Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.
Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido en Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así como que los procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados con los verdaderos milagros de los sabios de Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres similares.
Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto desdeñosamente y me contesto que sí.
Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas sobre sus conocimientos astronómicos hasta que uno de los presentes, que hasta entonces no había abierto la boca, me susurró al oído que para esa clase de informaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme quién era), así como a un tal Plutarco, en su
De facie lunœ
.
Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera general sobre la fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas, cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el codo, pidiéndome en nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, se limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos poseíamos microscopios que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios.
Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto de la manera más extraordinaria.
—¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! —exclamó, con enorme indignación por parte de los dos egiptólogos, quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se callara.
—¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York! —gritaba entusiasmado—. ¡O, si le resulta demasiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de Washington!
Y nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando minuciosamente las proporciones del edificio del Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba adornado con no menos de veinticuatro columnas, las cuales tenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a diez pies una de otra.
El conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento las dimensiones exactas de cualquiera de los principales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos habían sido puestos en la noche de los tiempos, pero cuyas ruinas seguían aún en pie en la época de su entierro, en un desierto al oeste de Tebas. Recordaba empero (ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente a un palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía ciento cuarenta y cuatro columnas de treinta y siete pies de circunferencia, colocadas a veinticinco pies una de otra. A este pórtico se llegaba desde el Nilo por una avenida de dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y obeliscos, de veinte, sesenta y cien pies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a recordar, tenía dos millas de largo, y su circuito total debía alcanzar las siete millas. Las paredes estaban ricamente pintadas con jeroglíficos en el interior y exterior. El conde no pretendía
afirmar
que dentro del área del palacio hubieran podido construirse unos cincuenta o sesenta Capitolios como el del doctor, pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que, con algún esfuerzo, se hubieran podido meter doscientos o trescientos. Claro que, después de todo, el palacio de Karnak era bastante insignificante. De todas maneras el conde no podía negarse conscientemente a admitir el ingenio, la magnificencia y la superioridad de la fuente del Bowling Green, tal como la había descrito el doctor. Se veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se había visto una cosa semejante.
Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestros ferrocarriles.
Contestó que no opinaba nada en especial. Los ferrocarriles eran un tanto débiles, mal concebidos y torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía comparar con las enormes calzadas, perfectamente lisas, directas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipcios transportaban templos enteros y sólidos obeliscos de ciento cincuenta pies de altura.
Aludí a nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.
Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría arreglado para colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño como el de Karnak.
Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos artesianos. El conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan de descubrir uno hacía muy poco.
Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y me preguntó si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven en los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de cobre.
Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo metafísico. Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado
The Dial
, y le leímos en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los bostonianos denominaban el Gran Movimiento del Progreso.
El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente vulgares en sus días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera calamidad, pero nunca llegó a progresar.
Hablamos entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran trabajo para hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo allí donde existía el sufragio
ad libitum
, y no había ningún rey.
Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía muchísimo. Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejemplo al resto de la humanidad. Sus sabios se reunieron y confeccionaron la más ingeniosa constitución que pueda concebirse. Durante un tiempo se las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia a la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en que los quince Estados, a quienes se agregaron otros quince o veinte, se consolidaron creando el más odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto en la superficie de la tierra.
Pregunté el nombre del tirano usurpador.
El conde creía recordar que se llamaba
Populacho
.
No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los egipcios sobre el vapor.
El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio silencioso me dio fuertemente en las costillas con el codo, diciéndome que bastante había hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto como para no saber que la moderna máquina de vapor deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de Caus.
Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra buena suerte, el doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio pretendía rivalizar seriamente con los modernos en la importantísima cuestión del vestido.
El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno de los faldones de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer, mientras su boca se iba extendiendo gradualmente de oreja a oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de contestación.
Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia, le pidió que declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los egipcios habían sido capaces de comprender la fabricación de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras de Brandeth.
Esperamos ansiosamente una respuesta, pero en vano. La respuesta no llegaba. El egipcio se sonrojó y bajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Realmente me resultaba insoportable el espectáculo de la mortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero, me incliné secamente y salí.
Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí inmediatamente en cama. Son ahora las diez de la mañana. Desde las siete estoy levantado, redactando esta crónica para beneficio de mi familia y de la humanidad. A la primera no volveré a verla. Mi mujer es una arpía. Diré la verdad: estoy amargamente cansado de esta vida y del siglo XIX en general. Me siento convencido de que todo va mal. Además tengo gran ansiedad por saber quién será Presidente en 2045. Por eso, tan pronto me haya afeitado y bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me haré embalsamar por un par de cientos de años.
