Cuentos completos (113 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

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BOOK: Cuentos completos
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En vista de ello, el resto de los pasajeros (que eran nueve) consideraron su deber tirarme sucesivamente de las orejas. Un mediquillo joven me aplicó un espejo a los labios y, al descubrir que me faltaba el aliento, declaró que las afirmaciones de mi atormentador eran rigurosamente ciertas; por lo cual los viajeros manifestaron que no estaban dispuestos a tolerar mansamente semejantes imposiciones en el futuro, y que, en cuanto al presente, no seguirían en compañía de un cadáver.

Dicho esto, y mientras pasábamos delante de la taberna del Cuervo, me arrojaron de la diligencia sin sufrir otro accidente que la ruptura de ambos brazos aplastados por la rueda trasera izquierda del vehículo. Diré, además, en homenaje al cochero, que no dejó de tirarme también el más pesado de mis baúles, que desdichadamente me cayó en la cabeza, fracturándomela de manera tan interesante cuanto extraordinaria.

El posadero del Cuervo, que era hombre hospitalario, descubrió que mi baúl contenía lo suficiente para indemnizarlo de cualquier pequeño trabajo que se tomara por mí, y, luego de mandar llamar a un médico conocido, me confió a su cuidado conjuntamente con una cuenta y recibo por diez dólares.

El comprador me llevó a su casa y se puso a trabajar inmediatamente sobre mi persona. Comenzó por cortarme las orejas; pero al hacerlo descubrió ciertos signos de vida. Mandó entonces llamar a un farmacéutico vecino, para consultarlo en la emergencia. Pero en el ínterin, y por si sus sospechas sobre mi existencia resultaban exactas, me hizo una incisión en el estómago y me extrajo varias vísceras para disecarlas privadamente.

El farmacéutico tendía a creer que yo estaba muerto. Traté de refutar su idea pateando y saltando con todas mis fuerzas, mientras me contorsionaba furiosamente, ya que las operaciones del cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero ello fue atribuido a los efectos de una nueva batería galvánica con la cual el farmacéutico, que era hombre informado, efectuó diversos experimentos que no pudieron dejar de interesarme, dada la participación personal que tenía en ellos. Lo que más me mortificaba, sin embargo, era que todos mis intentos por entablar conversación fracasaban, al punto de que ni siquiera conseguía abrir la boca; imposible contestar, pues, a ciertas ingeniosas pero fantásticas teorías que, bajo otras circunstancias, mis detallados conocimientos de la patología hipocrática me habrían permitido refutar fácilmente.

Dado que le era imposible llegar a una conclusión, el cirujano decidió dejarme en paz hasta un nuevo examen. Fui llevado a una buhardilla, y luego que la esposa del médico me hubo vestido con calzoncillos y calcetines, su marido me ató las manos y me sujetó las mandíbulas con un pañuelo, cerrando la puerta por fuera antes de irse a cenar, y dejándome entregado al silencio y a la meditación.

Descubrí entonces con inmenso deleite que, de no haber tenido atada la boca con el pañuelo, hubiese podido hablar. Consolándome con esta reflexión, me puse a repetir mentalmente algunos pasajes de la
Omnipresencia de la Divinidad
, como era mi costumbre antes de entregarme al sueño; pero en ese momento dos gatos de voraz y vituperable aspecto entraron por un agujero de la pared, saltaron con una pirueta
à la Catalani
y cayeron uno frente a otro sobre mi cara, entregándose a una indecorosa contienda por la fútil posesión de mi nariz.

Así como la pérdida de sus orejas sirvió para elevar al trono a Ciro, el Mago de Persia, y la mutilación de su nariz dio a Zopiro la posesión de Babilonia, así la pérdida de unas pocas onzas de mi cara sirvió para la salvación de mi cuerpo. Exasperado por el dolor y ardiendo de indignación, hice saltar de golpe las cuerdas y el vendaje. Corrí por la habitación, lanzando una mirada de desprecio a los beligerantes, y, luego de abrir la ventana ante su horror y desencanto, me precipité por ella con gran destreza.

El ladrón de caminos W., al cual me parecía muchísimo, era llevado en ese momento desde la ciudad al cadalso erigido en los suburbios para su ejecución. Su extremada debilidad y el largo tiempo que llevaba enfermo le habían valido el privilegio de que no lo ataran; vestido con las ropas de los condenados a muerte —que se parecían mucho a las mías— yacía tendido en el fondo del carro del verdugo (carro que pasaba justamente bajo las ventanas del cirujano en momentos en que yo salía por la ventana), sin otra custodia que el carrero, que iba dormido, y dos reclutas del 6 de infantería, que estaban borrachos.

Para mi mala suerte, caí de pie en el vehículo. W., que era hombre astuto, percibió al instante su oportunidad. Dando un salto se dejó caer del carro y, metiéndose por una calleja, se perdió de vista en un guiñar de ojos. Sobresaltados por el ruido, los reclutas no pudieron darse cuenta del cambio producido. Pero al ver a un hombre semejante en todo al villano, que se erguía en el carro frente a ellos, supusieron que el miserable (es decir W). trataba de escapar, y, luego de comunicarse el uno al otro esta opinión, bebieron sendos tragos y me derribaron a culatazos con los mosquetes.

