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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (98 page)

BOOK: Cuentos completos
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Mr. Pennifeather, pues, fue arrestado allí mismo y la multitud, luego de buscar otro poco, se volvió al pueblo llevándolo bien custodiado. En el camino, además, ocurrió otra cosa tendente a confirmar las sospechas existentes. Mr. Goodfellow, cuyo celo lo hacía adelantarse siempre al grueso del grupo, corrió unos pasos, agachose y levantó un objeto que había en el pasto. Luego de examinarlo rápidamente, se notó que intentaba esconderlo en el bolsillo de la chaqueta, pero los otros se lo impidieron, viéndose que el objeto hallado era una navaja española que una docena de personas reconocieron inmediatamente como de propiedad de Mr. Pennifeather. Lo que es más, sus iniciales aparecían grabadas en el puño. La hoja de la navaja estaba abierta y ensangrentada.

Ya no podía quedar duda sobre la culpabilidad del sobrino del muerto, y, apenas llegados a Rattlesborough, fue entregado al juez para su interrogatorio.

Su situación adquirió entonces un cariz aún más desagradable. Al preguntársele dónde había estado la mañana de la desaparición de Mr. Shuttleworthy, tuvo la descarada audacia de admitir que aquel día había salido con su rifle a cazar ciervos en las inmediaciones del charco donde se había encontrado, gracias a la sagacidad de Mr. Goodfellow, su chaleco ensangrentado.

El «viejo Charley» levantose entonces y, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para declarar. Dijo que un profundo sentido del deber para con su Hacedor y sus semejantes no le permitía continuar en silencio por más tiempo. Hasta ahora, el más sincero afecto hacia el joven inculpado (no obstante la forma en que se había conducido con él) lo había movido a imaginar cuanta hipótesis le sugería la imaginación, a fin de explicar todo lo sospechoso de esas circunstancias tan incriminatorias para Mr. Pennifeather; pero dichas circunstancias eran ya
demasiado
convincentes,
demasiado
condenatorias. No podía vacilar, diría lo que sabía, aunque su corazón le estallara de dolor al hacerlo.

Procedió entonces a declarar que, la tarde anterior a la partida de Mr. Shuttleworthy, este venerable caballero había dicho a su sobrino (y él, Mr. Goodfellow, lo había oído) que el motivo que lo llevaba a viajar al día siguiente por la mañana era hacer un depósito de una cuantiosa suma de dinero en el Banco de los Granjeros y Mecánicos de la ciudad; agregó que en el curso de la conversación, Mr. Shuttleworthy había manifestado redondamente a su sobrino la irrevocable determinación de anular su testamento y desheredarlo hasta el último centavo. Y, tras de ello, el testigo pidió solemnemente al inculpado que declarara si lo que acababa de decir era o no la más escrupulosa de las verdades.

Para la estupefacción de los presentes, Mr. Pennifeather admitió francamente que lo dicho era la verdad.

El magistrado consideró entonces pertinente enviar a dos oficiales de policía para que efectuaran una perquisición en el aposento que el joven ocupaba en casa de su tío. Los policías no tardaron en volver trayendo consigo la bien conocida cartera de cuero bermejo, con aplicaciones de metal, que el anciano desaparecido llevara consigo durante años. Faltaba su valioso contenido y vanamente se esforzó el magistrado por obtener del inculpado una confesión sobre el destino del dinero o el lugar donde se hallaba escondido. Mr. Pennifeather se obstinó en afirmar que no sabía nada de todo aquello. Por otra parte, los policías descubrieron entre el elástico y el colchón de la cama una camisa y un pañuelo para el cuello, con el monograma del acusado, espantosamente manchados con la sangre de la víctima.

