Por mi parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a correrme a un costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonner se metió las manos en los bolsillos del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las patillas y se ajustó el cuello. Mr. Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar derecho en el ángulo izquierdo de la boca.
El egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo cual hizo un gesto despectivo y le dijo:
—¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o no lo que acabo de preguntarle? ¡
Sáquese
ese dedo de la boca!
Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitose el pulgar derecho del lado izquierdo de la boca y, por vía de compensación, insertó el pulgar izquierdo en el ángulo derecho de la abertura antes mencionada.
Al no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la momia se volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono perentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.
Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idioma
fonético
; y si no fuera por la carencia de caracteres jeroglíficos en las imprentas norteamericanas, me hubiese encantado reproducir aquí su excelentísimo discurso en la forma original.
Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la conversación con la momia se desarrolló en egipcio antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupo contamos con los señores Gliddon y Buckingham como intérpretes. Estos caballeros hablaban la lengua materna de la momia con inimitable fluidez y gracia; pero no pude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la introducción de imágenes modernas, vale decir absolutamente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se veían obligados en ocasiones a emplear formas concretas para explicar determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo, no pudo hacer comprender en cierto momento al egipcio la palabra «política» hasta que no hubo dibujado en la pared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz llena de verrugas, con los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna izquierda echada hacia atrás, el brazo derecho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos hacia el cielo, mientras la boca se abría en un ángulo de noventa grados. Del mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió hacerle entender la noción absolutamente moderna de
whig
hasta que el doctor Ponnonner le sugirió el medio adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero consintió en quitarse la peluca
[82]
.
Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon versó principalmente sobre los grandes beneficios que el desempaquetamiento y destripamiento de las momias había proporcionado a la ciencia, aprovechando esto para excusarnos de todos los inconvenientes que pudiéramos haber causado en especial a la momia llamada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues apenas era una insinuación) que, una vez explicadas estas cosas, muy bien podíamos continuar con el examen proyectado.
Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus instrumentos.
Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos de conciencia —cuya naturaleza no pude llegar a comprender— con respecto a la sugestión del orador. Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofrecidas y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de todos los presentes.
Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente de reparar los daños que el bisturí había ocasionado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadrada de esparadrapo negro en la punta de la nariz.
Notose entonces que el conde (tal parecía ser el título de Allamistakeo) temblaba ligeramente, sin duda a causa del frío. El doctor se trasladó al punto a su guardarropa, volviendo con una magnífica chaqueta negra, admirablemente cortada por Jennings; un par de pantalones de tartán celeste con trabillas, una camisa de guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto blanco, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas de charol, guantes de cabritilla de color paja, un monóculo, un par de patillas y una corbata del modelo en cascada. Dada la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor (que se hallaban en proporción de dos a uno), tuvimos alguna dificultad para disponer aquellas prendas en la persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podido decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillón junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros y vino.
La conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos ante el hecho bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.
—Hubiera pensado —expresó Mr. Buckingham— que estaba usted muerto desde hacía mucho.
—¡Cómo! —replicó el conde, profundamente sorprendido—. ¡Si apenas he pasado los setecientos años! Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.
Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que la antigüedad de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil cincuenta años, con algunos meses, que le habían depositado en las catacumbas de Eleithias.
—Mi observación, empero —continuó Mr. Buckingham—, no se refería a la edad de usted en el momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es usted un hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su propio testimonio, envuelto en betún.
—¿En qué? —dijo el conde.
—En betún —persistió Mr. Buckingham.
—¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se empleaba casi exclusivamente el bicloruro de mercurio.
—Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender —dijo el doctor Ponnonner— es cómo, después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil años, se encuentra usted hoy lleno de vida y con aire tan saludable.
—Si hubiese estado
muerto
, como dice usted —replicó el conde—, lo más probable es que continuara estándolo; pero veo que se hallan ustedes en la infancia del galvanismo y no son capaces de llevar a cabo lo que en nuestros antiguos tiempos era práctica corriente. Por mi parte, caí en estado de catalepsia y mis mejores amigos consideraron que estaba muerto o que debía estarlo; me embalsamaron, pues, inmediatamente, pero… supongo que están ustedes al tanto del principio fundamental del embalsamamiento.
—¡De ninguna manera!
—¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no entraré en detalles, pero debo decir que en Egipto el embalsamamiento propiamente dicho consistía en la suspensión indefinida de
todas
las funciones animales sometidas al proceso. Empleo el término «animal» en su sentido más amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sino el moral y el
vital
. Repito que el principio básico consistía entre nosotros en suspender y mantener
latentes
todas las funciones animales sometidas al proceso de embalsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera fuese la condición en que se encontraba el sujeto en el momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre. Pues bien, como afortunadamente soy de la sangre del Escarabajo, fui embalsamado
vivo
, tal como me ven ustedes ahora.
