—¡Hola! —prorrumpió Toby, como si hubiera estado leyendo en mis pensamientos, y mirándome con la cara de una oveja decrépita en una pesadilla.
El anciano caballero lo tomó del brazo y lo condujo un trecho hacia el interior del puente, a cierta distancia del molinete.
—Estimado amigo —dijo—, considero mi deber concederle todo este terreno para tomar impulso. Espere aquí, mientras me instalo junto al molinete a fin de verificar si usted lo salta elegante y trascendentalmente, sin omitir ninguno de los movimientos de una buena pirueta. Pura formalidad, por supuesto. Diré «una, dos, tres… ¡vamos!». Tenga buen cuidado de no arrancar hasta oír el «vamos».
Colocose al lado del molinete, hizo una pausa como si se sumiera en profunda reflexión, luego
miró hacia arriba
y, según me pareció, sonriose ligeramente, tras lo cual se ajustó las cintas del delantal, observó largamente a Dammit y, finalmente, dio la orden convenida:
—¡Una… dos… tres… y… vamos!
Exactamente al oírse la última palabra mi pobre amigo se lanzó a la carrera. Su estilo no era tan excelente como el de Mr. Lord, pero tampoco tan malo como el de los críticos de Mr. Lord; de todos modos me sentí seguro de que saltaría el obstáculo. Después de todo, si no lo saltaba… ¿qué? ¡Ah, ésa era la cuestión! ¿Y si no lo saltaba?
—¿Qué derecho tiene este caballero de obligar a otro a dar un salto? —dije en alta voz—. ¿Quién es este personaje achacoso? ¡Si me pide a mí que salte, no lo haré, como que estoy vivo, y no me importa en absoluto
quién demonios sea
!
Ya he dicho que el puente aquel estaba cubierto de la manera más ridícula, por lo cual las palabras producían un eco desagradable… aunque nunca había reparado en él tan claramente como al pronunciar mis últimas tres palabras.
Pero lo que dije, o pensé, o escuché fueron cosas que sólo llenaron un instante. Menos de cinco segundos después de tomar impulso, mi pobre Toby daba su salto. Lo vi venir corriendo ágilmente y dar un grandísimo salto, a tiempo que efectuaba las evoluciones más extraordinarias con las piernas a medida que se elevaba. Lo vi en el aire, haciendo una admirable figura de danza justamente encima del molinete; y, como es natural, me pareció insólitamente singular que no
siguiera
su recorrido hacia adelante. Pero todo aquello fue cosa de un segundo; antes de que tuviera tiempo de hacer la menor reflexión profunda, vi a Mr. Dammit que se desplomaba de espaldas y del mismo lado del molinete de donde se había elevado. Y al mismo tiempo vi que el anciano caballero salía corriendo a toda velocidad, tras de recoger y envolver en su delantal alguna cosa que acababa de caer desde la oscuridad de la techumbre del puente, justamente sobre el molinete.
Me quedé profundamente estupefacto ante todo esto, pero no tuve tiempo de pensar, pues Mr. Dammit estaba curiosamente inmóvil, por lo cual deduje que se sentía muy agraviado y que necesitaba de mi ayuda. Me apresuré a acercarme, descubriendo que había recibido lo que cabe calificar de herida grave. En efecto, había sido privado de la cabeza, que inútilmente busqué por todas partes. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar llamar a los homeópatas. Entretanto se me ocurrió algo y, luego de abrir una ventana que había en esa parte del puente, descubrí instantáneamente la triste verdad. A unos cinco pies sobre el nivel del molinete, atravesando la techumbre a manera de soporte, veíase una fina barra de acero, con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie de soportes análogos que reforzaban la estructura del puente. No cabía duda de que el cuello de mi infortunado amigo habíase puesto en contacto con el filo de aquella barra.
Mr. Dammit no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas no le suministraron bastante poca medicina, y la poca que le dieron no pudo él tomarla. Al final empeoró y acabó muriéndose, dando con ello una lección a todos los seres de vida desenfrenada. Regué su tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra en el escudo de armas de su familia y, a fin de cubrir los gastos generales de su funeral, envié una cuenta sumamente moderada a los trascendentalistas. Los villanos se negaron a pagarla, por lo cual hice exhumar de inmediato a Mr. Dammit y lo vendí como alimento para perros.
¡Diantre! Si éstos son tus «pasos» y tus «montantes»,
no quiero saber nada de ellos.
(Ned Knowles)
El barón Ritzner von Jung descendía de una noble familia húngara, cuyos miembros, hasta donde permiten asegurarlo antiquísimas y fidedignas crónicas, se habían destacado por esa especie de
grotesquerie
imaginativa de la cual Tieck, descendiente también de la familia, ha dado una ejemplificación tan vívida, aunque no la mejor.
