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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Nivel 26 (4 page)

BOOK: Nivel 26
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—El nuevo envío incluía la película que acaban de ver —explicó Riggins—. Lo que resulta preocupante es la frecuencia. Nos envió una nota hace una semana y otra la semana anterior. Normalmente, esperaba meses; a veces incluso años. Por alguna razón, está acelerando el ritmo.

—Intensificando su actividad —dijo San Francisco.

—Sí —respondió Riggins—. Tras pasar unos años en el extranjero, creemos que ha regresado a Estados Unidos. Todas las víctimas eran de la Costa Este: sólo en Manhattan ha matado a tres personas. A tiro de piedra de donde se encuentran ustedes ahora. Este tipo está desesperado por llamar nuestra atención. Y nos gustaría ofrecérsela antes de que acabe con otra vida. Toda nuestra atención.

Lo que Riggins no podía contar a la clase era que la onda expansiva había alcanzado a los jefazos del Departamento de Justicia en un tiempo récord. Y, cosa extraña, ellos la habían hecho llegar a otros departamentos del gobierno.

En tan sólo unas horas, el secretario de Defensa en persona comenzó a presionar a Casos especiales para que solucionaran aquella historia… inmediatamente. Riggins estaba desconcertado por la reacción. Sí, Sqweegel era una amenaza seria. La idea de tener un asesino de nivel 26 suelto por el mundo resultaba aterradora. Y sí, Sqweegel parecía estar a punto de hacer algo más grande y atrevido que nunca. Pero llevaba ya mucho tiempo matando. Y el nuevo mensaje no explicaba que lo hubieran autorizado a hacer aquella oferta a los agentes que había reunido en la sala de operaciones.

Pero tenía que hacerlo de todos modos.

Aquél era el motivo de la reunión matutina.

—Ustedes son la élite —dijo Riggins—. Los mejores de este país en lo suyo. Así que ésta es la oferta que se les hace, directamente desde las altas esferas: atrapen a este monstruo, y recibirán el salario completo de por vida. Un bonus de veinticinco millones de dólares. Una nueva identidad. Borrón y cuenta nueva y a disfrutar de una vida con la que la mayoría de nosotros sólo podemos soñar. Es una oportunidad profesional única y, al mismo tiempo, un colchón de oro.

Se quedó un momento callado para que la idea se asentara en sus mentes.

—¿Quién está interesado? Riggins esperó expectante.

De nuevo, en la habitación se hizo un silencio ensordecedor. Todo el mundo parecía aturdido por el golpe «uno-dos» de la película snuff y la charla de Riggins. Rostros inexpresivos se miraban entre sí con estupefacción.

Todos intentaban pasar desapercibidos, mirándose entre sí como alumnos de colegio rezando para que uno de ellos, al menos uno de ellos, supiera la respuesta al maldito problema de álgebra. O, más bien, rezando para que uno de ellos, al menos uno de ellos, no estuviera absolutamente aterrado por lo que acababan de ver en la pantalla.

Riggins esperó, pero ya sabía lo que había sucedido. Se había corrido la voz. Cuando los convocaron, empezaron a hablar entre ellos en sus unidades locales a pesar de tener estrictas órdenes de no decir una sola palabra acerca del viaje.

Quizá incluso se había mencionado el nombre de «Sqweegel». Era muy posible que sus colegas o jefes hubieran intervenido en los anteriores intentos de cazar al monstruo. Estaban aquí porque eran los chicos listos, así que algunos de ellos debían de haber juntado las piezas.

Y en algún momento de las últimas doce horas, uno de ellos habría supuesto que todos los agentes que habían participado en las tentativas de capturar a Sqweegel habían terminado muertos o enchufados a una máquina totalmente desfigurados.

Al final Riggins obtuvo el resultado que había previsto desde el momento en el que sus superiores le ordenaron montar todo aquello:

Nadie se presentó voluntario.

Riggins tenía ganas de gritarles. Lanzarles la taza de café. Hacerla añicos contra alguna de sus caras de niñatos de la Ivy League cubiertos de granos. Preguntarles por qué narices se dedicaban a aquello si en el fondo no querían hacerlo.

Pero no. No serviría de nada.

Incluso Riggins se veía obligado a admitir que la oferta era absurda. Era típico del gobierno ofrecer montañas de dinero para solucionar problemas que sólo aparentaban comprender. Pero de nada servía todo el dinero del mundo si uno terminaba muerto… o algo peor. Y eso era una certeza en lo que respectaba a Sqweegel.

Era un depredador de hombres sin igual. Tan letal como un cuchillo atravesándote el cráneo, pero tan incorpóreo como un fantasma.

Sólo había un hombre mínimamente cualificado para llevar aquel caso. El único hombre que había mirado directamente a los ojos de Sqweegel y había conseguido sobrevivir al encuentro.

El mismo hombre que nunca, jamás, se haría cargo de él.

