Cuentos completos (70 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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La viuda de Lázaro Vélez, que, pasado un tiempo prudencial, se había vuelto a casar, le incriminó: «¿Y ahora qué? ¿Acaso pretendes que me condenen por bígama? Si quieres que sea feliz, desaparece de mi vida, por favor».

Un sobrino, que en su momento había heredado sus cuatro vacas y sus seis ovejas, le reprochó airado: «No pretenderás que te devuelva lo que ahora es legalmente mío. Vete, viejo, y no molestes más».

Lázaro Vélez resolvió no seguir avanzando. Más bien comenzó a retroceder, y a medida que desandaba el camino se iba despojando de las ropas que al principio le habían brindado.

Por fin, un viejo amigo que lo reconoció y no le reprochó nada (quizá porque nada tenía) se acercó a preguntarle: «Y ahora, ¿a dónde irás?» Y Lázaro Vélez respondió: «A recuperar mi sudario».

El profeta

El profeta lo dijo en la plaza: «Dentro de veinte años el Señor descenderá nuevamente a la tierra. Y habrá justicia», pero los descreídos le gritaron: «Es muy cómodo predecir lo que va a suceder dentro de veinte años. ¿Quién va a pedirte cuentas si te equivocas?».

El profeta lo dijo en la plaza: «No bien comience el nuevo siglo, el sol se oscurecerá y habrá dos noches por jornada», pero los descreídos le gritaron: «Bah, es muy fácil anunciar lo que va a ocurrir el año 2001. ¿Quién va a reclamarte si te equivocas?».

El profeta lo dijo en la plaza: «Dentro de tres años la tierra se arrugará formando colinas y promontorios nuevos y en más de una llanura se abrirán cráteres», pero los descreídos le gritaron: «Es muy trivial pronosticar lo que va a acaecer dentro de tres años. Si tu profecía falla, ¿dónde te encontraremos para lapidarte?».

Entonces el profeta, sin perder la calma, dijo en la plaza: «Dentro de diez segundos os mostraré mi lengua», y antes de que algún descreído lo pusiera en duda, el profeta mostró su lengua innegable y probada, vaticinada y roja.

Mucho gusto

Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar, al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego de temas varios y no siempre racionalmente encadenados.

Al parecer el flaco era escritor; el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba «el sencillo privilegio de poder escribir».

«No crea que es algo tan estupendo», dijo el flaco. «También hay momentos de profundo desamparo, en los que uno llega a la conclusión de que todo lo que ha escrito es una basura. Probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Mire, sin ir más lejos, no hace mucho junté todos mis inéditos (o sea el trabajo de varios años), llamé a mi mejor amigo y le dije: "Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso destruirlo. Así que hazme un favor: quémalo. Júrame que lo vas a quemar". Y me lo juró.»

El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza. «Oiga, don», dijo sin pestañear. «Hace rato que hablamos y ni siquiera nos hemos presentado. Mi nombre es Ernesto Chávez, viajante de comercio.» Y le tendió la mano.

«Mucho gusto», dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos. «Franz Kafka, para servirle.»

Traducciones

Siempre le pasaba lo mismo. Cuando alguien traducía uno de sus poemas a una lengua extranjera (al menos, de las que él conocía), sus propios versos le sonaban mejor que en el original. Por eso no le sorprendió que la versión francesa de su poema «El tiempo y la campana» le pareciera estupenda, grácil, sustanciosa.

Dos años más tarde, un traductor italiano, que no sabía español, tradujo aquella versión francesa, y aunque él nunca había sido partidario de las versiones indirectas (no olvidaba, sin embargo, que muchos años atrás había conocido a través de ellas a Tolstoy, Dostoievsky y también a Confucio), disfrutó grandemente de su poema «in italico modo».

Transcurrieron otros tres años y un traductor inglés, que, como la mayoría de los traductores ingleses, no sabía español, se basó en la versión italiana, basada a su vez en la versión francesa. Pese a tan lejano origen, fue la que mayor placer le produjo al primigenio autor hispanoparlante. Sólo le asombró un poco (en realidad, lo atribuyó a una errata de tantas) que esta nueva versión indirecta se titulara «Burnt Norton» y que el nombre del presunto autor fuera un tal T. S. Eliot. Sin embargo, le gustó tanto que decidió encargarse personalmente de traducirla al español.

Persecuta

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir, despavorido. Las botas de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

Un boliviano con salida al mar

Nunca he podido confirmarlo, pero dicen que en plena guerra de las Malvinas le preguntaron a Borges qué solución se le ocurría para el conflicto, y él, con su sorna metafísica de siempre, respondió: «Creo que Argentina y Gran Bretaña tendrían que ponerse de acuerdo y adjudicar las Malvinas a Bolivia, para que este país logre por fin su salida al mar».