—¡La sangre del Escarabajo! —exclamó el doctor Ponnonner.
—Sí. El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una distinguidísima familia patricia muy poco numerosa. Ser «de la sangre del Escarabajo» significa sencillamente pertenecer a dicha familia cuyo emblema era el Escarabajo. Hablo figurativamente.
—Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo?
—Pues bien, la costumbre general en Egipto consiste en extraer el cerebro y las entrañas del cadáver antes de embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos se eximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escarabajo, me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; no resulta cómodo vivir sin ellos.
—Ya veo —dijo Mr. Buckingham—, y presumo que todas las momias que nos han llegado
enteras
son de la raza del Escarabajo.
—Sin la menor duda.
—Yo había pensado —dijo tímidamente Mr. Gliddon— que el Escarabajo era uno de los dioses egipcios.
—¿Uno de los
qué
egipcios? —gritó la momia, poniéndose de pie.
—Uno de los dioses —repitió el erudito.
—Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa manera —dijo el conde, volviendo a sentarse—. Ninguna nación de este mundo ha reconocido nunca más de
un dios
. El Escarabajo, el Ibis etc., eran para nosotros los símbolos (como seres semejantes lo fueron para otros), los intermediarios a través de los cuales adorábamos a un Creador demasiado augusto para dirigirnos a él directamente.
Hubo una pausa. La conversación fue reanudada por el doctor Ponnonner.
—A juzgar por lo que nos ha explicado usted —dijo—, no sería improbable que en las catacumbas próximas al Nilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos e igualmente vivas.
—Sin la menor duda —replicó el conde—. Todos los Escarabajos embalsamados vivos por accidente siguen estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados
expresamente
, pueden haber sido olvidados por sus ejecutores testamentarios y, sin duda, continúan en sus tumbas.
—¿Sería usted tan amable de explicarnos —pregunté— qué entiende por embalsamar «expresamente»?
—Con mucho gusto —repuso la momia, luego de mirarme atentamente a través del monóculo, pues era la primera vez que me atrevía a hacerle una pregunta directa.
—Con mucho gusto —repitió—. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era de unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era considerada como el término natural. Luego de descubierto el principio del embalsamamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese término natural era vivido en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la experiencia había demostrado que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas
pro tempore
, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período —digamos quinientos o seiscientos años—. Al reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que su gran obra se había convertido en una especie de libreta de notas reunidas al azar, algo así como una palestra literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias personales de un ejército de exasperados comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal manera el texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo buscado. Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias personales, las tradiciones corrientes sobre la época en que había vivido anteriormente. Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedía que nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.
—Perdóneme usted —dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la mano sobre el brazo del egipcio—. Perdóneme usted, señor, pero… ¿puedo interrumpirlo un instante?
—Ciertamente,
señor
—replicó el conde.
—Tan sólo una pregunta —continuó el doctor—. Mencionó usted las correcciones personales del historiador a las
tradiciones
referentes a su propio tiempo. Dígame usted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?
—Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser reescritas; vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa.
—De todas maneras —insistió el doctor—, puesto que sabemos que han pasado por lo menos cinco mil años desde su entierro, doy por descontado que las historias de aquel período, si no las tradiciones, eran suficientemente explícitas sobre el tema de mayor interés universal, o sea la Creación, que, como bien sabe usted, se produjo hace tan sólo diez siglos.
—¡Caballero! —exclamó el conde Allamistakeo.
El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el egipcio las comprendiera después de muchas explicaciones adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este último:
—Confieso que las ideas que acaba de sugerirme me resultan completamente nuevas. En mis tiempos jamás supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el universo (o este mundo, si lo profiere) hubiera tenido jamás un principio. Sólo recuerdo que una vez —una vez tan sólo— escuché de un hombre de grandes conocimientos cierta remota insinuación acerca del origen
de la raza humana
, y esa misma persona empleó la palabra Adán (o sea
tierra roja)
que acaba de emplear usted. Pero él lo hizo en un sentido muy amplio, refiriéndose a la generación espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del limo (como nacen miles de otros organismos inferiores), y que surgieron simultáneamente en cinco partes distintas y casi iguales del globo.
Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo a la sien con aire significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echar una ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:
—La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de pasarla en distintas etapas según nos ha explicado usted, debe haber contribuido profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber. Presumo, pues, que la marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias científicas, si se los compara con los modernos, y más especialmente con los yanquis, nace de la mayor dureza del cráneo egipcio.
—Debo confesar nuevamente —repuso el conde con mucha gentileza— que me cuesta un tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?