Mi relación con Ritzner comenzó en el magnífico castillo de los Jung, al cual una serie de extrañas aventuras que no deseo hacer públicas me llevó en los meses de estío de 18… Fue allí donde gané su estima y, lo que era más difícil, un primer atisbo de su conformación mental. En tiempos posteriores estos atisbos se hicieron más profundos, y más estrecha la intimidad entre los dos; por eso, al encontrarnos otra vez en G…n, luego de tres años de separación, sabía todo lo que se necesitaba saber del carácter del barón Ritzner von Jung.
Recuerdo el rumor de expectativa que su llegada provocó en el recinto de la universidad la noche del 25 de junio. Recuerdo también claramente que, si todos los presentes lo declararon a primera vista «el hombre más notable del mundo», ninguno se esforzó por fundamentar su opinión. Tan innegable parecía el hecho de que fuera
único
, que toda pregunta sobre las razones de esa rareza hubieran resultado impertinentes. Pero, dejando esto de lado por el momento, me limitaré a observar que desde su llegada a la universidad el barón empezó a ejercer sobre los hábitos, modales, personas, faltriqueras y propensiones de la comunidad que lo rodeaba una influencia tan vasta como despótica, y al mismo tiempo tan indefinida como inexplicable. Así, el breve período de su residencia en la universidad constituyó una era en sus anales, y fue desde entonces denominada por los que pertenecían a ella o a sus descendientes como «aquella extraordinaria época de la denominación del barón Ritzner Von Jung».
A su llegada a G…n, Von Jung fue a visitarme a mis habitaciones. Carecía en aquel entonces de edad, con lo cual quiero decir que resultaba imposible hacerse una idea de sus años basándose en su apariencia personal. Lo mismo podía haber tenido quince que cincuenta, y en realidad
tenía
veintiún años y siete meses. Nada de apuesto había en él, más bien lo contrario. El contorno de su rostro era angular y áspero. Tenía una frente tan alta como hermosa, nariz chata, ojos grandes, pesados, vidriosos e inexpresivos. Pero en la boca había más terreno de observación. Los labios sobresalían ligeramente y estaban siempre apretados, al punto que sería imposible imaginar otra combinación de rasgos, por más compleja que fuera, capaz de producir de manera tan total y sencilla la impresión de gravedad, de solemnidad y reposo.
De lo que ya he adelantado se deducirá que el barón constituía una de esas anomalías humanas que se encuentran una que otra vez, y que hacen de la ciencia de las
bromas
el estudio y la ocupación de su vida. Una especial conformación de su mente lo capacitaba instintivamente para esta ciencia, mientras su aspecto físico le proporcionaba grandes facilidades para llevarla a la práctica. Estoy firmemente convencido de que en la época tan curiosamente llamada «de la dominación» del barón Ritzner von Jung, ninguno de los estudiantes de G…n sospechó jamás el misterio que envolvía su persona. Lo repito: estoy convencido de que nadie, fuera de mí, imaginó nunca que el barón era capaz de una broma fuera verbal o de hecho; antes hubieran acusado al viejo bulldog del jardín, al fantasma de Heráclito o a la peluca del emérito profesor de teología. Y esto mientras saltaba a los ojos que los más egregios e imperdonables artificios, extravagancias y bufonadas tenían por causa al barón, si no de manera directa, al menos por su intermedio o connivencia. La belleza, si así puedo llamarla, de su arte
mystifique
residía en la consumada habilidad —resultante de un conocimiento casi intuitivo de la naturaleza humana, y de un admirable dominio de sí mismo—, mediante la cual el barón lograba aparentar que las extravagancias que preparaba se producían a pesar de sus laudables esfuerzos para impedirlas y para mantener el buen orden y la dignidad de la casa de estudios. La profunda, la punzante, la sobrecogedora mortificación que el fracaso de sus meritorios esfuerzos dibujaba en cada rasgo de su semblante no dejaba la menor sombra de duda en el ánimo de sus compañeros más escépticos. Y no era menos digna de observación la habilidad que tenía para hacer derivar lo grotesco del creador a lo creado, de su propia persona a las absurdas consecuencias que de ella nacían. Jamás, antes de conocer al barón, había visto que un bromista escapara a las consecuencias inevitables de sus maniobras, es decir, que lo ridículo acabara por contaminar a su propia persona. Mi amigo, en vez, aunque envuelto continuamente en una atmósfera de capricho, daba la impresión de vivir tan sólo para las formas sociales más severas, y ni siquiera los miembros de su propia casa pensaron jamás en asociar a la memoria del barón Ritzner Von Jung otras nociones que las de rigidez y majestad.
Durante la época de su residencia en G…n, parecía como si el demonio del
dolce far niente
dominara como un incubo la universidad. Nada se hacía allí que no fuera comer, beber y divertirse. Las habitaciones de los estudiantes se habían convertido en sendas tabernas, y ninguna de ellas tenía tanta fama ni estaba tan concurrida como la del barón. Nuestras juergas eran numerosas, turbulentas y continuas, llenas siempre de incidentes.