En realidad, la ironía de Borges (siempre que la cita sea verdadera) se basaba en una obsesión que está presente en todo boliviano, ese alguien que siempre parece estar acechando el horizonte en busca del esquivo mar que le fue negado. Tiene el Titicaca, por supuesto, pero el enorme lago sólo le sirve para que crezca su frustración, ya que en vez de conducirlo a otros mundos, sólo lo conduce a sí mismo.

De todas maneras, cuando algún boliviano llega al mar, aunque éste sea ajeno, siempre se trata de un blanco, nunca de un indio. Hubo un indio, sin embargo, nacido junto a las minas de Oruro, que por un extraño azar pudo alcanzar el mar prohibido.

Debió ser un niño simpático y bien dispuesto, ya que una dama paceña, que estaba de paso en Oruro y pertenecía a una familia acaudalada, lo vio casualmente y se lo trajo a la capital, allá por los años cincuenta. Rebautizado como Gualberto Aniceto Morales, aprendió a leer y aprendió a servir. Y tan bien lo hizo, que cuando sus patrones viajaron a Europa, lo llevaron consigo, no precisamente para ampliar su horizonte sino para que los auxiliara en menesteres domésticos.

Así fue que el muchacho (que para ese entonces ya había cumplido quince años) pudo ir coleccionando en su memoria imágenes de mar: desde la tibieza verde del Mediterráneo hasta los golfos helados del Báltico. Cuando al cabo de un año sus protectores regresaron, Gualberto Aniceto pidió que lo dejaran viajar a su pueblo para ver a su familia.

Allí, en su pobreza de origen, en la humilde y despojada querencia, ante la mirada atónita y el silencio compacto de los suyos, el viajero fue informando larga y pormenorizadamente sobre farallones, olas, delfines, astilleros, mareas, peces voladores, buques cisternas, muelles de pescadores, faros que parpadean, tiburones, gaviotas, enormes transatlánticos.

No obstante, llegó una noche en que se quedó sin recuerdos y calló. Pero los suyos no suspendieron su expectativa y siguieron mirándolo, esperando, arracimados sobre el piso de tierra y con las mejillas hinchadas por la coca. Desde el fondo del recinto llegó la voz del abuelo, todavía inexorable, a pesar de sus pulmones carcomidos: «¿Y qué más?».

Gualberto Aniceto sintió que no podía defraudarlos. Sabía por experiencia que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, sólo entonces, que empezó a hablar de las sirenas.

Lingüistas

Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.

De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:

—¡Qué sintagma!

—¡Qué polisemia!

—¡Qué significante!

—¡Qué diacronía!

—¡Qué
exemplar ceterorum
!

—¡Qué
Zungenspitze
!

—¡Qué morfema!

La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.

Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: «Cosita linda».

Todo lo contrario

—Veamos —dijo el profesor—. ¿Alguno de ustedes sabe qué es lo contrario de IN?

—OUT —respondió prestamente un alumno.

—No es obligatorio pensar en inglés. En español, lo contrario de IN (como prefijo privativo, claro) suele ser la misma palabra, pero sin esa sílaba.

—Sí, ya sé: insensato y sensato, indócil y dócil, ¿ no?

—Parcialmente correcto. No olvide, muchacho, que lo contrario del invierno no es el vierno sino el verano.

—No se burle, profesor.

—Vamos a ver. ¿Sería capaz de formar una frase, más o menos coherente, con palabras que, si son despojadas del prefijo IN, no confirman la ortodoxia gramatical?

—Probaré, profesor: «Aquel dividuo memorizó sus cógnitas, se sintió dulgente pero dómito, hizo ventario de las famias con que tanto lo habían cordiado, y aunque se resignó a mantenerse cólume, así y todo en las noches padecía de somnio, ya que le preocupaban la flación y su cremento.»

—Sulso pero pecable —admitió sin euforia el profesor.

El puercoespín mimoso

—Esta mañana —dijo el profesor— haremos un ejercicio de zoomiótica. Ustedes ya conocen que en el lenguaje popular hay muchos dichos, frases hechas, lugares comunes, etcétera, que incluyen nombres de animales. Verbigracia: vista de lince, talle de avispa, y tantos otros. Bien, yo voy ahora a decirles datos, referencias, conductas humanas, y ustedes deberán encontrar la metáfora zoológica correspondiente. ¿Entendido?