Capítulo 6

El aula se había quedado vacía, hacía rato que los alumnos habían regresado a sus casas. Riggins se preguntaba si no habría destrozado el solito la confianza de todos los CSI decentes del país. A nadie le gusta admitir que no puede hacerse cargo de algo, que un caso es demasiado aterrador.

Desde el principio, Riggins había sabido que aquello era una mala idea. Le había gustado hacer caso a sus instintos en vez de a sus superiores. Aunque tampoco era culpa de éstos. También se limitaban a obedecer órdenes de sus propios superiores.

Constance Brielle se acercó a Riggins, le puso una mano en el hombro y le dio un leve apretón.

—Te están esperando en la sala.

—Genial —dijo Riggins—. Cojonudo. ¿No es eso lo que decís los muchachos?

—No lo sé, Tom. Hace quince años que dejé de ser una muchacha.

—¡Bah! Todavía eres una cría.

—Viniendo de ti, eso es una especie de cumplido.

Intentó dedicarle una sonrisa, y Riggins lo apreció. Le gustaba Constance porque le recordaba a Dark antes de todas las calamidades que le habían ocurrido. Constance era lista. Dura. Se acercaba a la llama, pero era lo suficientemente ágil como para evitar que la quemara. Había despuntado gracias a su talento. Una palabra amable —un mero «buena chica»— era suficiente para alentarla durante meses.

También era una mujer extraordinariamente guapa, de carnosos labios rojizos y pequeñas y precisas manos que llamaban la atención. Su pelo negro, recogido con una simple horquilla, dejaba a la vista los elegantes ángulos de su rostro. Pero Riggins no tenía intención alguna de intentar ligársela. Ya había pasado por eso, y el resultado fue una de esas ex esposas que ahora le deseaban la muerte.

—Venga —dijo Riggins—. Acabemos con esto de una vez.

Se había programado una teleconferencia internacional para las ocho y media de esa mañana.

Un grupo de psiquiatras forenses que trabajaban para las agencias contra el crimen más importantes del mundo —incluyendo las de Italia, Japón y Francia— habían reunido recientemente los criterios que describían a un asesino de nivel 26 y exigían que se tomaran medidas inmediatas. Aquellos países habían creado un fondo monetario común y estaban esperando el nombre y el curriculum del agente de Casos especiales que dirigiría el nuevo equipo dedicado a la captura de Sqweegel y cuyos recursos serían ilimitados.

El secretario de Defensa en persona, Norman Wycoff, también participaría en ellos a petición nada menos que del presidente de Estados Unidos. Al parecer, Sqweegel había sido incluido en la corta lista de riesgos para la seguridad del estado.

Al cabo de unos minutos todas las miradas estarían puestas en Riggins. Nunca había estado más expuesto que ahora. Sentía que el sudor comenzaba a mojarle la nuca y sabía que no tardaría en empapar su traje negro.

Constance lo guió pasillo abajo, luego se colocó delante de un panel de monitores y se puso unos auriculares.

Riggins permaneció detrás de ella, con los brazos cruzados.

El mundo quería respuestas, pero Riggins no las tenía. Lo único que oía eran los regulares pasos de Norman Wycoff acercándose por el pasillo.

Para asistir a la teleconferencia internacional,

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dark

Capítulo 8

Aeropuerto internacional Dulles

9.17 horas

La reunión había durado poco; tal como Riggins había imaginado, había sido un completo desastre.

Sobre todo porque no les había dicho —no había podido decirles— lo que querían oír. Nadie quería dedicarse a dar caza a Sqweegel.

Pero el secretario de Defensa había empeorado todavía más las cosas al abusar de su autoridad respecto a Riggins ante todos los presentes: de Constance y el personal de apoyo de Casos especiales; del general Constanza de Italia, el general St. Pierre de Francia y el ministro Yako de Japón, todos ellos los máximos responsables de los cuerpos de seguridad de sus respectivos países. Fue como si le hubieran dado un tirón de orejas delante del mundo entero.

Como consecuencia, la oferta del fondo monetario común de veinticinco millones de dólares que habían reunido Italia, Francia y Japón había sido inmediatamente rescindida.

Ahora, Robert Dohman —el tipo que le hacía el trabajo sucio al secretario de Defensa— conducía a Riggins por la pista hacia el Boeing C-32 que servía bajo el nombre de Air Force Two. O Dohman estaba haciendo un trabajo pésimo dándole conversación a Riggins o por el contrario se le daba muy bien ponerlo de los nervios.

—Así que nadie ha aceptado la oferta, ¿eh? —dijo Dohman.

Riggins le dedicó una tensa sonrisa.

—Estoy seguro de que estás perfectamente enterado de lo que ha sucedido en la teleconferencia, Dohman. Tu jefe no te ata tan corto.

—¿Has mencionado el bonus?

—Sí, puesto que se trataba de una parte clave de la oferta.

—¿Y nadie ha picado? ¿A ni uno solo de tus agentes le iría bien una paga extra de veinticinco millones de dólares?

