Cuentos completos (120 page)

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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

BOOK: Cuentos completos
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Ven, muerte, tan escondida

Que no te sienta venir

Porque el placer del morir

No me torne a dar la vida.

»Esto es español, y su autor, Miguel de Cervantes. Aproveche para deslizarlo en el momento en que exhala los últimos estertores del hueso de pollo. ¡Escriba!:

Il pover’uomo che non se n’era accorto

Andava combattendo ed era morto.

»Notará que se trata de italiano. Es obra del Ariosto. Quiere decir que un gran héroe no se había dado cuenta en el calor del combate de que ya lo habían matado y continuaba combatiendo valientemente. La aplicación de este fragmento a su propio caso cae de su peso, pues confío, Miss Psyche, que no dejará usted de seguir vivita y coleando por lo menos una hora y media después de haberse ahogado mortalmente con el hueso de pollo. ¡Escriba, por favor!:

Und sterb’ich doch, so sterb’ich denn

Durch sie - durch sie!

»Esto es alemán, y de Schiller. “Y si muero, por lo menos muero por ti… por ti!” Está claro que aquí está usted apostrofando a la causa de su desastre, o sea, el pollo. Y la verdad es que me gustaría saber quién no estaría pronto a morir por un buen capón gordo de las Molucas, relleno de alcaparras y hongos, y servido en una ensaladera con jalea de naranja
en mosaïques
. ¡Escriba! (Por cierto, que los puede comer así en Tortoni). ¡Escriba, por favor!

»He aquí una preciosa frasecita latina, sumamente rara (nunca se será lo bastante
recherché
en latín, pues se está volviendo tan vulgar…):
ignoratio elenchi
. Fulano ha cometido una
ignoratio elenchi
, es decir, que ha entendido las palabras de lo que usted decía, pero no la idea. Se entiende que a dicho personaje hay que presentarlo como a un tonto, un pobre diablo a quien se dirigió usted mientras se estaba ahogando con el hueso de pollo, y que no comprendió exactamente lo que usted quería decirle. Arrójele a la cara su
ignoratio elenchi
y con eso lo liquidará para siempre. Si se atreve a replicar, siempre puede decirle con Lucano (aquí está) que sus discursos son menos
anemonœ verborum
, palabras como anémonas. La anémona, a pesar de su brillo, no tiene olor. Y si se pone a bravuconear, derríbelo con
insomnia Jovis
, ensueños de Júpiter, frase que Silius Italicus (¡véalo aquí!) aplica a los pensamientos pomposos e hinchados. Esto lo herirá en lo más hondo del corazón. No le quedará más que morirse. ¿Quiere tener la amabilidad de escribir?

»En griego debemos elegir algo bonito, por ejemplo de Demóstenes. Άνερό φεύγων καì πάλύν μακέσεται
(Αηετο ρheugοη Καi ραliη mαkesetαi)
. En Hudibrás hay una traducción pasable:

Pues el que huye puede volver a combatir

Mientras que no podrá hacerlo el que está muerto.

»En un artículo a la manera del
Blackwood
, nada presenta mejor aspecto que el griego. Hasta los caracteres tienen un aire de profundidad. ¡Observe, señora, el aire astuto de esa épsilon! ¡Y esa phi… realmente debería ser un obispo! ¿Se vio alguna vez un tipo tan listo como esa omicrón? ¡Y esa tau! En fin, que no hay como el griego para un artículo sensacionalista. En este caso, su aplicación es la cosa más evidente del mundo. Profiera la frase acompañada de un sólido juramento, a manera de
ultimátum
, contra el estúpido que no pudo comprender lo que le decía usted en inglés acerca del hueso del pollo. Ya verá cómo entiende la alusión y desaparece de inmediato.

Tales fueron las instrucciones que Mr. Blackwood pudo proporcionarme sobre el tópico en cuestión, pero comprendí que eran suficientes. Por fin me hallaba capacitada para escribir un genuino artículo a la manera del
Blackwood
, y me decidí a hacerlo de inmediato. Al despedirme, Mr. Blackwood me hizo una oferta por el artículo, pero como sólo podía ofrecerme cincuenta guineas por página me pareció mejor que quedara en el seno de nuestra sociedad en vez de sacrificarlo por suma tan mezquina. Empero, a pesar de su tacañería, Mr. Blackwood me mostró una alta consideración en todo sentido, tratándome de la manera más cortés. Sus palabras de despedida impresionaron profundamente mi corazón y espero recordarlas siempre con gratitud.

—Mi querida Miss Zenobia —díjome, con lágrimas en los ojos—, ¿puedo hacer algo para ayudar al buen éxito de su laudable empresa? ¡Permítame reflexionar! ¿No sería posible, por ejemplo, que se ahogara usted en seguida… o se atragantara con un hueso de pollo… o se ahorcara… o se hiciera morder por un…? ¡Ah, espere! Ahora que lo pienso, en el patio hay dos excelentes
bulldogs
… magníficos ejemplares, le aseguro… absolutamente salvajes… Justamente lo que usted necesita… Seguro que se la comerán con
auriculas
y todo en menos de cinco minutos… (Aquí está mi reloj). ¡Piense en las sensaciones! ¡Pues bien… Tom… Peter…! ¡Dick, maldito villano…! ¿Van a soltar de una vez a los…?

