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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (100 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Le estaba diciendo —continuó el intruso, sin molestarse por las preguntas— que no tengo la menor prisa, que el negocio que con su permiso me trae aquí no es urgente… y que, en resumen, puedo muy bien esperar a que haya terminado con su exposición.

—¡Mi exposición! ¿Y cómo sabe
usted… como puede
saber que estaba escribiendo una exposición? ¡Gran Dios…!

—¡Sh…! —susurró el personaje, con un sonido sibilante; y levantándose presurosamente del lecho, dio un paso hacia nuestro héroe, mientras una lámpara de hierro que colgaba sobre él se balanceaba convulsivamente ante su cercanía.

El asombro del filósofo no le impidió observar en detalle el atuendo y la apariencia del desconocido. Su silueta, extraordinariamente delgada y muy por encima de la estatura común, podía apreciarse gracias al raído traje negro que la ceñía, y cuyo corte correspondía al estilo del siglo anterior. No cabía duda de que aquellas ropas habían estado destinadas a una persona mucho más pequeña que su actual poseedor. Los tobillos y muñecas se mostraban al descubierto en una extensión de varias pulgadas. En los zapatos, empero, un par de brillantísimas hebillas parecía dar un mentís a la extrema pobreza manifiesta en el resto del atavío. Llevaba la cabeza cubierta y era completamente calvo, aunque del occipucio le colgaba un a
queua
de considerable extensión. Un par de anteojos verdes, con cristales a los lados, protegía sus ojos de la luz y al mismo tiempo impedían que Bon-Bon pudiera verificar de qué color y conformación eran. No se notaba por ninguna parte la presencia de una camisa, pero una corbata blanca, muy sucia, aparecía cuidadosamente anudada en la garganta, y las puntas, colgando gravemente, daban la impresión (que me atrevo a decir no era intencional) de que se trataba de un eclesiástico. Por cierto que muchos otros detalles, tanto de su atuendo como de sus modales, contribuían a robustecer esa impresión. Sobre la oreja izquierda, a la manera de los pasantes modernos, llevaba un instrumento semejante al
stylus
de los antiguos. En el bolsillo superior de la chaqueta veíase claramente un librito negro con broches de acero. Este libro estaba colocado de manera tal que, accidentalmente o no, permitía leer las palabras
Rituel Catholique
en letras blancas sobre el lomo.

La fisonomía del personaje era atractivamente saturnina y de una palidez cadavérica. La frente, muy alta, aparecía densamente marcada por las arrugas de la contemplación. Las comisuras de la boca caían hacia abajo, con una expresión de humildad por completo servil. Tenía asimismo una manera de juntar las manos, mientras avanzaba hacia nuestro héroe, un modo de suspirar y una apariencia general de tan completa santidad, que impresionaba de la manera más simpática. Toda sombra de cólera se borró del rostro del metafísico una vez que hubo completado satisfactoriamente el escrutinio de su visitante; estrechándole cordialmente la mano, lo condujo a un sillón.

Sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de humor del filósofo a cualquiera de las razones que podían haber influido en su ánimo. Hasta donde pude alcanzar a conocer su carácter, Pierre Bon-Bon era el hombre menos capaz de dejarse llevar por las apariencias exteriores, aunque fueran de lo más plausibles. Imposible, además, que un observador tan sagaz de los hombres y las cosas no hubiera advertido instantáneamente el verdadero carácter del personaje que así se abría paso en su hospitalidad. Por no decir más, la conformación de los pies del visitante era suficientemente notable, mantenía apenas en la cabeza un sombrero exageradamente alto, notábase una trémula vibración en la parte posterior de sus calzones y la vibración del faldón de su chaqueta era cosa harto visible. Júzguese, pues, con qué satisfacción encontrose nuestro héroe en la repentina compañía de una persona hacia la cual había experimentado en todo tiempo el más incondicional de los respetos. Demasiado diplomático era, sin embargo, para que se le escapara la menor señal de que sospechaba la verdad. No era su intención demostrar que se daba perfecta cuenta del alto honor que tan inesperadamente gozaba, sino que se proponía inducir a su huésped a que, en el curso de una conversación, le permitiera elucidar ciertas importantes ideas éticas, las cuales, una vez incluidas en su próxima publicación, esclarecerían a la humanidad, inmortalizando de paso a su autor, y bien puedo agregar que la avanzada edad del visitante, así como su conocido dominio de la ciencia moral, permitían suponer que no dejaría de estar al tanto de dichas ideas.

Movido por tan elevadas miras, nuestro héroe invitó a sentarse al caballero visitante, mientras echaba nuevos leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su primitiva posición, algunas botellas de Mousseux. Completadas rápidamente estas operaciones, puso su sillón
vis-à-vis
con el de su compañero y esperó a que este último iniciara la conversación. Pero los planes, aun los más hábilmente elaborados, suelen verse frustrados en la aplicación, y el
restaurateur
quedó estupefacto ante las primeras palabras de su visitante.

—Veo que me conoce usted, Bon-Bon —dijo—. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju, ju!

