El comedor, aunque de buenas dimensiones y suficientemente cómodo, no parecía tampoco muy elegante. El suelo, por ejemplo, no estaba alfombrado, aunque reconozco que en Francia suele prescindirse de las alfombras. Faltaban cortinas en las ventanas; las persianas, ya cerradas, aparecían aseguradas con barras de hierro colocadas diagonalmente, a la manera de los cierres de las tiendas. Noté que aquella estancia constituía una de las alas del
château
, por lo cual tenía ventanas en tres lados del paralelogramo, hallándose la puerta en el cuarto. Había por lo menos diez ventanas.
La mesa estaba espléndidamente servida. La vajilla era abundantísima y aparecía repleta de toda clase de exquisitos bocados. La profusión era absolutamente bárbara. Había allí golosinas suficientes para satisfacer a los Anakim. Jamás en mi vida había presenciado un derroche tan generoso, tan desorbitado de todas las buenas cosas de la vida. Muy poco gusto imperaba, sin embargo, en su presentación, y mis ojos, habituados a las luces discretas, se sintieron ofendidos por el prodigioso resplandor de multitud de bujías colocadas sobre la mesa en candelabros de plata, así como en todos los lugares del aposento donde era posible fijarlas. Varios domésticos se ocupaban de servir, y en una gran mesa situada en la parte más lejana del comedor habíanse instalado siete u ocho personas provistas de violines, pífanos, trombones y un tambor. Durante la comida, estos individuos me fastidiaron muchísimo con una infinita variedad de ruidos que parecían considerar como música y que, por lo visto, entretenían muchísimo a los presentes.
En conjunto, pues, no pude dejar de pensar que había mucho de raro en cada cosa que allí se me ofrecía… Pero el mundo está formado por toda clase de gentes con toda clase de costumbres convencionales. Demasiado había viajado para no ser un perfecto adepto del
nil admirari
; por lo cual me senté con toda compostura a la diestra de mi huésped y, como estaba dotado de un sólido apetito, hice los honores a las excelentes viandas que me presentaron.
La conversación, entretanto, era muy animada. Como de costumbre, las damas hablaban mucho. Pronto noté que casi todos los presentes eran personas muy bien educadas, y en cuanto a mi huésped, resultaba una fuente inagotable de anécdotas divertidas. Se mostraba muy inclinado a hablar de sus funciones de director de la
maison de santé y
, para mi gran sorpresa, advertí que el tema de la locura era el favorito de todos los presentes. Se contaban historias muy graciosas sobre los caprichos de los pacientes.
—Una vez tuvimos aquí a un individuo —dijo un hombrecillo sentado a mi derecha— que se creía una tetera. Dicho sea de paso, ¿no es singular que esta manía se repita con tanta frecuencia entre los locos? Apenas hay un manicomio en Francia que no pueda proporcionar una tetera humana.
La nuestra
era una tetera de fabricación británica y cuidaba de pulirse a sí misma todas las mañanas con tiza y una piel de ante.
—Además —dijo un hombre de alta estatura, sentado frente a mí— no hace mucho tuvimos a un enfermo a quien se le había metido en la cabeza que era un asno, lo cual, hablando figurativamente, no dejaba de ser muy cierto. Era un paciente de lo más molesto y nos daba mucho trabajo mantenerlo dentro de ciertos límites. Largo tiempo se negó a comer nada que no fueran cardos, pero lo disuadimos de su idea al no dejarlo que comiera otra cosa. Se pasaba el tiempo soltando coces, así, vean ustedes… así… así…
—¡Señor de Kock, le ruego que se comporte debidamente! —lo interrumpió una anciana señora ubicada al lado del orador—. ¡Guárdese usted sus coces! ¡Ha estropeado mi vestido de brocado! ¿Acaso es necesario ilustrar de manera tan práctica una observación? Nuestro amigo aquí presente comprenderá lo mismo. Palabra, casi es usted tan asno como aquel pobre infeliz creía serlo. Sus coces eran de lo más naturales, puede creerme.
—Mille pardons, mam’zelle
! —repuso Monsieur de Kock—. ¡Mil perdones! No tenía la menor intención ofensiva.
Mam’zelle Laplace, Monsieur de Kock tendrá el honor de beber vino con usted.
Y aquí Monsieur de Kock inclinose, besó ceremoniosamente su propia mano y bebió en unión de Mam’zelle Laplace.
—Permítame usted, amigo mío —dijo Monsieur Maillard dirigiéndose a mí— ofrecerle un trozo de esta ternera
à la St. Menehoult
. Estoy seguro de que la encontrará especialmente sabrosa.
En este momento tres robustos camareros acababan de depositar con gran trabajo en la mesa un enorme plato, o mejor plato trinchero, conteniendo lo que supuse era el
monstrum, horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum
. Pero un escrutinio más cuidadoso me aseguró que se trataba tan sólo de un ternerillo asado entero, apoyado en las rodillas y sosteniendo una manzana en la boca, como se acostumbra en Inglaterra para servir una liebre.
—Muchas gracias —repuse—. Para decir verdad, no me gusta mucho la ternera
à la
… ¿cómo era?, pues siento que no me cae bien. Prefiero cambiar de plato y probar un bocado de conejo.