Pero, como yo tenía realmente mucha prisa y no podía perder un momento más, me vi obligada con mucha pena a apresurar mi partida y a marcharme
en el acto
… quizá algo más bruscamente de lo que la cortesía hubiera exigido en otras circunstancias.

Apenas me separé de Mr. Blackwood, mi objetivo inmediato consistió en seguir su consejo y meterme en alguna dificultad, para lo cual pasé la mayor parte del día dando vueltas por Edimburgo en busca de aventuras desesperadas… aventuras propias de la intensidad de mis sentimientos y bien adaptadas al amplio carácter del artículo que me proponía escribir. Me acompañaron en esta excursión Pompeyo, mi sirviente negro, y
Diana
, mi perrita, a quienes había traído conmigo desde Filadelfia. Pero sólo hacia el final de la tarde logré triunfar en mi ardua empresa. Y un importante evento tuvo lugar, que el próximo artículo a la manera del
Blackwood
(en tono heterogéneo) contendrá en sustancia y resultados.

Una malaventura

Continuación del relato precedente

Señora, ¿qué coyuntura os ha afligido así?

(Comus)

Era una tarde serena y silenciosa cuando eché a andar por la excelente ciudad de Edina
[127]
. Terribles eran la confusión y el movimiento en las calles. Los hombres hablaban. Las mujeres gritaban. Los niños se atragantaban. Los cerdos silbaban. Los carros resonaban. Los toros bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros bailaban.¡
Bailaban
! ¿Era posible? ¡
Bailaban
! ¡Ay, pensé yo, mis tiempos de baile han pasado! Siempre es así. ¡Qué legión de melancólicos recuerdos despertará siempre en la mente del genio y en la contemplación imaginativa, especialmente la del genio condenado a la incesante, eterna, continua y, como cabría decir,
continuada
!… sí, continuada y continuamente, amarga, angustiosa, perturbadora, y, si se me permite la expresión, la
muy
perturbadora influencia del sereno, divino, celestial, exaltador, elevador y purificador efecto de lo que cabe denominar la más envidiable, la más
verdaderamente
envidiable, ¡sí, la más benignamente hermosa!, la más deliciosamente etérea y, por así decirlo, la más
bonita
(si puedo usar una expresión tan audaz) de las cosas de este mundo! ¡Perdóname, gentil lector, pero me dejo arrastrar por mis sentimientos! En ese estado de ánimo, repito, ¡qué legión de recuerdos se remueven al menor impulso! ¡Los perros bailaban! ¡Y yo no podía bailar! ¡Retozaban… y yo sollozaba! ¡Brincaban… y yo gemía! ¡Conmovedoras circunstancias, que no dejarán de evocar en el recuerdo del lector clásico aquel exquisito pasaje sobre la justeza de las cosas que aparece al comienzo del tercer volumen de la admirable y venerable novela china
Yo-Ke-Sé
!

En mi solitario paseo por la ciudad me acompañaban dos humildes pero fieles amigos:
Diana
, mi perra de lanas, la más gentil de las criaturas… Caíale un gran mechón sobre un ojo y llevaba una cinta azul con un lazo a la moda en el cuello.
Diana
no medía más de cinco pulgadas de alto, pero su cabeza era algo más grande que el cuerpo, y su cola, que le habían cortado demasiado al ras, daba un aire de inocencia ofendida a aquel interesante animal y le ganaba las simpatías generales.

Y Pompeyo, mi negro. ¡Dulce Pompeyo! ¿Te olvidaré alguna vez? Iba yo del brazo de Pompeyo. Tenía tres pies de estatura (me gusta ser precisa) y entre setenta y ochenta años de edad. Tenía las piernas corvas y era corpulento. Su boca no podía considerarse pequeña, ni cortas sus orejas. Pero sus dientes eran como perlas, y deliciosamente puro el blanco de sus grandes ojos. La naturaleza no le había otorgado cuello, colocando sus tobillos (como es frecuente en dicha raza) hacia la mitad de la parte superior de los pies. Vestía con notable sencillez. Sus únicas ropas consistían en una faja de nueve pulgadas y un gabán casi nuevo, que había pertenecido anteriormente al apuesto, majestuoso e ilustre doctor Moneypenny. Era un excelente gabán. Estaba bien cortado. Estaba bien cosido. El gabán era casi nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no juntara polvo.

Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas han sido ya motivo de comentario. Queda la tercera… y esa persona era yo misma. Soy la Signora Psyche Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi aspecto es imponente. En la memorable ocasión de que hablo, hallábame ataviada con un traje de satén carmesí, que tenía un
mantelet
arábigo de color celeste. Y el vestido tenía guarnición de
agraffas
verdes, y los siete volantes del
auricula
, anaranjados. Constituía yo así el tercer miembro del grupo. Estaba la perrita de aguas. Estaba Pompeyo. Estaba yo. Éramos
tres
. Así es como se dice que en el comienzo sólo había tres Furias: Melaza, Mema y Hiede: la Meditación, la Memoria y el Violín.

Apoyándome en el brazo del apuesto Pompeyo, y seguida a respetuosa distancia por
Diana
, recorrí una de las populosas y muy agradables calles de la ya desierta Edina. Repentinamente alzose ante mi vista una iglesia, una catedral gótica: vasta, venerable, con un alto campanario que subía a los cielos. ¿Qué locura se posesionó de mí? ¿Por qué me precipité hacia mi destino? Me sentí dominada por el incontrolable deseo de escalar el vertiginoso pináculo y contemplar desde allí la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la catedral mostrábase incitantemente abierta. Mi destino prevaleció. Entré bajo la ominosa arcada. ¿Dónde estaba en ese momento mi ángel guardián, si en verdad tales ángeles existen?¡

! ¡Angustioso monosílabo! ¡Qué mundo de misterio, y oscuro sentido, y duda, e incertidumbre envuelto en esas dos letras! ¡Entré bajo la ominosa arcada! Entré y, sin que mis
auriculas
anaranjadas sufrieran el menor daño, pasé el portal y emergí en el vestíbulo, tal como se afirma que el inmenso río Alfredo pasaba ileso y sin mojarse por debajo del mar.

Creí que la escalera no terminaría jamás. Girando y subiendo, girando y subiendo, girando y subiendo, llegó un momento en que no pude dejar de sospechar, al igual que el sagaz Pompeyo, en cuyo robusto brazo me apoyaba con toda la confianza de los afectos tempranos…; sí, no
pude
dejar de sospechar que el extremo de aquella escalera en espiral había sido suprimido accidentalmente o a propósito. Me detuve para recobrar el aliento; y en ese instante ocurrió un accidente tan importante desde un punto de vista y asimismo metafísico, que no puedo dejar de mencionarlo. Pareciome… aunque en realidad estaba segura… ¡no podía engañarme, no!… que
Diana
, cuyos movimientos había yo observado ansiosamente… y repito que no podía engañarme…, que
Diana había olido una rata
. Llamé inmediatamente la atención de Pompeyo sobre el hecho y estuvo de acuerdo conmigo. No quedaba, pues, ningún lugar a dudas. La rata había sido olida… por
Diana
. ¡Cielos! ¿Olvidaré jamás la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata… estaba allí… estaba en alguna parte! ¡Y
Diana
la había olido! Mientras que yo… no. Así también se dice que el iris de Prusia tiene para ciertas personas un perfume tan dulce como penetrante, mientras que para otras es completamente inodoro.

La escalera había sido franqueada y sólo quedaban dos o tres peldaños entre nosotros y la cumbre. Seguimos subiendo, hasta que sólo faltaba un peldaño. ¡Un peldaño, un solo pequeño peldaño! Pero de un pequeño peldaño en la gran escalera de la vida humana, ¡qué vasta suma de felicidad o miseria depende! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo… ay, pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos en falso que había dado y que volvería a dar. Resolví ser más cauta, más reservada. Solté el brazo de Pompeyo y, sin su ayuda, ascendí el peldaño faltante y gané el campanario. Mi perrita de aguas me siguió de inmediato. Sólo Pompeyo había quedado atrás. Acerqueme al nacimiento de la escalera y lo animé a que subiera. Tendió hacia mí la mano, pero infortunadamente se vio obligado a soltar el gabán que hasta entonces había sostenido firmemente. ¿Jamás cesarán los dioses su persecución? Caído está el gabán y uno de los pies de Pompeyo se enreda en el largo faldón que arrastra en la escalera. La consecuencia era inevitable: Pompeyo se tambaleó y cayó. Cayó hacia adelante y su maldita cabeza me golpeó en medio del… del pecho, precipitándome boca abajo, conjuntamente con él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi venganza fue segura, repentina y completa. Aferrándolo furiosamente con ambas manos por la lanuda cabellera, le arranqué gran cantidad de negro, matoso y rizado elemento, que arrojé lejos de mí con todas las señales del desdén. Cayó entre las cuerdas del campanario y allí permaneció. Levantose Pompeyo sin decir palabra. Pero me miró lamentablemente con sus grandes ojos y… suspiró. ¡Oh, dioses… ese suspiro! ¡Cómo se hundió en mi corazón! ¡Y el cabello… la lana! De haber podido recogerla la hubiese bañado con mis lágrimas en prueba de arrepentimiento. Pero, ¡ay!, hallábase lejos de mi alcance. Y, mientras se balanceaba entre el cordaje de la campana, me pareció que estaba viva. Me pareció que se estremecía de indignación. Así es como el
epicentro Flos Aeris
, de Java, produce una hermosa flor cuando se la arranca de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.

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