En la consagración de su enorme riqueza a la realización de visiones como ésta, en el libre ejercicio al aire libre asegurado por la dirección personal de sus planes, en el incesante objeto, en el desprecio de la ambición que ese objeto le permitía verdaderamente sentir, en las fuentes perennes con que lo satisfacía, sin posibilidad de saciarse, la pasión dominante de su alma, la sed de belleza; y, por encima de todo, en la femenina simpatía de una mujer cuya belleza y amor envolvieron su existencia en la purpúrea atmósfera del paraíso, fue donde Ellison creyó encontrar, y
encontró
, la liberación de los comunes cuidados de la humanidad, con una suma de felicidad positiva mucho mayor de la que nunca brilló en los arrebatados ensueños de madame De Staël.
Desespero de dar al lector una clara idea de las maravillas que mi amigo realizaba. Deseo pintarlas, pero me descorazona la dificultad de la descripción y vacilo entre los detalles y las líneas generales. Quizá el mejor partido será unir ambas cosas por sus extremos.
El primer paso para Ellison consistía, por supuesto, en la elección de la localidad; y apenas empezaba a pensar en este punto cuando la exuberante naturaleza de las islas del Pacífico atrajo su atención. En realidad, había resuelto hacer un viaje a los mares del Sur, pero una noche de reflexión lo indujo a abandonar la idea. «Si yo fuera un misántropo —dijo mi amigo—, ese lugar me convendría. El absoluto aislamiento, la reclusión y la dificultad para entrar y salir serían en ese caso el encanto de los encantos; pero todavía no soy Timón. Deseo la serenidad, pero no la opresión de la soledad. Debe quedarme cierto dominio sobre el alcance y la duración de mi reposo. Habrá momentos frecuentes en que necesitaré también la simpatía de los espíritus poéticos hacia lo que he realizado. Buscaré entonces un lugar no alejado de una ciudad populosa, cuya vecindad, además, me permitirá ejecutar mejor mis planes».
En busca de un lugar conveniente así ubicado, Ellison viajó durante varios años y me fue permitido acompañarlo. Mil lugares que me extasiaban fueron rechazados por él sin vacilación, por razones que al cabo me convencían de que estaba en lo cierto. Llegamos por fin a una elevada meseta de maravillosa fertilidad y belleza con una perspectiva panorámica muy poco menor en extensión a la del Etna y, en opinión de Ellison, así como en la mía, superior a la afamadísima vista de aquella montaña en todos los verdaderos elementos de lo pintoresco.
—Me doy cuenta —dijo el viajero, lanzando un suspiro de profundo deleite después de contemplar extasiado la escena durante casi una hora—, sé que aquí, en mi situación, el noventa por ciento de los hombres más exigentes se darían por satisfechos. Este panorama es verdaderamente magnífico y me regocijaría si no fuera por el exceso de su magnificencia. El gusto de todos los arquitectos que he conocido los lleva a construir, por amor a la «vista», en lo alto de las colinas. El error es evidente. La magnitud en todos sus aspectos, pero especialmente en el de la extensión, sorprende, excita, y luego fatiga, deprime. Para el paisaje ocasional nada puede ser mejor; para la vista constante, nada peor. Y en la vista constante la forma más objetable de magnitud es la extensión; la peor forma de la extensión, la distancia. Está en pugna con el sentimiento y la sensación de
retiro
, sentimiento y sensación que tratamos de satisfacer cuando nos vamos «al campo». Mirando desde la cima de una montaña no podemos menos de sentirnos
ajenos
al mundo. El desconsolado evita las perspectivas lejanas como la peste.
Sólo a fines del cuarto año de búsqueda encontramos una localidad con la que Ellison se declaró satisfecho. Es innecesario decir, por supuesto,
dónde
estaba la localidad. La muerte reciente de mi amigo, al abrir sus puertas a cierta clase de visitantes, ha dado a Arnheim una especie de celebridad secreta y privada, si no solemne, similar en cierto modo, aunque en un grado infinitamente superior, a la que durante tanto tiempo distinguió a Fonthill.