—Sí, profesor.

—Veamos entonces. Señorita Silva. A un político, tan acaudalado como populista, se le quiebra la voz cuando se refiere a los pobres de la tierra.

—Lágrimas de cocodrilo.

—Exacto. Señor Rodríguez. ¿Qué siente cuando ve en la televisión ciertas matanzas de estudiantes?

—Se me pone la piel de gallina.

—Bien. Señor Méndez. El nuevo ministro de Economía examina la situación del país y se alarma ante la faena que le espera.

—Que no es moco de pavo.

—Entre otras cosas. A ver, señorita Ortega. Tengo entendido que a su hermanito no hay quien lo despierte por las mañanas.

—Es cierto. Duerme como un lirón.

—Ésa era fácil, ¿no? Señor Duarte. Todos saben que A es un oscuro funcionario, uno del montón, y sin embargo se ha comprado un Mercedes Benz.

—Evidentemente, hay gato encerrado.

—No está mal. Ahora usted, señor Risso. En la frontera siempre hay buena gente que pasa ilegalmente pequeños artículos: radios a transistores, perfumes, relojes, cosas así.

—Contrabando hormiga.

—Correcto. Señorita Undurraga. A aquel diputado lo insultaban, le mentaban la madre, y él nunca perdía la calma.

—Sangre de pato, o también frío como un pescado.

—Doblemente adecuado. Señor Arosa. Auita, el fondista marroquí, acaba de establecer una nueva marca mundial.

—Corre como un gamo.

—Señor Sienra. Cuando aquel hombre se enteró de que su principal acreedor había muerto de un síncope, estalló en carcajadas.

—Risa de hiena, claro.

—Muy bien. Señorita López, ¿me disculparía si interrumpo sus palabras cruzadas?

—Oh, perdón, profesor.

—Digamos que un gángster, tras asaltar dos bancos en la misma jornada, regresa a su casa y se refugia en el amor y las caricias de su joven esposa.

—Este sí que es difícil, profesor. Pero veamos. ¡El puercoespín mimoso! ¿Puede ser?

—Le confieso que no lo tenía en mi nómina, señorita López, pero no está mal, no está nada mal. Es probable que algún día ingrese al lenguaje popular. Mañana mismo lo comunicaré a la Academia. Por las dudas, ¿sabe?

—Habrá querido decir por si las moscas, profesor.

—También, también. Prosiga con sus palabras cruzadas, por favor.

—Muchas gracias, profesor. Pero no vaya a pensar que ésta es mi táctica del avestruz.

—Touché.

Estornudo

Cuando Agustín sintió un fuerte dolor en el pecho, anunció de inmediato a sus familiares: «Esto es un infarto». Sin embargo, el médico diagnosticó aerofagia. El dolor se aplacó con una cocacola y el regüeldo correspondiente.

Fue en esa ocasión que Agustín advirtió por vez primera que la forma más eficaz de exorcizar las dolencias graves era, lisa y llanamente, nombrarlas. Sólo así, agitando su nombre como la cruz ante el demonio, se conseguía que las enfermedades huyeran despavoridas.

Un año después, Agustín tuvo una intensa punzada en el riñón izquierdo y, ni corto ni perezoso, se autodiagnosticó: «Cáncer». Pero era apenas un cálculo, sonoramente expulsado días más tarde, tras varias infusiones de
quebra pedra
.

Pasados ocho meses el ramalazo fue en el vientre y, como era previsible, Agustín no vaciló en augurarse: «Oclusión intestinal». Era tan sólo una indigestión, provocada por una consistente y gravosa paella.

Y así fue ocurriendo, en sucesivas ocasiones, con presuntos síntomas de hemiplejia, triquinosis, peritonitis, difteria, síndrome de inmunodeficiencia adquirida, meningitis, etcétera. En todos los casos, el mero hecho de nombrar la anunciada dolencia tuvo el buscado efecto de exorcismo.

No obstante, una noche invernal en que Agustín celebraba con sus amigos en un restaurante céntrico sus bodas de plata con la Enseñanza (olvidé consignar que era un destacado profesor de historia), alguien abrió inadvertidamente una ventana, se produjo una fuerte corriente de aire y Agustín estornudó compulsiva y estentóreamente. Su rostro pareció congestionarse, quiso echar mano a su pañuelo e intentó decir algo, pero de pronto su cabeza se inclinó hacia adelante. Para el estupor de todos los presentes, allí quedó Agustín, muerto de toda mortandad. Y ello porque no tuvo tiempo de nombrar, exorcizándolo, su estornudo terminal.

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