Y el diablo, renunciando bruscamente a la santidad de su apariencia, abrió en toda su capacidad una boca de oreja a oreja, como para mostrar una dentadura mellada pero terriblemente puntiaguda, y, mientras echaba la cabeza hacia atrás, rió larga y sonoramente, con maldad, con un resonar estentóreo, mientras el perro negro, agazapado, se agregaba al clamoreo, y el gato, huyendo a la carrera, se erizaba y maullaba desde el rincón más alejado del aposento.

Pero nada de esto fue imitado por el filósofo; era un hombre de mundo y no rió como el perro ni traicionó su temblor con maullidos como el gato. Preciso es confesar que estaba algo asombrado al ver que las blancas letras que formaban las palabras
Rituel Catholique
sobre el libro que sobresalía del bolsillo de su huésped se transformaban instantáneamente en color y en sentido, y que en lugar del título original brillaban con rojo resplandor las palabras
Registre des Condamnés
. Esta sorprendente circunstancia dio a la respuesta de Bon-Bon un tono un tanto confuso que, de lo contrario, creemos, no hubiera tenido.

—Pues bien, señor —dijo el filósofo—. Pues bien, señor… para hablar sinceramente… creo que usted es… palabra de honor… que es el di… quiero decir que, según me parece, tengo una vaga… muy vaga idea del alto honor que…

—¡Oh, ah! ¡Sí, perfectamente! —interrumpió su Majestad—. ¡No diga usted más! ¡Ya me doy cuenta!

Y, quitándose los anteojos verdes, limpió cuidadosamente los cristales con la manga de su chaqueta y los guardó en el bolsillo.

Si Bon-Bon se había asombrado por el incidente del libro, su asombro creció enormemente ante el espectáculo que se presentó ante él. Al levantar los ojos, lleno de curiosidad por conocer el color de los de su huésped, se encontró con que no eran negros, como había imaginado; ni grises, como podía haberlo imaginado; ni castaños o azules, ni amarillos o rojos, ni purpúreos o blancos, ni verdes… ni de ningún otro color de los cielos, de la tierra o de las aguas. En resumen, no solamente Bon-Bon vio claramente que su Majestad no tenía ojos de ninguna especie, sino que le resultó imposible descubrir la menor señal de que hubieran existido en otro momento; pues el espacio donde debían hallarse era tan sólo —me veo obligado a decirlo— una lisa superficie de carne.

No entraba en la naturaleza del metafísico abstenerse de hacer algunas averiguaciones sobre las fuentes de tan extraño fenómeno, y la respuesta de su Majestad fue tan pronta como digna y satisfactoria.

—¡Ojos! ¡Mi querido Bon-Bon… ojos! ¿Dijo usted ojos? ¡Oh, ah! ¡Ya veo! Supongo que las ridículas imágenes que circulan sobre mí le han dado una falsa idea de mi apariencia personal… ¡Ojos! Los ojos, Pierre Bon-Bon, están muy bien en su lugar adecuado… Dirá usted que dicho lugar es la cabeza. De acuerdo, si se trata de la cabeza de un gusano. Igualmente para
usted
, dichos órganos son indispensables… Pero ya lo convenceré de que mi visión es más penetrante que la suya. Hay un gato en ese rincón… un bonito gato… ¿lo ve usted? Mírelo con cuidado. Pues bien, Bon-Bon, ¿alcanza usted a contemplar los pensamientos… he dicho los pensamientos… las ideas, las reflexiones… que nacen en el pericráneo de ese gato? ¡Ahí tiene… no los ve usted! Pues el gato está pensando que admiramos el largo de su cola y la profundidad de su mente. Acaba de llegar a la conclusión de que soy un distinguido eclesiástico, y que usted es el más superficial de los metafísicos. Ya ve, pues, que no tengo nada de ciego; pero, para uno de mi profesión, los ojos a que usted alude serían únicamente una molestia y estarían en constante peligro de ser arrancados por una horquilla de tostar o un agitador de brea. Para usted, lo admito, esos aparatos ópticos resultan indispensables. Esfuércese por emplearlos bien, Bon-Bon; por mi parte,
mi
visión es el alma.

Tras esto el visitante se sirvió vino y, luego de llenar otro vaso para Bon-Bon, lo invitó a beberlo sin escrúpulos y a sentirse perfectamente en su casa.

—Un libro muy sagaz el suyo, Pierre —continuó su Majestad, dándole una palmada de connivencia en la espalda, una vez que nuestro amigo hubo vaciado su vaso en cumplimiento del pedido de su visitante—. Un libro muy sagaz, palabra de honor. Un libro como los que a mí me gustan… Pienso, sin embargo, que su presentación del tema podría mejorarse, y muchas de sus nociones me recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de mis conocidos más íntimos. Lo quería muchísimo por su terrible malhumor, así como por la increíble facilidad que tenía para equivocarse. En todo lo que escribió sólo hay una verdad sólida, y se la sugerí yo a fuerza de tenerle lástima al verlo tan absurdo. Supongo, Pierre Bon-Bon, que sabe usted muy bien a qué divina verdad moral aludo.