No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto, nada podía yo decir en mi defensa. Era inevitable que me ahorcaran. Me resigné, con un estado de ánimo entre estúpido y sarcástico. Había en mí muy poco de cínico, pero tenía todos los sentimientos de un perro
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. Entretanto el verdugo me ajustaba el dogal al cuello. La trampa cayó.

Me abstengo de describir mis sensaciones en el patíbulo, aunque indudablemente podría hablar con conocimiento de causa, y se trata de un tema sobre el cual no se ha dicho aún nada correcto. La verdad es que para escribir al respecto conviene haber sido ahorcado previamente. Todo autor debería limitarse a las cuestiones que conoce por experiencia. Así, Marco Antonio compuso un tratado sobre la borrachera.

Mencionaré, empero, que no perecí. Mi cuerpo estaba suspendido, pero aquello no podía
suspender
mi aliento; de no haber sido por el nudo debajo de la oreja izquierda (que me daba la impresión de un corbatín militar), me atrevería a afirmar que no sentía mayores molestias. En cuanto a la sacudida que recibió mi cuello al caer desde la trampa, sirvió meramente para enderezarme la cabeza que me ladeara el gordo caballero de la diligencia.

Tenía buenas razones, empero, para compensar lo mejor posible las molestias que se había tomado la muchedumbre presente. Mis convulsiones, según opinión general, fueron extraordinarias. Imposible hubiera sido sobrepasar mis espasmos. El populacho pedía
bis
. Varios caballeros se desmayaron y multitud de damas fueron llevadas a sus casas con ataques de nervios. Pinxit aprovechó la oportunidad para retocar, basándose en un croquis tomado en ese momento, su admirable pintura de Marsias desollado vivo.

Cuando hube proporcionado diversión suficiente, se consideró llegado el momento de descolgar mi cuerpo del patíbulo, sobre todo porque, entretanto, el verdadero culpable había sido descubierto y capturado, hecho del que por desgracia no llegué a enterarme.

Como es natural lo ocurrido me valió simpatías generales, y como nadie reclamó mi cadáver se ordenó que fuera enterrado en una bóveda pública.

Allí, después de un plazo conveniente, fui depositado. Marchose el sepulturero y me quedé solo. En aquel momento un verso del
Malcontento
de Marston,

La muerte es un buen muchacho, y tiene casa abierta…

me pareció una palpable mentira.

Arranqué, sin embargo, la tapa de mi ataúd y salí de él. El lugar estaba espantosamente húmedo y era muy lóbrego, al punto que me sentí asaltado por el
ennui
. Para divertirme, me abrí paso entre los numerosos ataúdes allí colocados. Los bajé al suelo uno por uno y, arrancándoles la tapa, me perdí en meditaciones sobre la mortalidad que encerraban.

—Éste —monologué, tropezando con un cadáver hinchado y abotagado— ha sido sin duda un infeliz, un hombre desdichado en toda la extensión de la palabra. Le tocó en vida la terrible suerte de anadear en vez de caminar, de abrirse camino como un elefante y no como un ser humano, como un rinoceronte y no como un hombre.

Sus tentativas para avanzar resultaban inútiles y sus movimientos giratorios terminaban en rotundos fracasos. Al dar un paso adelante, su desgracia consistía en dar dos a la derecha y tres a la izquierda. Sus estudios se vieron limitados a la poesía de Crabbe
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. No tuvo idea de la maravilla de una
pirouette
. Para él,
un pas de papillon
era sólo una concepción abstracta. Jamás ascendió a lo alto de una colina. Nunca, desde un campanario, contempló el esplendor de una metrópolis. El calor era su mortal enemigo. Durante la canícula sus días eran días de can. Soñaba con llamas y sofocaciones, con una montaña sobre otra, el Pelión sobre el Osa. Le faltaba el aliento, para decirlo en una palabra; sí, le faltaba el aliento. Consideraba una extravagancia tocar instrumentos de viento. Fue el inventor de los abanicos automáticos, de las mangueras de viento, de los ventiladores. Protegió a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente mientras intentaba fumar un cigarro. Siento profundo interés por su caso, pues simpatizo sinceramente con su suerte.

—Pero aquí —dije, extrayendo desdeñosamente de su receptáculo un cuerpo alto, flaco y extraño, cuya notable apariencia me produjo una sensación de desagradable familiaridad—, aquí hay un miserable indigno de conmiseración en esta tierra.

Y diciendo así, para lograr una mejor vista de mi sujeto, lo agarré por la nariz con el pulgar y el índice, obligándolo a sentarse en el suelo, y lo mantuve en esta forma mientras continuaba mi monólogo.

