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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Nivel 26

BOOK: Nivel 26
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Entre el personal de los cuerpos de seguridad es bien sabido que los asesinos se clasifican según su pertenencia a uno de los veinticinco niveles de maldad: de los ingenuos oportunistas del nivel 1 a los organizados asesinos torturadores que pueblan el nivel 25.

Lo que casi nadie sabe —a excepción del innominado grupo de investigación de élite que se encarga de dar caza a los asesinos más peligrosos del mundo, un conjunto de hombres y mujeres que no se menciona en ningún registro oficial —es que el proceso para definir una nueva categoría de asesinos está en marcha. Sólo un hombre pertenece a este nivel.

Sus objetivos:

Cualquiera.

Sus métodos:

Ilimitados.

Su alias:

Sqweegel.

Su clasificación:

Nivel 26

Anthony E. Zuiker & Duane Swierczynski

Nivel 26

ePUB v1.1

NitoStrad
01.09.10

Título original:
Level 26: dark origins

Autor: Anthony E. Zuiker & Duane Swierczynski

Traducción: Aleix Montoto

Fecha primera publicaciçon: septiembre de 2010

Editor original: NitoStrad (v1.0 - v1.1)

Corrector erratas: Slevin (v1.1)

ePub base v2.0

A Susan Kennedy, mi nueva cómplice

PRÓLOGO

El don

Roma, Italia

El monstruo estaba escondido en algún lugar de la iglesia. El agente supo que por fin era suyo.

Se quitó las botas tan silenciosamente como pudo y las dejó bajo la mesa de madera del vestíbulo. Las suelas eran de goma, pero podrían hacer ruido sobre el suelo de mármol. De momento, el monstruo no sabía que lo seguían; o al menos eso creía el agente.

Llevaba tres años persiguiendo a un monstruo del que no había fotografías ni ninguna otra prueba física. Intentar cazarlo era como tratar de atrapar volutas de humo con la mano: cada tentativa conseguía que se desvaneciera y que se materializara en cualquier otro lugar.

La cacería lo había llevado por todo el mundo: Alemania. Israel. Japón. Estados Unidos. Y ahora estaba aquí, en Roma, en una iglesia barroca del siglo XVII llamada Mater Dolorosa, que en latín quería decir «madre afligida».

El nombre le iba que ni pintado. El interior de la iglesia era realmente lúgubre. Con la pistola sujeta entre ambas manos, el agente avanzó con sigilo entre los amarillentos muros.

Un letrero en la puerta de la iglesia anunciaba que estaba cerrada al público por trabajos de renovación. El agente sabía suficiente italiano como para entender que se estaba restaurando el fresco de cuatrocientos años de antigüedad que decoraba el interior de la cúpula.

Andamios. Oscuridad. Sombras. Era el habitat natural del monstruo. No era de extrañar que lo hubiera elegido, a pesar de tratarse de un lugar sagrado.

A esas alturas el agente ya había comprendido que el monstruo no conocía límites. Las iglesias y los templos se consideraban santuarios incluso en tiempos de guerra; refugios seguros para aquellos que buscaban el consuelo de Dios en tiempos oscuros.

Mientras avanzaba entre los postes de metal bajo los andamios, el agente tuvo el convencimiento de que el monstruo estaba allí. Lo sentía.

No creía en lo sobrenatural; no creía tener poderes psíquicos. Pero cuanto más duraba la cacería del monstruo, más fácil le resultaba sintonizar con su forma de pensar. Ese don había permitido al agente estar más cerca de atrapar al monstruo que ningún otro investigador; pero también tenía su coste. Cuanto más se acercaba su cerebro a la locura del monstruo, más le costaba a él mantener el contacto con lo que suponía estar cuerdo. Había comenzado a preguntarse si aquella obsesiva persecución podría llegar a terminar con su vida. Había apartado de sí el pensamiento.