Cierta vez habíamos prolongado la fiesta hasta el alba después de beber una insólita cantidad de vino. Fuera del barón y de mí, había siete u ocho asistentes. La mayoría eran jóvenes adinerados y de abolengo, orgullosos de su alcurnia y todos ellos imbuidos de un exagerado sentimiento del honor. Abundaban en las opiniones más ultragermánicas acerca del duelo. Estas opiniones quijotescas se habían visto vigorizadas por ciertas publicaciones aparecidas en París, así como por tres o cuatro duelos de resultado fatal que habían tenido lugar en G…n; por eso pasamos la mayor parte de la noche discutiendo entusiastamente aquel tema tan absorbente como apasionante.
El barón, que durante la primera parte de la fiesta se había mostrado extrañamente silencioso y abstraído, pareció por fin salir de su apatía, intervino en la conversación y disertó sobre los beneficios y, sobre todo, las bellezas del código de etiqueta imperante en materia de duelos caballerescos, haciéndolo con un ardor, una elocuencia y un apasionamiento tan grandes que provocó el entusiasmo de todos sus oyentes, y aún de mí mismo, que sabía perfectamente cómo el barón se burlaba en el fondo de aquellas mismas cosas que ahora defendía, y consideraba la
fanfaronade
de la etiqueta del duelo con el soberano desdén que ésta merece.
Mirando a mi alrededor en el curso de una de las pausas del discurso de mi amigo (del cual mis lectores podrán formarse una débil idea si digo que se parecía a la manera fervorosa, cantante, monótona y, sin embargo, musical del sentencioso Coleridge), advertí que uno de los presentes evidenciaba síntomas de un interés más que común. Este caballero, al que llamaré Hermann, era muy original en todo sentido —salvo, quizá, en el hecho muy general de ser un perfecto tonto—. Había llegado a gozar en cierto sector de la universidad de gran reputación como profundo pensador metafísico y, según creo, como discurridor lógico. Asimismo disfrutaba de gran renombre como duelista, aun en G…n; he olvidado el número exacto de víctimas que habían sucumbido a sus manos, pero eran varias. No cabe dudar de que era hombre valiente, pero su orgullo se fundaba principalmente en el minucioso conocimiento de la etiqueta del duelo y la exquisitez de su sentido del honor. Estas cosas constituían una manía que habría de acompañarlo hasta su muerte. Para Ritzner, siempre a la búsqueda de lo grotesco, aquellas peculiaridades le habían ofrecido ya amplio campo para sus bromas. Y aunque yo lo ignoraba, no tardé en darme cuenta esta vez de que mi amigo se traía entre manos alguna de las suyas, y que Hermann era el destinatario.
A medida que el barón adelantaba en su discurso —o más bien monólogo— advertí que la excitación de su auditor iba en aumento. Por fin intervino, objetando un punto sobre el cual Ritzner insistía entusiastamente, y dio detalladas razones para su oposición. A éstas contestó también en detalle el barón, sin alterar su tono de exagerado entusiasmo, terminando sus palabras con algo que me pareció de pésimo gusto, es decir, con un sarcasmo y una reflexión irónica.
La manía de Hermann se manifestó entonces en toda su fuerza. Fácil era advertirlo en la estudiada minuciosidad de su réplica. Me acuerdo perfectamente de sus últimas palabras:
—Permítame decir, barón Von Jung, que, si bien sus opiniones son en general correctas, en varios puntos me parecen ignominiosas para usted y para la universidad de la cual forma parte. Ciertos puntos no merecen siquiera que los refute seriamente. Y aun diría más, señor mío, si no temiera ofenderlo (y aquí sonrió amablemente); diría que sus opiniones no son las que cabe esperar de un caballero.
Cuando Hermann hubo pronunciado esta equívoca frase, todos los ojos se volvieron hacia el barón. Éste se puso pálido y luego muy rojo; dejando caer el pañuelo, se agachó para recogerlo, momento en el cual alcancé a atisbar en su rostro una expresión que no podía ser apreciada por ninguno de los asistentes. Aquel rostro estaba radiante y mostraba el aire zumbón que constituía su verdadero carácter, pero que jamás le había visto asumir, salvo cuando estábamos a solas y él se permitía una completa libertad.
Un instante después se puso en pie, enfrentando a Hermann; jamás he vuelto a ver tan instantáneo cambio de expresión. Hasta pensé por un momento que me había equivocado y que el barón procedía con la más absoluta seriedad. Parecía contenerse para no estallar, y su rostro estaba blanco como el de un cadáver. Guardó silencio breve tiempo, como si luchara por dominar sus emociones. Luego, pareciendo haberlo logrado en parte, alzó un vaso que había a su alcance y, mientras lo aferraba con fuerza, le oímos decir: