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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (104 page)

BOOK: Cuentos completos
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Este pedido —¿debo confesarlo?— me confundió profundamente. Pero la recompensa a la cual estaba unido no me permitía vacilar un solo momento.

—¡De acuerdo! —exclamé, con todo el entusiasmo de que era dueño—. ¡Acepto… acepto de todo corazón! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré estos gemelos sobre mi corazón… como gemelos; pero con las primeras luces de esa mañana que me proporcione la felicidad de llamarla mi esposa… habré de colocarlos sobre mi… sobre mi nariz… y usarlos desde entonces en la forma que usted lo desea, menos a la moda y menos romántica, cierto, pero mucho más útil para mí.

Nuestra conversación se encaminó entonces a los detalles concernientes al siguiente día. Me enteré por mi prometida que Talbot acababa de regresar a la ciudad. Debía ir a verlo inmediatamente y procurarme un coche. La
soirée
no terminaría antes de las dos, y a esa hora el coche estaría en la puerta; entonces, aprovechando la confusión ocasionada por la partida de los invitados, Madame Lalande podría subir al carruaje sin ser observada. Acudiríamos a casa de un pastor que estaría esperando para unirnos en matrimonio; luego de eso dejaríamos a Talbot en su casa y saldríamos para realizar una breve jira por el este, dejando a la sociedad local que hiciera los comentarios que se le ocurriera.

Una vez todo planeado, salí de la casa y me encaminé en busca de Talbot, pero en el camino no pude contenerme y entré en un hotel para examinar la miniatura. Los anteojos me ayudaron muchísimo para ver todos sus detalles y me permitieron descubrir un rostro de admirable belleza. ¡Ah, esos ojos tan grandes como luminosos, la altiva nariz griega, los rizos abundantes y negros…!

—¡Sí! —me dije, exultante—. ¡He aquí la imagen misma de mi adorada!

Y al examinar el reverso encontré estas palabras: «Eugènie Lalande, veintisiete años y siete meses».

Hallé a Talbot en su casa y le informé inmediatamente de mi buena fortuna. Pareció extraordinariamente sorprendido, como era natural, pero me felicitó muy cordialmente y me ofreció toda la ayuda que pudiera proporcionarme. En resumen, cumplimos el plan como había sido trazado y, a las dos de la mañana, diez minutos después de la ceremonia nupcial, me encontré en un carruaje cerrado en compañía de Madame Lalande… es decir de la señora Simpson, viajando a gran velocidad rumbo al noreste.

Puesto que deberíamos viajar toda la noche, Talbot nos había aconsejado que hiciéramos el primer alto en C…, pueblo a unas veinte millas de la ciudad, donde podríamos desayunar y descansar un rato antes de seguir viaje. A las cuatro, el coche se detuvo ante la puerta de la posada principal. Ayudé a salir a mi adorada esposa y ordené inmediatamente el desayuno. Entretanto fuimos conducidos a un saloncito y nos sentamos.

Amanecía ya y pronto sería la mañana. Mientras contemplaba arrobado al ángel que tenía junto a mí, se me ocurrió de golpe la singular idea de que era aquélla la primera vez, desde que conociera la celebrada belleza de Madame Lalande, que podía contemplar aquella hermosura a plena luz del día.

—Y ahora,
mon ami
—dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo mis reflexiones—, puesto que estamos indisolublemente unidos, puesto que he cedido a sus apasionados ruegos y cumplido mi parte de nuestro convenio… espero que no olvidará usted que también le queda por cumplir un pequeño favor, una promesa. ¡Ah, vamos! ¡Déjeme recordar! Pues sí, me acuerdo perfectamente de las palabras con las cuales hizo anoche una promesa a su Eugènie. Dijo usted así: «¡Acepto… acepto de todo corazón! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré estos gemelos sobre mi corazón… como gemelos; pero con las primeras luces de esa mañana que me proporcione la felicidad de llamarla mi esposa… habré de colocarlos sobre mi… sobre mi nariz… y usarlos desde entonces en la forma que usted lo desea, menos a la moda y menos romántica, cierto, pero mucho más útil para mí…». Tales fueron sus exactas palabras, ¿no es así, queridísimo esposo?