Había vuelto a concentrarse al ver a la víctima más reciente, a unas manzanas de allí. La visión de la sangre, la piel desgarrada, las vísceras humeantes en el frío aire nocturno y los amarmolados abalorios de grasa que colgaban de los músculos expuestos harían vomitar a los primeros que lo vieran. No así al agente, que se había arrodillado y había sentido un estallido de adrenalina al tocar el cuerpo a través del grueso látex de sus guantes y advertir que todavía estaba caliente.

Quería decir que el monstruo estaba cerca.

Sabía que no habría ido muy lejos; al monstruo le encantaba esconderse y disfrutar de las secuelas de su trabajo. Se sabía que incluso había llegado a ocultarse en la escena del crimen mientras cuerpos de seguridad maldecían su nombre.

El agente había entrado en el pequeño patio que había cerca del cadáver de la víctima y había dejado vagar su mente. Nada de lógica deductiva, nada de interpretaciones razonadas, presentimientos o corazonadas. En vez de eso, pensó: «Soy el monstruo; ¿adónde voy?».

Al escudriñar los tejados, vió la brillante cúpula y lo supo de inmediato. «Ahí. Iría ahí». No lo dudó ni por un segundo. Todo terminaría esa noche.

Ahora se movía silenciosamente entre los bancos de madera y los postes de metal de los andamios, pistola en mano, con todos los sentidos alerta. El monstruo era tan escurridizo como el humo, pero incluso esa sustancia tenía una apariencia, un aroma, un sabor.

El monstruo tenía la mirada fija en la parte superior de la cabeza de su perseguidor. Se había escondido debajo de un tablón de madera cubierto de manchas de pintura. Se aferraba a los agujeros de la tabla con sus dedos delgados y fuertes y sus igualmente poderosos pies.

Casi deseaba que su cazador levantara la vista.

Muchos lo habían perseguido a lo largo de los años, pero ninguno como aquél. Aquél era especial. Diferente.

Y, de algún modo, le resultaba familiar.

El monstruo quería volver a ver su cara, pero en persona. No era que no conociera el aspecto de sus cazadores. Tenía una gran cantidad de fotografías y grabaciones de todos ellos; en el trabajo, en los patios traseros de sus casas, de camino a llenar el depósito de gasolina, llevando a sus hijos a los partidos y comprando botellas de licor. Había estado lo suficientemente cerca de ellos como para catalogar sus olores, la colonia que llevaban, la marca de tequila que bebían. Formaba parte del juego.

Hasta hacía poco había creído que éste era como los demás. Pero de repente había comenzado a sorprenderlo haciendo avances que nadie había hecho hasta entonces, acercándose a él más que nadie. Tanto que el monstruo se había olvidado de los demás cazadores y había centrado su atención en la única fotografía que tenía de éste. La había estudiado atentamente para intentar averiguar cuál era su punto flaco. Sin embargo, una fotografía no era lo mismo que la vida real. Quería analizar su rostro mientras todavía disfrutaba del aire, contemplaba lo que le rodeaba, absorbía los olores.

Y luego lo asesinaría.

El agente levantó la mirada. Habría jurado que había visto algo moviéndose allí arriba, bajo las sombras del andamio.

La cúpula que lo cubría era una extraña muestra de la arquitectura del XVII. Estaba sustentada sobre docenas de vidrieras que captaban toda la luz entrante y la proyectaban hacia su punto más alto, como si exaltaran a Dios con su propio resplandor. A la luz del día debía de ser impresionante. Pero la luna llena de aquella noche proyectaba sobre las vidrieras un resplandor inquietante. Y todo lo que quedaba por debajo de la cúpula, de las bóvedas para abajo, estaba envuelto en dramáticas sombras. Un descarnado recordatorio del lugar del hombre en el universo: abajo, en la ignorancia de la oscuridad.

La cúpula estaba decorada con una recreación del cielo en la que flotaban querubines, heraldos y nubes, como si quisieran burlarse todavía más del hombre.

Un momento.

Por el rabillo del ojo, el agente vislumbró un revoloteo blanco y oyó un débil crujido de algo que parecía goma. Allí. Por encima del altar.

«Este cazador es muuuuuuuuy bueno —pensó el monstruo desde su nuevo escondite—. Ven a buscarme. Deja que te vea la cara antes de que te la arranque a tiras».