Había sobre la mesa algunas fuentes conteniendo lo que parecía ser conejo ordinario, plato muy exquisito y digno de ser recomendado.
—¡Pierre! —gritó el huésped—. Cambie el plato del señor y sírvale un trozo de conejo
au-chat
.
—¿Al qué? —dije yo.
—Au-chat.
—Pues bien, muchas gracias, pero… pensándolo mejor, prefiero servirme un poco de jamón.
«Verdaderamente uno no sabe nunca lo que come en las mesas de estos provincianos —me dije—. No quiero saber nada de su conejo al gato, ni tampoco de su gato al conejo, si es que lo sirven…».
—Y luego —dijo un personaje de aire cadavérico situado hacia el final de la mesa, recogiendo el hilo interrumpido de la conversación—, entre otras extravagancias tuvimos cierta vez a un paciente que sostenía con gran obstinación ser un queso de Córdoba, y andaba cuchillo en mano pidiendo a sus amigos que probaran una rebanada de su muslo.
—Era un perfecto loco, sin duda —dijo otro—, pero no se lo puede comparar con cierto individuo a quien todos conocemos, excepción hecha de ese extraño caballero. Aludo al hombre que se creía una botella de champaña y andaba siempre descorchándose con un ruido y un burbujeo… como esto.
Y el orador, muy groseramente según pensé, apoyó el pulgar derecho en la mejilla izquierda, retirándolo con un sonido semejante al de una botella que se descorcha, tras lo cual y mediante un hábil juego de la lengua entre los dientes, produjo un agudo silbido que duró largo tiempo y que imitaba el de la espuma del champaña. Noté claramente que esta conducta no era del agrado de Monsieur Maillard, pero no dijo nada y la conversación continuó a cargo de un hombrecito muy delgado que usaba una enorme peluca.
—Teníamos también a un ignorante —dijo— que se tomaba por una rana, a la cual por cierto no dejaba de parecerse bastante. Me hubiera gustado que le viese usted, señor —agregó, dirigiéndose a mí—, pues le habría encantado la naturalidad con que actuaba. Si aquel hombre no era una rana, sólo puedo agregar que lo lamento mucho. Su croar, en esta forma… O-o-o-ogh… O-o-o-o-ogh… era la nota más bella del mundo… ¡un si bemol! Y cuando ponía los codos en la mesa así… después de haber bebido un vaso o dos de vino… y abría la boca, así… y revolvía los ojos en esta forma… y los guiñaba con extraordinaria rapidez… pues bien, señor mío, puedo asegurarle que hubiera caído en el colmo de la admiración frente al genio de aquel hombre.
—No tengo la menor duda —dije.
—Y también teníamos a Petit Gaillard —dijo otro—, que se creía un polvo de rapé, y estaba afligidísimo porque no podía tomarse a sí mismo entre el pulgar y el índice.
—Y también a Jules Desoulières, que había sido un genio muy notable y, al enloquecer, creyó que era una calabaza. Perseguía de continuo al cocinero, pidiéndole que lo utilizara para hacer un pastel, a lo cual el cocinero se negaba indignado. Por mi parte no dejo de pensar que un pastel de calabaza
à la Desouliè
hubiera sido excelente.
—¡Me asombra usted! —exclamé, mirando con aire interrogativo a Monsieur Maillard.
—¡Ja, ja, ja! —rió este caballero—. ¡Ja, ja, ja; je, je, je; ji, ji, ji! ¡Excelente! No tiene por qué asombrarse, amigo mío. Nuestro compañero es todo un ingenio… un
drôle
… No hay que tomarlo al pie de la letra.
—También —dijo otro de los comensales— estaba Bouffon-Le Grand, un tipo extraordinario a su modo. El amor lo trastornó, y se creía dueño de dos cabezas. Sostenía que una de ellas era la de Cicerón, mientras la otra estaba compuesta; vale decir que era la de Demóstenes desde la frente a la boca, y la de Lord Brougham, de la boca al mentón. No es imposible que estuviera equivocado, pero lo hubiese convencido a usted de lo contrario, pues era hombre de grandísima elocuencia. Tenía verdadera pasión por la oratoria y no podía dejar de manifestarla. Por ejemplo, solía saltar sobre la mesa, en esta forma, y…
En este momento, alguien que se hallaba al lado del que hablaba le puso la mano en el hombro y le susurró unas palabras al oído; inmediatamente el otro guardó silencio y se dejó caer en su asiento.
—Y no olvidemos —dijo el que lo había interrumpido— a Boullard, la perinola. Le llamo la perinola porque le había entrado la manía muy singular, aunque no por completo irrazonable, de que se había convertido en perinola. Se hubiera usted muerto de risa viéndolo dar vueltas. Era capaz de pasarse horas girando sobre un talón, así… y…
Pero entonces, el amigo a quien el orador había interrumpido poco antes hizo lo mismo con él.