Habitualmente se llegaba a Arnheim por el río. El visitante abandonaba la ciudad de mañana temprano. Hasta mediodía pasaba entre orillas de una belleza tranquila y doméstica, donde pacían innumerables ovejas cuyos blancos vellones manchaban el verde vivo de las praderas onduladas. Gradualmente la impresión de cultivo iba tornándose en otra de vida puramente pastoril. Lentamente ésta terminaba en una sensación de retiro, y ésta, a su vez, en la conciencia de la soledad. Al acercarse la noche el canal se angostaba; las orillas eran cada vez más escarpadas, cubiertas de follaje más rico, más profuso y más sombrío. La transparencia del agua aumentaba. La corriente daba mil vueltas, de suerte que en ningún momento podía verse su superficie brillante desde una distancia mayor de un cuarto de milla. A cada instante el barco parecía prisionero dentro de un círculo encantado, rodeado de inexpugnables e impenetrables muros de follaje, un techo de satén azul ultramar y
ningún
piso; la quilla se balanceaba con admirable exactitud como sobre la de un barco fantasma que, habiéndose invertido por algún accidente, flotara en constante compañía de la nave real, con el fin de sostenerla. El canal se convertía entonces en una
garganta
, aunque el término no es exactamente aplicable y lo empleo tan sólo porque no hay en el lenguaje palabra que represente mejor el rasgo más sorprendente —no el más característico— del paisaje. El aspecto de garganta sólo se manifestaba en la altura y el paralelismo de las orillas; pero desaparecía en otros caracteres. Las paredes del barranco (entre las cuales fluía tranquila el agua clara) se elevaban hasta una altura de cien y en ocasiones ciento cincuenta pies, inclinándose tanto una hacia la otra que en gran medida interrumpían el paso de la luz, mientras arriba los largos musgos como plumas colgando espesos desde los entrelazados matorrales, daban a todo el abismo un aire de melancolía fúnebre. Los meandros se multiplicaban y complicaban, y parecían volver a menudo sobre sí mismos, de modo que el viajero perdía en seguida todo sentido de orientación. Lo envolvía, además, una exquisita sensación de extrañeza. El concepto de naturaleza subsistía, pero como si su carácter hubiese sufrido una modificación; había una misteriosa simetría, una estremecedora uniformidad, una mágica corrección en sus obras. Ni una rama seca, ni una hoja marchita, ni un guijarro perdido, ni un sendero en la tierra oscura se percibían en ninguna parte. El agua cristalina manaba sobre el granito limpio o sobre el musgo inmaculado con una exactitud de diseño que deleitaba y al mismo tiempo deslumbraba la vista.
Después de recorrer los laberintos de este canal durante algunas horas, mientras la oscuridad se ahondaba por momentos, una brusca e inesperada vuelta del barco lo lanzaba de improviso, como si cayera del cielo, en un estanque circular de gran extensión, comparada con la anchura de la garganta. Tenía unas doscientas yardas de diámetro y lo rodeaban por todas partes, salvo la que enfrentaba a la nave al entrar, colinas iguales en su altura general a las paredes del abismo, aunque de carácter completamente distinto. Sus flancos subían inclinados desde el borde del agua en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, y estaban cubiertos desde la base hasta la cima —sin ningún intervalo perceptible— por un manto de flores magníficas, donde apenas se veía una hoja verde en un mar de color perfumado y ondulante. El estanque tenía gran profundidad, pero tan transparente era el agua que el fondo, como hecho de una espesa capa de guijarros de alabastro pequeños y redondos, era claramente visible por momentos, es decir cuando la mirada podía permitirse
no
ver, en el fondo del cielo invertido, la reflejada floración de las colinas. No había en éstas ni árboles ni siquiera arbustos de cualquier tamaño que fuese. Producían en el observador una impresión de riqueza, de calidez, de color, de quietud, de uniformidad, de suavidad, de delicadeza, de elegancia, de voluptuosidad y de milagroso refinamiento de cultura que hacía soñar con una nueva raza de hadas laboriosas, dotadas de gusto, magníficas y minuciosas; pero cuando el ojo subía por la pendiente multicolor, desde su brusca unión con el agua hasta su vaga terminación entre los pliegues de una nube suspendida, resultaba verdaderamente difícil no pensar en una panorámica catarata de rubíes, zafiros, ópalos y ónix áureo, precipitándose silenciosa desde el cielo.
El visitante que cae de improviso en esta bahía desde las tinieblas del barranco queda encantado pero sorprendido por el rotundo globo del sol poniente que había supuesto ya bajo el horizonte y que ahora lo enfrenta, constituyendo el único límite de una perspectiva que de otro modo sería infinita vista desde otro abismo abierto entre las colinas.
Pero aquí el viajero abandona el navío que lo llevara tan lejos y desciende a una ligera canoa de marfil ornada, tanto por dentro como por fuera, de arabescos de un vívido escarlata. La popa y la proa de este bote se levantan muy por encima del agua en agudas puntas, de modo que la forma general es la de una luna irregular en cuarto creciente. Flota en la superficie de la bahía con la gracia altiva de un cisne. Sobre el piso cubierto de armiño descansa un solo remo liviano, de palo áloe; pero no se ve ningún remero ni sirviente. Se ruega al huésped que no pierda el ánimo, que el hado se ocupará de él. El navío más grande desaparece y queda solo en la canoa que flota aparentemente inmóvil en medio del lago. Mientras medita sobre el camino a seguir, advierte un suave movimiento en la barca mágica. Ésta gira lentamente sobre sí misma hasta ponerse de proa al sol. Avanza con una velocidad suave, pero gradualmente acelerada, mientras los leves rizos del agua que rompen en los costados de marfil con divinas melodías parecen ofrecer la única explicación posible de la música suave pero melancólica, cuya origen invisible en vano busca a su alrededor el perplejo viajero.
La canoa prosigue resueltamente, y la barrera rocosa del panorama se acerca de modo que sus profundidades pueden verse con más claridad. A la derecha se eleva una cadena de altas colinas cubiertas de bosques salvajes y exuberantes. Se observa, sin embargo, que la exquisita
limpieza
, característica del lugar donde la orilla se hunde en el agua, sigue siendo constante. No hay huella alguna de los habituales sedimentos fluviales. A la izquierda el carácter del paisaje es más suave y evidentemente más artificial. Allí la ribera sube desde el agua en una pendiente muy moderada, formando una amplia pradera de césped de textura perfectamente parecida al terciopelo y de un verde tan brillante que podría soportar la comparación con el de la más pura esmeralda. La anchura de esta meseta varía de diez a trescientas yardas; va desde la orilla del río hasta una pared de cincuenta pies de alto que se alarga en infinitas curvas pero siguiendo la dirección general del río, hasta perderse hacia el oeste en la distancia. Esta pared es de roca uniforme y ha sido formada cortando perpendicularmente el precipicio escarpado de la orilla sur de la corriente, pero sin permitir que quedara ninguna huella del trabajo. La piedra tallada tiene el color de los siglos y está profusamente cubierta y sembrada de hiedras, madreselvas, eglantinas y clemátides. La uniformidad de las líneas superior e inferior de la pared es ampliamente compensada por algunos árboles de gigantesca altura, solos o en grupos pequeños, a lo largo de la meseta y en el dominio que se extiende detrás del muro, pero muy cerca de éste; de modo que numerosas ramas (especialmente de nogal negro) pasan por encima y sumergen en el agua sus extremos colgantes. Más allá, en el interior del dominio, la visión es interrumpida por una impenetrable mampara de follaje.
Estas cosas se observan durante la gradual aproximación de la canoa a lo que he llamado la barrera de la perspectiva. Pero al acercarnos a ésta su apariencia de abismo se desvanece; se descubre a la izquierda una nueva salida a la bahía, y en esa dirección se ve correr la pared que sigue el curso general del río. A través de esta nueva abertura la vista no puede llegar muy lejos, pues la corriente, acompañada por la pared, aún dobla hacia la izquierda, hasta que ambas desaparecen entre las hojas.
El bote, sin embargo, se desliza mágicamente en el canal sinuoso, y aquí la orilla opuesta a la pared llega a semejarse a la que estaba frente al muro que había delante. Elevadas colinas, que alcanzan a veces la altura de montañas, cubiertas de vegetación silvestre y exuberante, cierran siempre el paisaje.