—No podría decir que…

—¿De veras? Pues bien, fui yo quien dijo a Aristóteles que, al estornudar, el hombre expelía las ideas superfluas por la nariz.

—Lo cual… ¡hic!… es absolutamente cierto —dijo el metafísico, mientras se servía otro gran vaso de Mousseux y ofrecía su tabaquera de rapé al visitante.

—Tuvimos también a Platón —continuó su Majestad, declinando modestamente la invitación a tomar rapé y el cumplido que entrañaba—. Tuvimos a Platón, por quien en un tiempo sentí el afecto que se guarda a los amigos. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, es verdad, le pido mil perdones! Pues bien, un día me lo encontré en Atenas, en el Partenón. Me dijo que estaba preocupadísimo buscando una idea. Le hice escribir que
ό νοϋς εστιν αυλος
. Me dijo que lo haría y se volvió a casa, mientras yo seguía viaje a las pirámides. Pero mi conciencia me remordía por haber pronunciado una verdad, aunque fuera para ayudar a un amigo, y, volviéndome rápidamente a Atenas, llegué junto a la silla del filósofo cuando se disponía a escribir el
αυλος
.

Dando un capirotazo a la lambda, la hice volverse cabeza abajo. Por eso la frase dice ahora:
ό νοϋς εστιν αυγος
y constituye, como usted sabe, la doctrina fundamental de su metafísica.

—¿Estuvo usted en Roma? —preguntó el
restaurateur
mientras terminaba su segunda botella de Mousseux y extraía del armario una amplia provisión de Chambertin.

—Sólo una vez, Monsieur Bon-Bon, sólo una vez. Hubo un tiempo —dijo el diablo como si recitara un pasaje de un libro— en que la anarquía reinó durante cinco años, en los cuales la república, privada de todos sus funcionarios, no tuvo otra magistratura que los tribunos del pueblo, y éstos carecían de toda investidura legal que los capacitara para las funciones ejecutivas. En ese momento, Monsieur Bon-Bon… y
sólo
en ese momento estuve en Roma… y, por tanto, carezco de relaciones terrenas con su filosofía
[105]
.

—¿Y qué piensa usted… qué piensa usted… ¡hic!… de Epicuro?

—¿Qué pienso de
quién
? —preguntó el diablo estupefacto—. No pretenderá usted encontrar ningún error en Epicuro, espero. ¿Qué pienso de Epicuro? ¿Habla usted de mí, caballero? ¡Epicuro soy yo! Soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos tratados que tanto celebraba Diógenes Laercio.

—¡Miente usted! —dijo el metafísico, a quien el vino se le había subido un tanto a la cabeza.

—¡Muy bien! ¡Muy bien, señor mío! ¡Ciertamente muy bien! —dijo su Majestad, al parecer sumamente halagado.

—¡Miente usted! —repitió el
restaurateur
, dogmáticamente—. ¡Miente… ¡hic!… usted!

—¡Pues bien, sea como usted quiera! —dijo el diablo pacíficamente, y Bon-Bon, después de vencer a su Majestad en la controversia, consideró de su deber concluir una segunda botella de Chambertin.

—Como iba diciendo —continuó el visitante—, y como hacía notar hace un momento, en ese libro suyo, Monsieur Bon-Bon, hay algunas nociones demasiado
outrées
. ¿Qué pretende usted, por ejemplo, con todo ese camelo del alma? ¿Puede usted decirme, caballero, qué
es
el alma?

—El… ¡hic!… alma —repitió el metafísico, remitiéndose a su manuscrito— es indudablemente…

—¡No, señor!

—Indudablemente…

—¡No, señor!

—Indudablemente…

—¡No, señor!

—Evidentemente…

—¡No, señor!

—Incontrovertiblemente…

—¡No, señor!

—¡Hic!

—¡No, señor!

—E incuestionablemente, el…

—¡No, señor, el alma no es eso!

(Aquí el filósofo, con aire furibundo, aprovechó la ocasión para dar instantáneo fin a la tercera botella de Chambertin).

—Pues entonces… ¡hic!… Diga usted, señor: ¿qué es?

—No es ni esto ni aquello, Monsieur Bon-Bon —repuso pensativo su Majestad—. He probado… quiero decir he conocido algunas almas muy malas, y algunas otras excelentes.

Al decir esto se relamió, pero, como apoyara involuntariamente la mano en el volumen que llevaba en el bolsillo, se vio atacado por una violenta serie de estornudos.

—Conocí el alma de Cratino —continuó—. Era pasable… La de Aristófanes, chispeante. ¿Platón? Exquisito… No
su
Platón, sino el poeta cómico; su Platón hubiera hecho vomitar a Cerbero… ¡puah! Veamos… tuvimos a Nevio, Andrónico, Plauto y Terencio. Luego Lucilio, Catulo, Nasón y Quinto Flaco… ¡Querido Quintón! Así lo apodaba yo mientras cantaba un
seculare
para divertirme, y yo lo tostaba suspendido de un tridente… ¡tan divertido! Pero a esos romanos les falta
sabor
. Un griego gordo vale por una docena de ellos, aparte de que se
conserva
, cosa que no puede decirse de un Quirite. Probemos su Sauternes.

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