Dohman era un tipo de cejas pobladas que escondía su calva bajo una escasa cortinilla de pelo y tenía la piel cubierta de manchas de melanoma.

Aquel cabronazo sabía perfectamente lo que había ocurrido en la teleconferencia. Riggins había admitido que nadie había aceptado la oferta. Los acuerdos se habían ido a la mierda y al final todo el mundo se había enfadado, incluido Riggins.

Y, claro, el general Costanza —principal responsable de la lucha contra el crimen en Italia— había tenido que mencionar el nombre de Dark. El secretario de Defensa se había puesto muy nervioso. ¿Cuántas veces tenía que decirles Riggins que Dark se había retirado? En lo que respectaba a Casos especiales, estaba muerto y enterrado.

Riggins ni siquiera estaba seguro de que Dark no debiera estar entre rejas por las cosas que —sospechaba— había hecho tras dejar Casos especiales.

Daba igual, el secretario no lo había creído. Poco después, Dohman había aparecido para escoltarlo personalmente a Dulles. El secretario de Defensa tenía que hacer un viaje a la Costa Oeste, y había sugerido que Riggins debía acompañarlo.

«Sugerido» igual que un árbitro sugiere que un bateador está eliminado.

Capítulo 9

9.22 horas

El Air Force Two no es lo que uno se imaginaría: madera pulida, sillones de cuero, whisky escocés en vasos de cristal biselado y la penetrante fragancia de los puros Macanudo.

Es más bien la sala de conferencias flotante de una empresa algo desorganizada, repleto de papeles, archivos, vasos de plástico, bolsitas de azúcar a la mitad y un puñado de tipos legañosos en mangas de camisa y corbata, con aliento a café y manchas de sudor en las axilas.

Y como en cualquier otra oficina del mundo, Riggins advirtió con fastidio que ni siquiera se podía fumar.

Pero al menos en otras empresas podías salir a la calle a meterte una dosis de nicotina. Si hacías eso aquí, en cambio, tu cigarrillo terminaría por dibujar la trayectoria de una caída de cuarenta mil pies de altura hacia una muerte segura.

Aunque tampoco le dieron tiempo para pitillos. Lo tuvieron demasiado ocupado con la reprimenda del secretario de Defensa.

—¿A qué ha venido esa gilipollez de descartar nuestra mejor opción para capturar a ese enfermo de mierda?

El país rara vez veía aquel lado de Norman Wycoff, el defensor —y, a veces, el vengador— más apasionado de Norteamérica. Sí, en ocasiones los medios de comunicación contaban historias acerca de su temperamento, pero lo consideraban parte de su encanto. El secretario Wycoff no era vindicativo; era apasionado en sus esfuerzos por mantener a la nación a salvo de los terroristas. No era propenso a los arrebatos; simplemente le gustaba dejar claras sus opiniones.

Deberían ver a Wycoff ahora. De su cabeza, de aspecto normalmente sereno, sobresalían venas azules, y bajo sus perspicaces ojos marrones se apreciaban unas incipientes ojeras oscuras. El secretario era famoso por ser la personificación de la confianza en uno mismo, sin importarle el lugar donde hablara, o si su público era de uno o de un millón de espectadores. Ahora daba la impresión de que la tirante cuerda que lo mantenía todo en su sitio dentro de su cerebro se había roto y su furia se había desatado.

De modo que aquí estaba Riggins, sentado en el desordenado corazón del imperio norteamericano, recibiendo una buena bronca del hombre que se encargaba de mantenerlo a salvo.

—Con todos mis respetos —dijo Riggins—, pensaba que ya habíamos zanjado esa cuestión en la reunión, señor secretario.

—Todo agente con el que he hablado en Casos especiales cree que Dark es el hombre indicado para ese trabajo —replicó Wycoff—. ¿Por qué? ¿Y por qué se muestra usted tan jodidamente testarudo?

Riggins suspiró.

—Dark no es una opción.

—Por lo que sé, ustedes dos estaban muy unidos —insistió Wycoff—. Si usted quisiera, podría hacer que volviera.

Riggins quería gritarle: «¿Cómo? ¿Imponiéndole las manos sobre la cabeza y liberándole de sus demonios? ¿Resucitando a su familia?».

Esa era exactamente la razón por la que Riggins hubiera preferido que no se mencionara a Dark en la teleconferencia. Si surgía su nombre, tendría que explicar qué tenía de especial, y en cuanto estos tipos se enteraran, lo querrían a él, claro está. ¿Quién no lo querría en el caso? Dark era el tipo perfecto para el trabajo. Pero no iba a aceptarlo.

Riggins intentó volver a explicárselo al jodido secretario de defensa de un modo que pudiera comprender su estúpido cerebro. Sí, pensó Riggins, había llegado el momento de recurrir a las imágenes.

—Roma, hace dos años —comenzó Riggins—. Dark era el agente principal del caso de Sqweegel. Creemos que estuvo más cerca de pillarlo de lo que nadie lo había estado en veinte años.

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