El silencio era tan absoluto que casi parecía algo vivo, palpitante, que envolvía la iglesia. El agente se movía con rapidez, trepando una mano tras otra por el andamio tan silenciosamente como podía, con la pistola en la pistolera lateral, que llevaba abierta para desenfundar a la menor ocasión. Notaba bajo los dedos las rugosidades y protuberancias de la madera; los postes estaban llenos de polvo y de esquirlas de acero.

Siguió escalando lentamente y dejó atrás otra plataforma; cualquier reflejo o atisbo del monstruo. Pero había muy poca luz. Respiró hondo y subió otro nivel más, por encima del borde cuando expuso su cabeza y su cuello a lo desconocido. Ojalá pudiera ver…

«Yo te veo —pensó el monstruo—. ¿Me ves tú a mí?».

Y entonces lo vió.

Vió la cara del monstruo por primera vez. Dos ojos redondos y brillantes lo observaban desde un rostro carente de expresión; era como si alguien hubiera cogido una plancha y hubiera eliminado todas sus facciones… salvo los ojos.

Entonces desapareció a toda velocidad por el lateral del andamio, como una araña ascendiendo por su tela.

El agente abandonó el sigilo. Se lanzó tras el monstruo con una velocidad que lo sorprendió incluso a sí mismo. Trepaba por los travesaños y las plataformas del andamio como si hubiera estado practicando en el campamento del FBI de Virginia.

Entonces lo volvió a ver. Dos niveles por encima de él, atisbo un miembro pálido que se agitaba por el borde de la plataforma.

El agente trepó todavía más rápido y agitado. El monstruo se estaba acercando a la cúpula celestial. Pero aquel cielo era un callejón sin salida. Ahí arriba no había escapatoria.

Por vez primera en décadas, el monstruo sintió auténtico miedo. ¿Cómo le había podido localizar aquel cazador? ¿Cómo podía ser tan temerario de seguirlo hasta allí?

La cara del cazador tenía otro aspecto. Ya no se trataba de un simple agente de la ley que había seguido una corazonada y había tenido un golpe de suerte. Era algo nuevo y asombroso. El monstruo habría reído de entusiasmo, si eso no hubiera ralentizado su ascenso.

Durante un glorioso momento, el monstruo no supo lo que ocurriría a continuación. Se sintió como cuando era un niño. Si el cazador ejercía una ligera presión sobre el gatillo y la trayectoria era la correcta, todo terminaría. El monstruo era muchas cosas, pero no estaba hecho a prueba de balas.

«¿Acabará todo aquí? ¿Eres tú el que me dará muerte?».

Era suyo.

Sintió que el tablón de madera que le quedaba sobre la cabeza le temblaba: el último nivel del andamio antes de llegar a la cúpula. El agente trepó a toda velocidad por los dos últimos travesaños. Desenfundó su pistola.

Allí estaba; tumbado sobre la plataforma superior. Durante un segundo el agente clavó su mirada en los ojos del monstruo a través de la penumbra y éste la mantuvo. No duró más que un suspiro, imposiblemente corto y sin embargo inconfundible; el primitivo reconocimiento entre el cazador y la presa en el momento culminante, justo antes de que uno cante victoria y el otro muera.

El agente disparó dos veces.

Pero el monstruo no sangró. Explotó.

No le llevó más que un segundo reconocer el ruido del cristal haciéndose añicos e identificar el espejo que había roto con sus disparos; sin duda, formaba parte del equipo de los trabajos de restauración. Aquel error podría haberle resultado fatal. Cuando se volvió para disparar otra vez, supo que el monstruo ya se había escapado; lo oyó atravesar una vidriera y salir al tejado de la iglesia. Al agente le cayó encima una lluvia de cristales de colores. Uno de ellos le hizo un corte en la mejilla al levantar el arma y disparar a ciegas hacia el agujero de la vidriera. La bala no hizo blanco y se perdió en el cielo. Oyó el ruido de alguien que se alejaba a la carrera por el exterior de la cúpula… y luego nada.

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