—Tales fueron, en efecto —repuse—, y veo que tiene usted una excelente memoria. Lejos de mí, querida Eugènie, faltar al cumplimiento de la insignificante promesa. Pues bien… ¡vea! ¡Contemple! Me quedan bien, ¿no es cierto?

Y luego de preparar los cristales en su forma ordinaria de anteojos, me los apliqué rápidamente, mientras Madame Simpson, ajustándose la toca y cruzándose de brazos, sentábase muy derecha en una silla, en una actitud tan rígida como estirada, que incluso cabía considerar indecorosa.

—¡Que el cielo me asista! —grité, en el instante mismo en que el puente de los anteojos se hubo posado en mi nariz—. ¡Dios mío! ¿Qué les ocurre a estos cristales?

Y, luego de quitármelos rápidamente, me puse a limpiarlos con un pañuelo de seda y me los ajusté otra vez.

Pero si en la primera ocasión había ocurrido algo capaz de sorprenderme, esta vez la sorpresa se transformó en estupefacción, y esta estupefacción era profunda, extrema… y bien puede calificarse de espantosa. En nombre de todo lo horrible, ¿qué significaba esto? ¿Podía creer a mis ojos…? ¿
Podía
? Lo que estaba viendo ¿era… era colorete? ¿Y esas… esas
arrugas
en el rostro de Eugènie Lalande? Y… ¡oh, Júpiter y todos los dioses y diosas!, ¿qué había sido de… de… de sus dientes?

Arrojé violentamente al suelo los anteojos y, levantándome de un salto, enfrenté a Mrs. Simpson, los brazos en jarras, convulsa y espumante la boca que, al mismo tiempo, era incapaz de articular palabra por el espanto y la rabia.

Creo haber dicho ya que Madame Eugènie Lalande —quiero decir, Simpson— hablaba el inglés apenas algo mejor de como lo escribía y por esta razón jamás empleaba dicha lengua en las conversaciones usuales. Pero la cólera puede arrastrar muy lejos a una dama, y en esta ocasión llevó a Mrs. Simpson al punto de pretender expresarse en un idioma del cual no tenía la menor idea.

—Pues pien, monsieur —dijo, después de contemplarme con aparente asombro durante un momento—. ¡Pues pien, monsieur! ¿Qué basa? ¿Qué le ocurre? ¿Le ha dado el baile de San Vito? Si no le barezco pien, ¿bor qué se casó conmigo?

—¡Miserable! —bisbiseé—. ¡Vieja bruja…!

—¿Fieja? ¿Bruja? No tan fieja, desbués de todo… apenas ochenta y tos años.

—¡Ochenta y dos! —balbuceé, retrocediendo hasta la pared—. ¡Ochenta y dos mil mandriles! ¡La miniatura decía veintisiete años y siete meses!

—¡Y así es… así era! La miniatura fue bintada hace cincuenta y cinco años. Cuando me casé con mi segundo esboso, Monsieur Lalande, hice bintar ese retrato para la hija que había tenido con mi primer esboso, Monsieur Moissart.

—¡Moissart! —dije yo.

—Sí, Moissart —repitió, burlándose de mi pronunciación, que, a decir verdad, no era nada buena—. ¿Y qué? ¿Qué sabe usted de Moissart?

—¡Nada, vieja espantosa, absolutamente nada, aparte de que hay un antepasado mío que llevaba ese nombre!

—¡Ese nombre! ¿Y gué hay de malo en ese nombre? Es un egcelente nombre, lo mismo que Voissart, que también es un egcelente nombre. Mi hija, Mademoiselle Moissart, se gasó con Monsieur Voissart, y los dos nombres son egcelentes nombres.

—¿Moissart? —exclamé—. ¿Y Voissart? ¿Qué quiere usted decir?

—¿Qué guiero decir? Guiero decir Moissart y Voissart, y si me da la gana diré también Croissart y Froissart. La hija de mi hija, Mademoiselle Voissart, se gasó con Monsieur Croissart, y luego la nieta de mi hija, Mademoiselle Croissart, se gasó con Monsieur Froissart. ¡Y no dirá usdé que éste no es también un egcelente nombre!

—¡Froissart! —murmuré, empezando a desmayarme—. ¿No pretenderá usted decir… Moissart… y Voissart… y Croissart… y Froissart?

—Glaro que lo digo —declaró aquel horror, repantigándose en su silla y estirando muchísimo las piernas—. Digo Moissart, Voissart, Croissart y Froissart. Pero Monsieur Froissart sí era lo que ustedes llaman estúbido… pues salió de la bella France para fenir a esta estúbida América… y cuando estuvo aquí nació su hijo que es todavía más estúbido, muchísimo más estúbido… según oigo decir, bues todavía no he tenido el placer de gonocerlo bersonalmente… ni yo ni mi amiga, Madame Stéphanie Lalande. Sé que se llama Napoleón Bonaparte Froissart… y supongo que ahora usdé dirá que tamboco ése es un egcelente y respetable nombre.

Fuera la extensión o la naturaleza de este discurso, el hecho es que pareció provocar una excitación asombrosa en Mrs. Simpson. Apenas lo hubo terminado con gran trabajo, saltó de su silla como si la hubiesen hechizado y al hacerlo dejó caer al suelo un enorme polisón. Ya de pie, hizo chasquear sus desnudas encías, agitó los brazos, mientras se arremangaba y sacudía el puño delante de mi cara, y terminó sus demostraciones arrancándose la toca, y con ella una inmensa peluca del más costoso y magnífico cabello negro, todo lo cual arrojó al suelo con un alarido y se puso a pisotear y a patear en un verdadero fandango de arrebato y de enloquecida rabia.

Entretanto yo me había desplomado en el colmo del horror en la silla vacía.

—¡Moissart y Voissart! —repetía enmimismado, mientras asistía a las cabriolas y piruetas—. ¡Croissart y Froissart! ¡Moissart, Voissart, Croissart… y Napoleón Bonaparte Froissart! Pero, entonces, inefable serpiente… ¡Pero si se trata de mí! ¡
De mí
! ¿Oye usted? ¡De mí…! —continué, vociferando con todas mis fuerzas—. ¡Yo soy Napoleón Bonaparte Froissart, y que me confunda por toda la eternidad si no acabo de casarme con mi tatarabuela!

En efecto, Madame Eugènie Lalande,
quasi
Simpson y anteriormente Moissart, era mi tatarabuela. Había sido hermosísima en su juventud, y todavía ahora, a los ochenta y dos años, conservaba la estatura majestuosa, la escultural
cabeza
, los hermosos ojos y la nariz griega de su doncellez. Con ayuda de ello, polvos de arroz, carmín, peluca, dentadura postiza, falsa
tournure
y las más hábiles modistas de París, lograba mantener una respetable posición entre las bellezas
un peu passées
de la metrópoli francesa. En ese sentido, merecía ciertamente compararse a la celebérrima Ninon de l’Enclos.

Era inmensamente rica, y al quedar viuda por segunda vez, y sin hijos, recordó que yo vivía en Norteamérica, y dispuesta a convertirme en su heredero se encaminó a los Estados Unidos acompañada de una parienta lejana de su segundo esposo, llamada Stéphanie Lalande.