Al director del Lady’s Book:
Tengo el honor de enviarle para su revista un artículo que espero sea usted capaz de comprender más claramente que yo. Es una traducción hecha por mi amigo Martin Van Buren Navis (llamado «El brujo de Poughkeepsie») de un manuscrito de extraña apariencia que encontré hace aproximadamente un año dentro de un porrón tapado, flotando en el Mare Tenebrarum —mar bien descrito por el geógrafo nubio, pero rara vez visitado en nuestros días, salvo por los trascendentalistas y los buscadores de extravagancias. Suyo,
Edgar A. Poe
A bordo del globo
Skylark,
1º de abril de 2848
Ahora, mi querido amigo, por sus pecados tendrá que soportar le inflija una larga carta chismosa. Le digo claramente que voy a castigarlo por todas sus impertinencias y que seré tan tediosa, tan discursiva, tan incoherente y tan insatisfactoria como pueda. Además, aquí estoy, enjaulada en un sucio globo, con cien o doscientos miembros de la
canaille
, realizando una excursión de
placer
(¡qué idea divertida tiene alguna gente del placer!), y sin perspectiva de tocar tierra firme durante un mes por lo menos. Nadie con quien hablar. Nada que hacer. Cuando una no tiene nada que hacer, ha llegado el momento de escribir a los amigos. Comprende usted, entonces, por qué le escribo esta carta: a causa de mi
ennui
y de sus pecados.
Prepare sus lentes y dispóngase a aburrirse. Pienso escribirle todos los días durante este odioso viaje.
¡Ay! ¿Cuándo visitará el pericráneo humano alguna
Invención
? ¿Estamos condenados para siempre a los mil inconvenientes del globo? ¿
Nadie
ideará un modo más rápido de transporte? Este trote lento es, en mi opinión, poco menos que una verdadera tortura. ¡Palabra, no hemos hecho más de cien millas desde que partimos! Los mismos pájaros nos dejan atrás, por lo menos algunos de ellos. Le aseguro que no exagero nada. Nuestro movimiento, sin duda, parece más lento de lo que realmente es, por no tener objetos de referencia para calcular nuestra velocidad, y porque vamos a favor del viento. Indudablemente, cuando encontramos otro globo tenemos una posibilidad de advertir cuan rápido volamos, y entonces, lo admito, las cosas no parecen tan mal. Acostumbrada como estoy a este modo de viajar, no puedo evitar una especie de vértigo cuando un globo pasa en una corriente situada directamente encima de la nuestra. Siempre me parece un inmenso pájaro de presa a punto de caer sobre nosotros y de llevarnos en sus garras. Esta mañana pasó uno, a la salida del sol, y tan cerca que su cuerda-guía rozó la red que sujeta la barquilla, causándonos seria aprensión. Nuestro capitán dijo que, si el material del globo hubiera sido la mala «seda» barnizada de quinientos o mil años atrás, hubiéramos sufrido perjuicios inevitables. Esa seda, como me lo explicó, era un tejido hecho con las entrañas de una especie de gusano de tierra. El gusano era cuidadosamente alimentado con moras —una fruta semejante a la sandía— y, cuando estaba suficientemente gordo, lo aplastaban en un molino. La pasta así obtenida recibía el nombre de
papiro
en su primer estado, y sufría variedad de procesos hasta convertirse finalmente en «seda». ¡Cosa singular, fue en un tiempo muy admirada como artículo de
vestimenta femenina
! Los globos también se construían por lo general con seda. Una clase mejor de material, según parece, se halló luego en el plumón que rodea las cápsulas de las semillas de una planta vulgarmente llamada
euphorbium
, pero que en aquella época la botánica denominaba vencetósigo. Esta última clase de seda recibía el nombre de seda-buckingham
[83]
, a causa de su duración superior, y por lo general se la preparaba para el uso barnizándola con una solución de caucho, sustancia que en algunos aspectos debe de haberse asemejado a la gutapercha, ahora de uso común. Este caucho merecía en ocasiones el nombre de goma de la India o goma de
whist
[84]
, y se trataba, sin duda, de uno de los numerosos
hongos
existentes. No me dirá usted otra vez que en el fondo no soy una verdadera arqueóloga.
Hablando de cuerdas-guías, parece que la nuestra acaba de hacer caer al agua a un hombre que viajaba en una de las pequeñas embarcaciones propulsadas magnéticamente que surcan como enjambres el océano a nuestros pies; se trata de un barco de unas seis mil toneladas y, a lo que parece, vergonzosamente sobrecargado. No debería permitirse a esas diminutas embarcaciones que llevaran más de un número fijo de pasajeros. Como es natural, no se permitió al hombre que volviera a bordo y muy pronto él y su salvavidas se perdieron de vista. Me alegra, querido amigo, vivir en una edad demasiado ilustrada para suponer que cosas tales como los meros individuos puedan existir. La verdadera Humanidad sólo se preocupa por la masa. Y ya que estamos hablando de la humanidad, ¿sabía usted que nuestro inmortal Wiggins no es tan original en su concepción de las condiciones sociales y otros puntos análogos, como sus contemporáneos parecen suponer? Pundit me asegura que las mismas ideas fueron formuladas casi de la misma manera, hace unos mil años, por un filósofo irlandés llamado Peletero, a causa de que tenía un negocio al menudeo para la venta de pieles de gato y otros animales
[85]
. Pundit
sabe
, como no lo ignora usted, y no es posible que se engañe. ¡Cuán admirablemente vemos verificada diariamente la profunda observación del hindú Aries Tottle, según la cita Pundit! «Cabe así sostener que no una, o dos, o pocas veces, sino repetidas casi hasta el infinito, las mismas opiniones giran en círculo entre los hombres»
[86]
.