En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se tornó macabra. Hablaba «de gusanos, de tumbas, de epitafios». Me perdía en ensueños de muerte, y la idea del entierro prematuro poseía permanentemente mi espíritu. El horrible peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema. Cuando las torvas tinieblas se extendían sobre la Tierra, entonces, presa de los más horrendos pensamientos, temblaba, temblaba como los trémulos penachos de la carroza fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no podía soportar la vigilia, luchaba antes de consentir en dormirme, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, al fin, me hundía en el sueño, era sólo para precipitarme de pronto en un mundo de fantasmas sobre el cual se cernía con sus vastas, negras alas tenebrosas, la única, la sepulcral Idea.
De las innumerables imágenes lúgubres que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en trance cataléptico de duración y profundidad mayores que las habituales. De pronto una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: «¡Levántate!».
Me senté. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía traer a la memoria ni el período durante el cual había caído en trance, ni el lugar donde yacía ahora. Mientras permanecía inmóvil, intentando reunir mis pensamientos, la fría mano me aferró con fuerza de la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:
—¡Levántate! ¿No te ordené que te levantaras?
—Y tú —pregunté—, ¿quién eres?
—No tengo nombre en las regiones donde habito —replicó la voz, plañidera—. Fui un hombre y soy un demonio. Soy implacable, pero digno de lástima. Tú has de sentir que me estremezco. Me rechinan los dientes mientras hablo y, sin embargo, no es por el frío de la noche, de la noche sin fin. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes
tú
dormir tranquilo? No me dejan descansar los gritos de esas grandes agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior y deja que te muestre las tumbas. ¿No es éste un espectáculo de dolor? ¡Contempla!
Miré, y la figura invisible que seguía aferrándome la muñeca hizo abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las débiles irradiaciones fosfóricas de la putrefacción, de modo que pude ver en sus más recónditos escondrijos, y el espectáculo de los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los verdaderos durmientes eran menos, entre muchos millones, que aquellos que no dormían, y había una débil lucha, y había un triste desasosiego general, y de las profundidades de los innúmeros pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y entre aquellos que parecían reposar tranquilos vi gran número que había cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda posición en que habían sido originariamente sepultos. Y la voz me dijo de nuevo, mientras yo miraba:
—¿No es, acaso, ¡ah!, no es, acaso, un lastimoso espectáculo?
Pero antes de que hallara palabras para replicarle, la figura dejó de aferrarme la muñeca, las luces fosforescentes se extinguieron y las tumbas se cerraron con súbita violencia, mientras de ellas brotaba un tumulto de gritos desesperados que repetían: «¿No es acaso, ¡oh Dios!, no es acaso un espectáculo lastimoso?».
Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia aun a mis horas de vigilia. Mis nervios se trastornaron y fui presa de perpetuo horror. Vacilaba en cabalgar, en caminar o practicar cualquier ejercicio que me apartara de casa. En realidad, ya no me atrevía a confiar en mí mismo fuera de la inmediata presencia de aquellos que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de mis habituales ataques, me enterraran antes de que se determinara mi verdadero estado. Dudaba del cuidado, de la fidelidad de mis amigos más queridos. Me asustaba pensar que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que no tenía remedio. Llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar cualquier ataque muy prolongado como excusa suficiente para librarse de mí definitivamente. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, por los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición material estuviera tan avanzada que impidiese toda conservación. Y aun entonces mis terrores mortales no atendían a ninguna razón, no aceptaba consuelo. Comencé una serie de laboriosas precauciones. Entre otras cosas mandé rehacer de tal manera la bóveda familiar, que era posible abrirla fácilmente desde el interior. La más ligera presión de una larga palanca que se extendía dentro de la cripta bastaba para abrir rápidamente los portales de hierro. También estaba prevista la libre admisión de aire y luz, y adecuados receptáculos para alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba forrado con un material cálido y suave y provisto de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la bóveda, con el añadido de resortes ideados de tal modo que el más débil movimiento del cuerpo hubiera sido suficiente para soltarla. Además de todo esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana cuya soga (estaba previsto) entraría por un agujero en el ataúd, siendo atada a una de las manos del cadáver. Mas, ¡ay!, ¿de qué sirve la vigilancia contra el Destino del hombre? ¡Ni siquiera esas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las más extremadas angustias de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época —como ya había ocurrido a menudo— en que me encontré a mí mismo emergiendo de una total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de existencia. Lentamente, con gradación de tortuga, se acercaba el alba gris, pálida, del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de dolor sordo. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Después de un largo intervalo, un retintín en los oídos; luego, tras un lapso aún más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; luego, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que despiertan luchan por convertirse en pensamientos; luego, otra breve zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado, e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes de las sienes al corazón. Y entonces el primer esfuerzo positivo por pensar. Y entonces el primer intento de recordar. Y entonces un éxito parcial y evanescente. Y entonces la memoria ha recobrado tanto su dominio, que en cierta medida tengo conciencia de mi estado. Siento que no estoy despertando de un sueño ordinario. Recuerdo que he padecido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, abruma mi alma estremecida el único peligro horrendo, la única idea espectral, siempre dominante.