A esta altura de la encuesta se hizo saber que el caballo del asesinado acababa de morir a consecuencia de la herida que recibiera. Mr. Goodfellow propuso entonces que se procediera a efectuar la autopsia del animal, a fin de descubrir, si era posible, la bala. Así se hizo; y como para que la culpabilidad del acusado quedara demostrada de manera definitiva, Mr. Goodfellow, luego de larga búsqueda dentro del pecho del caballo, terminó por localizar y extraer una bala de gran tamaño que, hechas las pruebas correspondientes, resultó corresponder exactamente al calibre del rifle de Mr. Pennifeather, que era mayor que el de cualquier otro vecino del pueblo o sus inmediaciones. Para confirmar aún más la cuestión se descubrió que la bala tenía una señal o reborde en ángulo recto con la sutura habitual; no tardó en verificarse que dicha señal coincidía con la existente en los moldes para fundir balas que, según confesión del acusado, le pertenecían. Apenas probado esto, el magistrado a cargo de la encuesta rehusó escuchar nuevos testimonios y ordenó de inmediato que el prisionero fuera juzgado por asesinato, negándose resueltamente a dejarlo en libertad bajo fianza, a pesar de que Mr. Goodfellow protestó calurosamente contra esta severidad, y ofreció salir como fiador por cualquier suma que se pidiera. Esta generosidad por parte del «viejo Charley» hallábase muy de acuerdo con su amable y caballeresca conducta a lo largo de toda su permanencia en Rattleborough. En este caso, el excelente caballero se dejaba llevar de tal manera por la excesiva fogosidad de su simpatía, que al ofrecerse como fiador de su joven amigo parecía olvidar que no poseía un centavo en el mundo entero.

Los resultados de la decisión pueden imaginarse fácilmente. Acompañado por el odio y la execración de todo Rattleborough, Mr. Pennifeather fue juzgado en el tribunal de causas criminales; la cadena de pruebas circunstanciales (reforzada por algunos hechos condenatorios adicionales, que la sensible conciencia de Mr. Goodfellow le prohibió mantener secretos) fue considerada tan sólida y concluyente, que el jurado no se molestó en abandonar sus asientos para pronunciar el inmediato veredicto de
culpable de asesinato en primer grado
. Momentos después el miserable era condenado a muerte y conducido nuevamente a la cárcel del condado para esperar la inexorable venganza de la ley.

En el ínterin, la noble conducta del «viejo Charley Goodfellow» había duplicado la estima que le profesaban los honestos ciudadanos del pueblo. Su popularidad era diez veces mayor que antes, y, como consecuencia natural de la hospitalidad que recibía en todas partes, se vio forzado a modificar un tanto los hábitos parsimoniosos que su pobreza le impusiera hasta entonces; empezó con frecuencia a ofrecer pequeñas
réunions
en su casa, donde la alegría y el buen humor reinaban supremos —enfriados momentáneamente,
claro está
, por el recuerdo ocasional del prematuro y melancólico destino que aguardaba al sobrino del íntimo amigo de tan generoso huésped.

Un bello día, este magnífico caballero tuvo la agradable sorpresa de recibir la siguiente carta:

Mr. Charles Goodfellow, Esq., Rattleborough.

Estimado señor:

De conformidad con un pedido transmitido a nuestra firma, hace dos meses, por nuestro estimado cliente Mr. Barnabas Shuttleworthy, tenemos el honor de remitirle a su domicilio un doble cajón de Chateau Margaux, marca antílope, sello violeta. Cajón numerado y marcado como se indica al pie.

Saludamos a usted muy atentamente,

HOGGS, FROGS, BOGS & CO.

Ciudad de…,21 de junio 18…

P. S.—El cajón le llegará al día siguiente del recibo de esta carta. Agregamos nuestros saludos a Mr. Shuttleworthy.

H.,F.,B.&CO.

Chal. Mar. A. N° 1, 6 doc. bot. (1/2 gruesa).