—Indigno —repetí— de conmiseración en esta tierra. ¿A quién se le ocurriría compadecer a una sombra? Por lo demás, ¿no ha tenido el pleno goce de las dichas propias de los mortales? Fue el creador de los monumentos elevados, de las altas torres donde se fabrica la metralla, de los pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su tratado sobre
Sombras y penumbras
lo inmortalizó. Fue distinguido y hábil editor de la obra de South sobre «los huesos». A temprana edad concurrió al colegio y estudió la ciencia neumática. De vuelta a casa, no hacía más que hablar y tocar el corno francés. Protegió las gaitas. El capitán Barclay, que andaba en contra del tiempo, no pudo andar contra
él
. Sus escritores favoritos eran Windham y Allbreath, y Phiz su artista preferido
[113]
. Murió gloriosamente, mientras inhalaba gas;
levique flatu corrupitur
, como la
fama pudicitiœ
en San Jerónimo
[114]
. Era indudablemente un…

—¿Cómo se atreve… cómo… se… atreve…? —interrumpió el objeto de mi animadversión, jadeando por respirar y arrancándose con un desesperado esfuerzo el vendaje de la mandíbula—. ¿Cómo puede usted Mr. Faltaliento, ser tan infernalmente cruel para sujetarme de esa manera por la nariz? ¿No ve que me han atado la boca? ¡Debería darse cuenta, si es que se da cuenta de algo, que debo exhalar un enorme exceso de aliento! Pero, si no lo sabe, siéntese y lo verá. En mi situación representa un grandísimo alivio poder abrir la boca, explayarse, hablar con una persona como usted que no es de los que se creen llamados a interrumpir a cada momento el hilo del discurso de su interlocutor. Las interrupciones son molestas y deberían abolirse. ¿No lo cree usted? ¡Oh, no conteste, por favor! Basta con que uno solo hable a la vez. Pronto habré terminado, y entonces podrá empezar usted. ¿Cómo demonios llegó a este lugar, señor? ¡Ni una palabra, le ruego! Llevo aquí algún tiempo… ¡Terrible accidente! ¿Supo usted de él, presumo? ¡Espantosa calamidad! Mientras pasaba bajo sus ventanas… hace un tiempo… justamente en la época en que a usted le dio por el teatro… ¡cosa horrible!… ¿Oyó alguna vez la expresión «retener el aliento»? ¡Cállese, le digo! ¡Pues bien… yo retuve el aliento de otra persona! Y eso que siempre había tenido bastante con el mío propio… Al ocurrirme eso me encontré con Blab en la esquina… pero no me dio la menor posibilidad de decir una palabra… imposible deslizar una sola sílaba… Naturalmente, fui víctima de un ataque epiléptico… Blab salió huyendo… ¡Los muy estúpidos! Creyeron que había muerto y me metieron aquí… ¡Vaya hato de imbéciles! En cuanto a usted, he oído todo lo que ha dicho… y cada palabra es una mentira… ¡Horrible, espantoso, ultrajante, atroz, incomprensible…! Etcétera, etcétera, etcétera…

Imposible concebir mi estupefacción ante tan inesperado discurso, y la alegría que sentí poco a poco al irme convenciendo de que el aliento tan afortunadamente capturado por aquel caballero (que no era otro que mi vecino Alientolargo) era precisamente el que yo había perdido durante mi conversación con mi mujer. El tiempo, el lugar y las circunstancias lo confirmaban sin lugar a dudas. Pero de todas maneras no solté mi mano de la nariz de Mr. Alientolargo, por lo menos durante el largo período durante el cual el inventor de los álamos de Lombardía siguió favoreciéndome con sus explicaciones.

Obraba en este sentido con la habitual prudencia que siempre constituyó mi rasgo dominante. Reflexioné que grandes obstáculos se amontonaban en el camino de mi salvación, y que sólo con grandísimas dificultades podría superarlos. Muchas personas, bien lo sabía, estiman las cosas que poseen —por más insignificantes que sean para ellas, y aun molestas o incómodas— en razón directa de las ventajas que obtendrían otras personas si las consiguieran. ¿No sería éste el caso con Mister Alientolargo? Si me mostraba ansioso por ese aliento que tan dispuesto se mostraba a abandonar, ¿no me convertiría en una víctima de las extorsiones de su avaricia? Hay villanos en este mundo, como le recordé mientras suspiraba, que no tendrán escrúpulos en aprovecharse del vecino de al lado; y además (esta observación proviene de Epicteto), en el momento en que los hombres están más deseosos de arrojar la carga de sus calamidades, es cuando menos dispuestos se muestran a ayudar en el mismo sentido a sus semejantes.

Frente a consideraciones de este género, manteniendo siempre mi presa por la punta de la nariz, consideré oportuno dirigirle la siguiente réplica:

—¡Monstruo! —empecé, con un tono de profunda indignación—. ¡Monstruo e idiota de doble aliento! Tú, a quien los cielos han castigado por tus iniquidades dándote una doble respiración, ¿te atreves a dirigirte a mí con el lenguaje familiar de la amistad? «¡Mentiras!», dices y «que me calle la boca», ¡naturalmente! ¡Vaya conversación con un caballero que sólo tiene un aliento! ¡Y todo esto cuando de mí depende aliviarte de la calamidad que sufres, y eliminar todas las superfluidades de tu malhadada respiración!

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