Durante unos minutos, ya poseído por esta fantasía, permanecí inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que había de tranquilizarme sobre mi destino, y, sin embargo, algo en el corazón me susurraba que
era seguro
. La desesperación —tal como ninguna otra desdicha produce—, sólo la desesperación me apremió, después de una larga duda, a levantar los pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Supe que el ataque había terminado. Supe que la crisis de mi trastorno había pasado ya. Supe que había recobrado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, estaba oscuro, todo oscuro, con la intensa y total capacidad de la Noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivos, pero ninguna voz brotó de los cavernosos pulmones que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.
El movimiento de las mandíbulas en el esfuerzo por gritar me mostró que estaban atadas, como se hace habitualmente con los muertos. Sentí también que yacía sobre una sustancia áspera y que algo similar, a los costados, me estrechaba. Hasta ese momento no me había atrevido a mover ninguno de los miembros, pero entonces levanté violentamente los brazos que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Golpearon una sustancia sólida, leñosa, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no pude dudar de que reposaba al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de mi infinita desgracia, vino dulcemente la Esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí y ejecuté espasmódicos conatos para forzar la tapa; no se movía. Me palpé las muñecas en busca de la soga: no la encontré. Y así la Consoladora huyó para siempre y una desesperación aún más vehemente reinó triunfal, pues no podía menos de advertir la ausencia de las almohadillas que había preparado tan cuidadosamente, y entonces llegó de improviso a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la bóveda. Había caído en trance fuera de mi casa, entre extraños, dónde y cómo no podía recordarlo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en un ataúd común claveteado, y arrojado a lo profundo, en lo profundo y para siempre, de alguna
tumba
ordinaria, anónima.
Cuando esta horrible convicción se abrió paso en las más íntimas estancias de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje grito continuo, un alarido de agonía resonó en los ámbitos de la noche subterránea.
—Vamos, vamos, ¿qué es eso? —dijo una voz áspera, en respuesta.
—¿Qué diablos pasa ahora? —dijo un segundo.
—¡Fuera de ahí! —exclamó un tercero.
—¿Por qué aúlla de esa manera, como si fuese un gato montés? —dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos muy rústicos me sujetaron y me sacudieron sin ceremonias. No me despertaron de mi sueño, pues estaba bien despierto cuando grité, pero me devolvieron a la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurría cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo me había internado, en una expedición de caza, varias millas abajo a orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos brindó el único abrigo disponible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos únicas literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Su ancho era de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era precisamente la misma. Me resultó dificilísimo introducirme en ella. Sin embargo dormí profundamente y toda mi visión, pues no era sueño ni pesadilla, surgió naturalmente de las circunstancias de mi posición, del giro habitual de mis pensamientos y de la dificultad, a la cual he aludido, de concentrar mis sentidos y especialmente de recobrar la memoria durante largo tiempo después de despertar de un sueño. Los hombres que me sacudieron eran la tripulación de la chalupa y algunos jornaleros contratados para cargarla. De la carga misma procedía el olor a tierra. La venda alrededor de las mandíbulas era un pañuelo de seda con el cual me había atado la cabeza a falta de mi acostumbrado gorro de dormir.
Las torturas sufridas fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran espantosas, de un horror inconcebible; pero del Mal procede el Bien, porque su mismo exceso provocó en mi espíritu una inevitable reacción. Mi alma adquirió vigor, adquirió temple. Viajé al extranjero. Hice vigorosos ejercicios. Respiré el aire libre del cielo. Pensé en otros temas que la muerte. Dejé a un lado mis libros de medicina. Quemé a
Buchan
. No leí más
Pensamientos nocturnos
, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo
como éste
. En poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales, y con ellas se desvanecieron los trastornos catalépticos, de los cuales fueran, quizá, menos consecuencia que causa.
Hay momentos en que, aun para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede cobrar la apariencia del infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no puede considerarse totalmente imaginaria, pero, como los Demonios en cuya compañía Afrasiab realizó su viaje por el Oxus, deben dormir o nos devorarán, debemos permitirles el sueño, o pereceremos.
Jamás he conocido a nadie tan dispuesto a celebrar una broma como el rey. Parecía vivir tan sólo para las bromas. La manera más segura de ganar sus favores consistía en narrarle un cuento donde abundaran las chuscadas, y narrárselo bien. Ocurría así que sus siete ministros descollaban por su excelencia como bromistas. Todos ellos se parecían al rey por ser corpulentos, robustos y sudorosos, así como bromistas inimitables. Nunca he podido determinar si la gente engorda cuando se dedica a hacer bromas, o si hay algo en la grasa que predispone a las chanzas; pero la verdad es que un bromista flaco resulta una
rara avis in terris
.
Por lo que se refiere a los refinamientos —o, como él los denominaba, los «espíritus» del ingenio—, el rey se preocupaba muy poco. Sentía especial admiración por el
volumen
de una chanza, y con frecuencia era capaz de agregarle gran
amplitud
para completarla. Las delicadezas lo fastidiaban. Hubiera preferido el
Gargantúa
de Rabelais al
Zadig
de Voltaire; de manera general, las bromas de hecho se adaptaban mejor a sus gustos que las verbales.
En los tiempos de mi relato los bufones gozaban todavía del favor de las cortes. Varias «potencias» continentales conservaban aún sus «locos» profesionales, que vestían traje abigarrado y gorro de cascabeles, y que, a cambio de las migajas de la mesa real, debían mantenerse alerta para prodigar su agudo ingenio.