A decir verdad, desde la muerte de Mr. Shuttleworthy, Mr. Goodfellow había perdido toda esperanza de recibir alguna vez el prometido Chateau Margaux, por lo cual le pareció que recibirlo
ahora
representaba una especial merced de la Providencia. Como es natural, se llenó de regocijo, y en la exuberancia de su alegría invitó a un numeroso grupo de amigos a un
petit souper
para la noche siguiente, dispuesto a hacerles probar parte del regalo del buen Mr. Shuttleworthy. Por cierto que
no dijo nada
acerca del «buen Shuttleworthy» cuando expidió las invitaciones. Después de pensarlo mucho, decidió proceder así. Que yo sepa, a nadie mencionó que hubiera recibido un
regalo
de Chateau Margaux. Limitose a invitar a sus amigos a que compartieran con él un vino de excelente calidad y fino aroma que había encargado dos meses atrás y que recibiría al día siguiente. Muchas veces me he sentido perplejo pensando
por qué
el «viejo Charley» decidió no decir a nadie que aquel vino era un obsequio de su viejo amigo, pero me fue imposible comprender sus razones para callar, aunque sin duda debía tenerlas, y excelentes.

Llegó el día siguiente, y con él una numerosa y distinguida asistencia se hizo presente en casa de Mr. Goodfellow. Puede decirse que la mitad del pueblo estaba allí (y yo entre ellos), pero, para gran irritación del huésped, el Chateau Margaux no apareció hasta última hora, cuando la suntuosa cena ofrecida por el «viejo Charley» había sido ampliamente saboreada por los huéspedes. Llegó, empero, y por cierto que era un cajón enormemente grande; entonces, como la asamblea se hallaba de muy buen humor, decidiose por unanimidad que se colocaría sobre la mesa y que se extraería inmediatamente su contenido.

Dicho y hecho. Por mi parte, di una mano, y en menos de un segundo teníamos el cajón sobre la mesa, en medio de las botellas y vasos, gran parte de los cuales se rompieron en la confusión. El «viejo Charley», que estaba completamente borracho y tenía el rostro empurpurado, sentose con aire de burlona dignidad en la cabecera, golpeando furiosamente sobre la mesa con un vaso, mientras reclamaba orden y silencio «durante la ceremonia del desentierro del tesoro».

Luego de algunas vociferaciones, se logró restablecer el orden y, como suele suceder en tales casos, se produjo un profundo y extraño silencio. Habiéndoseme pedido que levantara la tapa, acepté, como es natural, «con infinito placer». Inserté un formón, pero apenas hube dado unos martillazos, la tapa del cajón se alzó bruscamente y, en el mismo instante, surgió del interior, enfrentando al huésped, el magullado, sangriento y putrefacto cadáver de Mr. Shuttleworthy. Por un instante contempló fija y dolorosamente, con sus ojos sin brillo y ya sin forma, el rostro de Mr. Goodfellow. Entonces, lenta pero claramente, se oyó que decía estas palabras: «¡Tú eres el hombre!». Y cayendo sobre el borde del cajón, como satisfecho de lo que había dicho, quedó con los brazos colgando sobre la mesa.

La escena que siguió excede toda descripción. La carrera hacia las puertas y ventanas fue espantosa, y muchos de los hombres más robustos se desmayaron allí mismo de puro horror. Pero, después del primer clamoroso arrebato de miedo, todos los ojos se clavaron en Mr. Goodfellow. Aunque viva mil años, jamás olvidaré la más que mortal agonía reflejada en la horrorosa expresión de su cara, espectralmente pálida después de haberse mostrado tan rubicunda de vino y de triunfo. Durante varios minutos permaneció inmóvil como una estatua de mármol; sus ojos, absolutamente privados de expresión, parecían vueltos hacia adentro y perdidos en el espectáculo de su propia alma asesina. Por fin la vida surgió otra vez, proyectada hacia el mundo exterior; levantándose de un salto, cayó pesadamente con la cabeza y los hombros sobre la mesa, en contacto con el cadáver, mientras de sus labios brotaba rápida y vehemente la detallada confesión del espantoso crimen por el cual Mr. Pennifeather hallábase encarcelado y esperando la muerte.