En la ópera, la atención de mi tatarabuela se vio reclamada por mi insistente escrutinio de su persona; cuando a su vez me examinó con ayuda de los gemelos pareciole notar en mí un aire de familia. Muy interesada y no ignorando que el heredero que buscaba vivía en la ciudad, quiso saber algo acerca de mi persona. El caballero que la acompañaba me conocía y le dijo quién era. Sus palabras renovaron su interés y la indujeron a repetir su escrutinio, fue este gesto el que me dio la audacia suficiente para conducirme en la forma imprudente que he narrado. Cuando me devolvió el saludo, lo hizo pensando que, por alguna rara coincidencia, yo había descubierto su identidad. Y cuando, engañado por mi miopía y las artes de tocador sobre la edad y los encantos de la extraña dama, pregunté con tanto entusiasmo a Talbot quién era, mi amigo supuso que me refería a la belleza más joven, como es natural, y me contestó sin faltar a la verdad, que era «la célebre viuda, Madame Lalande».

A la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró en la calle con Talbot, a quien conocía desde hacía mucho en París, y, como es natural, la conversación versó sobre mí. Aclarose entonces la cuestión de mi defecto visual, pues era bien conocido aunque yo no estuviera enterado de ello. Para su gran pesar, mi excelente tatarabuela se dio cuenta de que se había engañado al suponerme enterado de su identidad, y que, en cambio, había estado poniéndome en ridículo al expresar públicamente mi amor por una anciana desconocida.

Dispuesta a castigarme por mi imprudencia, urdió un plan en connivencia con Talbot. Decidieron que éste se marcharía, a fin de no verse obligado a presentarme. Mis averiguaciones en la calle sobre «la hermosa viuda Madame Lalande», eran tomadas por todos como referentes a la dama más joven; así, la conversación con los tres amigos a quienes encontrara poco después de salir de casa de Talbot se explica fácilmente, lo mismo que sus alusiones a Ninon de l’Enclos. Nunca tuve oportunidad de ver en pleno día a Madame Lalande, y en el curso de su
soirée
musical, mi tonta resistencia a usar anteojos me impidió descubrir su verdadera edad. Cuando se pidió a «Madame Lalande» que cantara, todos se referían a la más joven, y fue ésta quien acudió al salón, pero mi tatarabuela, dispuesta a confundirme cada vez más, se levantó igualmente y acompañó a la joven hasta el piano. Si hubiese querido ir con ella, estaba pronta a decirme que las conveniencias exigían que me quedara donde estaba; pero mi propia y prudente conducta hizo innecesario esto último. Las canciones que tanto admiré, y que me confirmaron en la idea de la juventud de mi amada, fueron cantadas por Madame Stéphanie Lalande. En cuanto a los anteojos, me fueron entregados como complemento del engaño, como un aguijón en el epigrama de la burla. El obsequio dio además oportunidad para aquel sermón sobre mi presuntuosidad, que escuché tan religiosamente. Es casi superfluo añadir que los lentes del instrumento habían sido expresamente cambiados por otros que se adaptaban a mi miopía. Y por cierto que me iban estupendamente.

El sacerdote que nos había unido en matrimonio era un amigo de diversiones de Talbot y no tenía nada de sacerdotal. Su especialidad eran los caballos y, después de permutar la sotana por un levitón, se encargó de guiar el carruaje que llevaba a «la feliz pareja» en su viaje de bodas. Talbot se había instalado junto a él. Los dos miserables estaban metidos hasta el fondo en aquella burla y, por una rendija de la ventana del saloncito de la posada, divirtiéronse la mar presenciando el
dénouement
del drama. Me temo que tendré que desafiarlos a ambos.

De todas maneras,
no soy
el marido de mi tatarabuela, cosa que me produce un inmenso alivio con sólo pensarlo; pero, en cambio, soy el marido de Madame Lalande… de Madame Stéphanie Lalande, con la cual mi excelente y anciana parienta se ha tomado el trabajo de unirme para siempre, aparte de declararme su heredero universal cuando muera (si es que muere alguna vez). En resumen: jamás volveré a tener nada que ver con
billets doux
, y dondequiera que se me encuentre, andaré con ANTEOJOS.

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