—¡Pues bien —gritó una anciana señora con todas sus fuerzas—, su Monsieur Boullard era un loco, y un loco muy tonto, por lo que veo! Permítame preguntarle: ¿quién ha oído hablar jamás de una perinola humana? ¡Qué absurdo! Madame Joyeuse era mucho más sensata, como todos saben. Tenía una manía, pero llena de buen sentido y que proporcionaba gran placer a todos los que se honraban en conocerla. Después de maduras reflexiones llegó a la conclusión de que a causa de algún accidente se había convertido en gallo. Pero en su calidad de tal se conducía muy correctamente. Batía las alas de una manera prodigiosa, así… así… así… y así… y en cuanto a su cacareo, era delicioso. ¡Co, corocó! ¡Co… corocó! ¡Co… corocóooo!
—¡Madame Joyeuse, le ruego que se reporte! —le interrumpió muy encolerizado nuestro anfitrión—. ¡O se conduce usted como una dama… o abandona inmediatamente la mesa! ¡Elija!
La dama (a la cual había oído con gran estupefacción llamar Madame Joyeuse, luego de la descripción que acababa de hacernos de alguien de ese mismo nombre), sonrojose hasta la raíz de los cabellos y pareció sumamente humillada por el reproche. Bajó la cabeza, sin responder una sola palabra. Mas en ese momento otra señora, mucho más joven, reanudó la conversación. Era mi hermosa jovencita del recibimiento.
—¡Oh, Madame Joyeuse
era
una loca! —exclamó—. En cambio en la conducta de Eugènie Salsafette había mucho de buen sentido. Era una joven muy modesta y hermosa, que se había convencido de que la manera ordinaria de vestirse era indecente, y trataba de vestirse al revés, vale decir quedándose
fuera
de sus ropas y no
dentro
de ellas. Después de todo es algo muy fácil de hacer. Basta con empezar así… y luego así… y así… así… y entonces…
—
Mon Dieu
! ¡mam’zelle Salsafette! —gritaron al unísono una docena de voces—. ¿Qué hace usted? ¡Deténgase… es suficiente! ¡Hemos visto perfectamente cómo se hace…! ¡Basta, basta!
Y numerosos comensales abandonaban ya sus sillas para impedir que mam’zelle Salsafette se pusiera a la par de la Venus de Médicis, cuando su intervención dejó de ser necesaria a causa de unos terribles gritos y alaridos que procedían de alguna parte del cuerpo central del
château
.
Mis nervios sufrieron un tardo choque al escuchar aquellos clamores, pero no pude dejar de sentir lástima por el resto de la asamblea. Jamás he visto a un grupo de personas razonables bajo un espanto semejante. Se pusieron pálidos como otros tantos cadáveres y, mientras se desplomaban en sus asientos, temblaban y se estremecían de terror, esperando la repetición de los gritos. Volvieron a oírse éstos con mayor fuerza y al parecer más cerca, se repitieron por tercera vez con gran intensidad y luego más apagados. Ante esta aparente cesación de los clamores, los comensales recobraron inmediatamente los ánimos y todo volvió a ser alegría y conversación como antes. Me atreví entonces a preguntar la causa de aquella interrupción.
—Una simple
bagatelle
—dijo Monsieur Maillard—. Estamos habituados a estas cosas y en realidad nos preocupamos muy poco de ellas. De vez en cuando los locos se ponen a gritar a coro, pues uno excita al otro, como suele ocurrir con los perros de noche. Pero al coro de alaridos sucede en ocasiones una tentativa simultánea para emprender la fuga, y en esos casos no deja de haber cierto peligro.
—¿Y cuántos tiene usted a su cargo en este momento?
—No más de diez.
—¿Mujeres en su mayoría, supongo?
—¡Oh, no! Todos ellos hombres, y puedo asegurarle que bien robustos.
—¿De veras? Había oído decir que la mayoría de los insanos pertenecían al sexo bello.
—Así es en general, pero no siempre. Hace algún tiempo había aquí unos veintisiete pacientes, y entre ellos no menos de dieciocho mujeres; pero las cosas han cambiado mucho, como puede ver.
—Sí… han cambiado mucho, como puede ver —interrumpió el caballero que había dado de coces a Mam’zelle Laplace.
—¡Sí… han cambiado mucho, como puede ver! —coreó la asamblea.
—¡A sujetar la lengua todo el mundo! —gritó mi anfitrión lleno de cólera, tras lo cual los presentes guardaron un silencio de muerte durante casi un minuto, mientras una de las damas obedecía al pie de la letra a Monsieur Maillard, vale decir, sacaba la lengua, que tenía notablemente larga, y la sujetaba resignadamente con ambas manos hasta el fin de la fiesta.
—Pero esta dama —dije al director, inclinándome hacia él para que los demás no me oyeran—, esa excelente señora que acaba de hablar y nos ha ofrecido el cocoricó… supongo que es inofensiva, ¿verdad? Completamente inofensiva.
—¡Inofensiva! —exclamó él, en el colmo de la sorpresa—. ¿Qué… qué quiere usted decir?
—¿O nada más que un poco tocada? —dije, acompañando mis palabras con el ademán de tocarme la sien—. Doy por descontado que su enfermedad no es particularmente… peligrosa, ¿verdad?