Lo que contó fue, en resumen, lo siguiente: Había seguido a su víctima hasta las vecindades del charco, hirió allí al caballo de un pistoletazo y mató a Mr. Shuttleworthy a golpes de culata. Luego de apoderarse de la cartera de la víctima, supuso que el caballo había muerto y lo arrastró con gran trabajo hasta las zarzas contiguas al charco. Cargó el cadáver de su víctima sobre su propio caballo y lo llevó a un lugar donde hacerlo desaparecer, situado a mucha distancia a través de los bosques.

El chaleco, la navaja, la cartera y la bala habían sido colocados por él mismo donde fueron hallados, a fin de vengarse de Mr. Pennifeather. También se las arregló para dejar en su cuarto el pañuelo y la camisa manchados de sangre.

Hacia el final del espeluznante relato, las palabras del miserable asesino se hicieron sordas y entrecortadas. Cuando hubo terminado, se enderezó, alejándose tambaleante de la mesa, hasta caer…
muerto
.

Aunque eficientes, los medios mediante los cuales pudo lograrse esta oportuna confusión fueron bien sencillos. La exagerada franqueza y bonhomía de Mr. Goodfellow me había disgustado desde el principio, despertando mis sospechas. Me hallaba presente cuando Mr. Pennifeather lo golpeó, y la diabólica expresión de su rostro, por más pasajera que fuese, me dio la seguridad de que no dejaría de cumplir al pie de la letra su promesa de vengarse. Hallábame, pues, preparado para apreciar las maniobras del «viejo Charley» de una manera muy diferente de la de los buenos vecinos de Rattleborough. Vi de inmediato que todos los descubrimientos incriminatorios nacían directa o indirectamente de él. Pero lo que me abrió completamente los ojos fue el episodio de la bala
hallada
por Mr. Goodfellow en el cuerpo del caballo. Aunque los vecinos lo habían olvidado, yo
no
dejé de recordar que el caballo presentaba un orificio por donde había penetrado el proyectil, y
otro
por donde había salido. Si se encontraba una bala en el cuerpo, tenía que haber sido depositada allí por la misma persona que decía haberla encontrado. La camisa y el pañuelo ensangrentados confirmaron la idea sugerida por el hallazgo de la bala; en efecto, el examen de la sangre demostró que se trataba solamente de vino tinto. Pensando en esas cosas, y también en el rumboso cambio de vida de Mr. Goodfellow, mis sospechas se hicieron cada vez más fuertes, y no eran menos intensas por ser el único que las abrigaba.

En el ínterin, me ocupé privadamente de buscar el cadáver de Mr. Shuttleworthy; tenía mis buenas razones para hacerlo en zonas completamente opuestas a aquellas hacia las cuales Mr. Goodfellow había dirigido a los vecinos. El resultado fue que, algunos días más tarde, llegué a un antiguo pozo seco, cuya boca estaba casi enteramente cubierta de
zarzas
; y allí, en el fondo, hallé lo que buscaba.

Ocurrió que yo había escuchado el diálogo entre los dos amigos, cuando Mr. Goodfellow se las arregló para inducir a su anfitrión a que le regalara un cajón de Chateau Margaux. Basándome en este hecho, decidí obrar en consecuencia. Procurándome un trozo muy fuerte de barba de ballena, lo introduje por la garganta del cadáver y metí a éste en un viejo cajón de vino, teniendo cuidado de doblarlo en forma tal que la barba de ballena se doblara junto con él. De esta manera tuve que apretar fuertemente la tapa para mantenerla ajustada mientras la clavaba; y, como es natural, tenía la seguridad de que, tan pronto los clavos fueran extraídos, la tapa se levantaría, y tras ella el cuerpo.

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