Navegando suavemente, pero con una velocidad algo mayor, el viajero, después de breves vueltas, halla su camino obstruido en apariencia por una gigantesca barrera o, más bien, por una puerta de oro bruñido, minuciosamente tallada y labrada, que refleja los rayos directos del sol, el cual se hunde ahora con un esplendor que se diría envuelve en llamas todo el bosque circundante. Esta puerta está metida en la alta pared, que aquí parece atravesar el río en ángulo recto. Al cabo de unos minutos, sin embargo, se ve que el cauce principal del río sigue corriendo en una curva suave y amplia hacia la izquierda, junto a la pared, como antes, mientras una corriente de considerable volumen, divergiendo de la principal, se abre camino bajo la puerta con ligeros rizos, y así se sustrae a la vista. La canoa entra en el canal menor y se acerca a la puerta. Los pesados batientes se abren lenta, musicalmente. El bote se desliza entre ellos y comienza un rápido descenso a un vasto anfiteatro circundado de montañas purpúreas, cuyos pies lava un río resplandeciente en la amplia extensión de su circuito. Al mismo tiempo todo el paraíso de Arnheim irrumpe ante la vista. Se oye una arrebatadora melodía; se percibe un extraño, denso perfume dulce; es como un sueño, en que se mezclan ante los ojos los altos y esbeltos árboles de Oriente, los arbustos boscosos, las bandadas de pájaros áureos y carmesíes, los lagos bordeados de lirios, las praderas de violetas, tulipanes, amapolas, jacintos y nardos, largas e intrincadas cintas de arroyuelos plateados, y surgiendo confusamente en medio de todo esto la masa de un edificio semigótico, semiárabe, sosteniéndose como por milagro en el aire, centelleando en el poniente rojo con sus cien torrecillas, minaretes y pináculos, como obra fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos.
Un complemento de «El dominio de Arnheim».
Durante un viaje a pie que hice el verano pasado por uno o dos de los condados fluviales de Nueva York, la puesta del sol me sorprendió desconcertado acerca del camino a seguir. El terreno ondulado era muy notable, y en la última hora mi sendero había dado tantas vueltas en su esfuerzo por mantenerse en los valles, que yo no sabía ya en qué dirección se encontraba la bonita aldea de B…, donde había resuelto detenerme a pasar la noche. El sol apenas había
brillado
, hablando estrictamente, durante el día, que, sin embargo había sido desagradablemente caluroso. Una niebla humosa, semejante a la del
veranillo
, envolvía todas las cosas y, por supuesto, acentuaba mi inseguridad. No es que me inquietara mucho la situación. Si no daba con la aldea antes de ponerse el sol, o aún antes de que oscureciera, era muy posible que apareciese una pequeña granja holandesa o algo por el estilo, aunque, en realidad, los contornos (quizá por ser más pintorescos que fértiles) estuvieran escasamente habitados. En todo caso con mi mochila por almohada y mi perro por centinela, acampar al aire libre era justamente lo que más me hubiese divertido. Erré pues, a gusto
—Ponto
se hizo cargo de mi fusil—, hasta que, al fin, justo cuando empezaba a preguntarme si los pequeños y numerosos claros que se abrían aquí y allá eran verdaderos caminos, llegué por uno de los más incitantes a un camino indiscutiblemente carretero. No podía haber error. Las huellas de ruedas ligeras eran evidentes, y, aunque los altos matorrales y las crecidas malezas se juntaran sobre mi cabeza, no había abajo ningún impedimento, ni siquiera para el paso de un carro montañés de Virginia, el vehículo más ambicioso, a mi juicio, en su especie. El camino, sin embargo, salvo por el hecho de abrirse paso a través del bosque —si bosque no es un nombre demasiado importante para semejante reunión de pequeños árboles— y las evidentes huellas de ruedas, no se asemejaba a ningún camino visto por mí hasta entonces. Las huellas de las que hablo eran levemente perceptibles, por estar impresas en la superficie firme pero agradablemente húmeda de algo que se parecía muchísimo al terciopelo verde de Génova. Era césped, evidentemente, pero un césped como rara vez lo vemos fuera de Inglaterra, tan corto, tan espeso, tan parejo y de color tan vívido. No había un solo impedimento en el surco de la rueda, ni una brizna, ni una ramita seca. Las piedras que alguna vez obstruyeran el camino habían sido cuidadosamente
puestas
—no arrojadas— a los costados del sendero para marcar sus límites con cierta precisión en parte minuciosa, en parte descuidada, pero siempre pintoresca. Ramilletes de flores silvestres crecían por doquiera, exuberantes, en los intervalos.