opinión pública enterarse de sus uñas de azabache. Sin embargo, franchutes aparte, el problema del baño es bastante grave, porque si a los efectos de la ducha son seis habitaciones, en cambio a los efectos defecatorios volvemos a ser siete: los galos no se bañan, pero en cambio exoneran el vientre con europea regularidad. O sea que mi alojamiento no pertenece a la cadena del Hilton ni a la cadena del Sheraton, sino [apronten la carcajada] ¡a la cadena del Water! Lástima que no se me ocurrió este horrible chiste cuando estuve con el señor Acuña y su sagrada familia. Habría tenido que festejarlo, muy piola él, porque conoce que yo conozco. En la pensión, que se llama, como es lógico, Hirondelle, porque la dueña dice que sus huéspedes somos aves de paso, en la pensión digo, hay mucha vida. Vamos a entendernos: cuando yo digo vida, quiero decir relajo. Por ejemplo: en la pieza 3 reside un punguista. Él exige que lo llamen Pickpocket, porque se formó en la escuela británica, pero es muy largo como apodo, así que todos lo llaman Pick, y hasta Picky, y él se enoja porque dice que es nombre de perro, pero a esta altura ya no tiene arreglo porque el tercer apodo ingresó a lo que mi profe de historia llamaba la tradición oral. En la número 4 vive una parejita joven, de la cual [puesto que yo vivo en la 5] conozco involuntariamente todos sus ruidos amorosos, que en el caso específico de ella son sencillamente estereofónicos y que me obligan a imaginarla sin ropas con más frecuencia de lo que yo quisiera. El marido o lo que sea, se da perfecta cuenta de mi insoportable situación, pero en vez de tenerme piedad me toma el pelo y cuando se cruza conmigo me dice su estribillo capcioso: «Che, hoy te noto más turbado que ayer, ¿qué te sucede?» Yo lo puteo en silencio, por respeto a la dama sonora, pero él se ríe como el pájaro loco.

En la 6 viven los franchutes, cuyo aroma se cuela a veces por las rendijas, pero debo reconocer que nunca hacen ruidos venéreos. Ruidos de otro tipo sí hacen, ya que él a veces toca la guitarra y ambos cantan canciones de protesta, en un español que les sale directamente de las amígdalas. No se meten con nadie. Si olieran mejor, les tendría simpatía.

En la 7 viven dos botijas, dos nenas, bah, que se la pasan escribiendo a máquina. A veces me despierto de madrugada y sólo oigo las sirenas de la cana y la maquinita de ellas. ¿Qué escribirán?

Aclaro que la 1 y la 2 no las tomo en cuenta porque son las que se reserva la patrona, cuyo nombre es Rosa. Doña Rosa. Se sabe [en realidad es imposible no saberlo, porque ella lo narra dos o tres veces por semana] que es viuda y que su marido fue peronista de la primera época, cuando Evita. Una tarde se puso confidencial y bajando la voz, me dijo en tono cómplice: «Ahora él sería otra cosa, ¿me comprende?»

5.

Tengo que conseguir trabajo, porque la guita se va acabando y no puedo estar pendiente de lo que puedan mandarme los viejos, que por otra parte siempre va a ser poco. Ya fui a dos o tres comercios de Once que pedían personal en los avisos de
Clarín
, pero no bien se enteran de que aún no tengo residencia, dicen un no conmovedor. Ahorro hasta en los puchos, pero me parece un sacrificio idiota. Además hay veces que me vienen incontenibles ganas de fumar, y no tengo. Menos mal que ayer me encontré con el flaco Diego y le estuve mangando puchos toda la santa noche. También vino rajado de la cana. Es claro que él la pasó bastante peor, porque no cayó de boludo como yo, sino por más prestigiosas razones. Dos veces lo agarraron [la primera, escribiendo con aerosol en los muros del Cementerio del Buceo una consigna contra los milicos, y la segunda con un volante que no era precisamente oficialista]. Las dos veces lo movieron lindo, con picana y todo; se aguantó como un tronco y lo largaron. Pero él se dijo: «La tercera es la vencida», y se tomó el alíscafo de Villadiego.

Yo lo conocía poco, porque me lleva como cuatro años, y además él siempre militaba. «Así que vos también sonaste», me dijo, cuán amable. «Quién iba a decir, con lo que siempre te cuidaste.» Es difícil explicarle a un tipo como él, más quemado que el ave Fénix, por qué yo no militaba. Traté de decírselo, pero no entendía nada. «Excusas, botija, excusas.» Me revienta que un carajito, que apenas me lleva cuatro años, me diga «botija» con ese dejo sobrador. «Ta bien, ta bien. Pero y ahora ¿vas a militar?» Le pregunto cómo quiere que milite en este caos. No sé por qué se me ocurrió decir caos. «Siempre se puede», dice él. Le aclaro que antes que nada tengo que hallar trabajo. «Sí, eso está bien. Yo ya estoy laburando. Si querés te ayudo.» Claro que quiero. Anoto un nombre y una dirección. Tengo que ir mañana. «Ahora vení conmigo.» Caminamos como veinte cuadras. Yo hubiera tomado un colectivo, pero él dice que cuando se lleva una vida sedentaria, es muy útil caminar, eso beneficia la circulación. Mi tío Felipe, que es naturista, dice esas mismas aburrideces. Por fin nos detenemos frente a un edificio de varios pisos. Subimos hasta el 15. Un tipo de pelo largo y con colgajos, nos abre la puerta. Hay como quince, todos jóvenes. Discuten, pero no puedo enterarme sobre qué. La terminología me pasa por encima del jopo, no pesco ni una. En un rincón está una piba que casi nunca participa. Tiene cara de tedio, pero es ella la que me dice: «¿Te aburrís?» Me encojo de hombros; tal vez sea un encogimiento afirmativo, porque ella dice: «Vení», y se mete por un pasillo. La sigo y subimos por una escalera de madera, con alfombra. No es un apartamento común, sino un penthouse. Después de la escalera salimos a una galería, y de allí a un jardín. Sí, hay un jardín, con árboles y todo, y es un piso 15. También hay sillas, mesas, y algo así como un sofá veraniego. «Vení», vuelve a decir y se sienta en el sofá veraniego. Yo me siento también y por primera vez la miro con atención; por las dudas sonrío. Es morocha, de ojos lindos, oscuros. Será de mi edad o un poco más. El escote es profundo. No está mal. «¿Te gusto?», pregunta muy serena. Es probable que se me haya depravado un poco la sonrisa. Hay algo de maternal en su carita y a mí siempre me gustaron las madres. «Bueno, sí, sobre todo como anticipo.» Ella ríe francamente, y sin desabrocharse siquiera la chaqueta, puesto que hay espacio suficiente, mete una mano y saca un pecho limpito. Yo me siento autorizado a ayudarla, pero ella me frena de manera inequívoca. «No pienses mal. De todos modos, hoy es imposible. Regla de tres compuesta, ¿tamos?» Y como yo dejo traslucir cierto desencanto, agrega: «Perdón, perdón. Lo hice sólo porque te vi tan aburrido». Y guarda otra vez el pechito.

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