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Authors: Edgar Allan Poe

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Cuentos completos (2 page)

BOOK: Cuentos completos
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Refugiado en casa de los Allan (que para Edgar, despierto ya a la realidad social, no era
su
casa), poco consuelo le esperaba. Su madre adoptiva lo quiso siempre tiernamente, pero empezaba a ceder a un enigmático mal. John Allan se mostraba cada día más severo y Edgar cada día más rebelde. Quizá entonces se enteró el niño de que su protector tenía hijos naturales y sospechó que jamás sería adoptado legalmente. Parece seguro que su primera reacción contra Allan nació de su cólera por la ofensa que ese descubrimiento infería a Frances. También ésta lo supo y debió de confiarse a Edgar, que tomó resueltamente su partido. A esta crisis se agrega el que en aquellos días John Allan se convirtiera en millonario al heredar la fortuna de su tío. Paradójicamente, Edgar debió comprender que sus posibilidades de ser adoptado, y por tanto de heredar, habían disminuido todavía más. Y su especial inadaptación empezó a manifestarse tempranamente. Incapaz de suavizar asperezas o de conciliarse el afecto de su protector mediante una conducta adaptada a sus gustos, emprendía ya un camino anárquico al que su temperamento y sus gustos lo predisponían naturalmente. John Allan empezó a saber lo que es tener un poeta —o alguien que quiere llegar a serlo— en casa. Su intención era hacer de Edgar un abogado o un buen comerciante como él. No hay necesidad de abundar más sobre la razón fundamental de todos los choques futuros.

La crisis había madurado lentamente. Edgar era todavía el niño mimado de su «madre» y su bondadosa «tía», y el brillante alumno que daba satisfacción a John Allan. Por aquellos días el marqués de La Fayette andaba recorriendo los campos de sus antiguas hazañas. Edgar y sus camaradas organizaron una milicia uniformada y armada para rendir honores al viejo soldado francés. Entre ejercicio y ejercicio, Edgar leía vorazmente lo que caía a su alcance; pero no parecía feliz, y ni siquiera el traslado a una nueva y magnífica casa que la flamante fortuna de su protector requería, y la comodidad de una excelente habitación, bastaban para alegrarlo. Es harto probable que sus altaneras declaraciones a John Allan sobre sus propósitos de llegar a ser un poeta encontraran una fría, irónica respuesta en los ojos y las palabras del comerciante. Edgar había crecido, y sus actividades «militares» lo habían aguerrido e independizado aún más. La anómala situación del hogar de los Allan apresuró el proceso. Su guardián veía ya un mozo en Edgar y sus diálogos eran de hombre a hombre. Si Edgar le reprochó alguna vez, en nombre de su «madre» Frances, las infidelidades conyugales, Allan debió a su turno replicar con algo capaz de herir al joven en lo más vivo. Sabemos hoy cuál fue esa réplica: una velada referencia, deshonrosa para Mrs. Poe, acerca de la verdadera paternidad de Rosalie, la hermana menor de Edgar. Bien puede imaginarse la reacción de éste. Pero los lazos con los Allan eran todavía demasiado fuertes, y hubo otro intervalo de paz. Intervalo dulce, porque Edgar acababa de enamorarse de una jovencita de bellos rizos, Sarah Elmira Royster, que habría de representar un extraño papel en su vida, desapareciendo tempranamente para surgir en los últimos tiempos. Pero ahora el amor era matinal, y Elmira lo correspondía con toda la efusión compatible entonces con una señorita virginiana. A John Allan no le gustó la idea de que Edgar llegara a casarse con Elmira, y además había que pensar en su ingreso en la Universidad de Virginia. Sin duda habló con Mr. Royster, y de esa conversación en beneficio de los hijos nació una torpe traición: las cartas de Edgar a Elmira fueron interceptadas, y más tarde se obligó a la niña a que aceptara el presunto olvido de su novio como prueba de desamor y se casara con un tal Mr. Shelton, que correspondía mucho mejor que Edgar a la idea que los Allan y los Royster se hacen siempre de los esposos adecuados. Ignorante de lo que iba a ocurrir, Edgar se despidió de Frances y John Allan en febrero de 1826. En el camino confió una carta para Elmira al cochero que lo llevaba a Charlottesville; fue probablemente el último mensaje que aquélla alcanzó a recibir de él. De la vida estudiantil de Poe hay numerosos documentos que prueban el clima de libertinaje y anarquía de la flamante Universidad fundada con tantas esperanzas por Thomas Jefferson, y su influencia catalizadora de las tendencias hasta entonces latentes en el poeta. Los estudiantes, hijos de familias adineradas, jugaban por dinero, bebían, disputaban y se batían en duelo, endeudándose con la mayor extravagancia, seguros de que sus padres pagarían al final de cada período escolar. A Edgar le ocurrió algo previsible: John Allan se negó desde el primer momento a enviarle más dinero del estrictamente necesario para sus gastos escolares. Edgar se empecinó en mantener el nivel de vida de sus camaradas, por razones bien comprensibles entonces y en Virginia. Hasta cierto punto, tenía razón: su protector lo había criado y educado en un nivel social que entrañaba determinadas exigencias económicas. Proporcionarle con una mano la mejor educación de la época y negarle con la otra el dinero necesario para no tener que avergonzarse ante los camaradas sureños, revelaba no sólo falta de bondad, sino de sentido común e inteligencia. Poe comenzó a escribir a «casa» pidiendo pequeñas sumas, haciendo minuciosos estados de cuenta para mostrar a Allan que las cantidades recibidas no bastaban para subvenir a sus gastos elementales. Si Allan maduraba ya el proyecto de buscar motivos de querella y desentenderse finalmente de Edgar, aprovechando la enfermedad cada vez más grave de Frances para librarse de ese molesto obstáculo en sus futuros proyectos, no hay duda de que la conducta de Poe en la Universidad le dio amplio motivo para resolverse. Exaltado e incapaz de reflexionar con calma en nada que no fueran materias intelectuales, Edgar lo ayudó insensatamente. Se sumaba a ello su desesperación por no recibir respuesta de Elmira y sospechar que ésta lo había olvidado, o que una intriga de los Royster y los Allan lo apartaba de su novia —pues como tal la consideraba entonces—. Por primera vez oímos mencionar el alcohol en la vida de Edgar. El clima de la Universidad era tan favorable como el de una taberna: Poe jugaba, perdía casi invariablemente, y bebía. Uno piensa en Pushkin, ese Poe ruso. Pero a Pushkin el alcohol no le hacía daño, mientras que desde el principio provocó en Poe un efecto misterioso y terrible, del que no hay una explicación satisfactoria como no sea la de su hipersensibilidad, sus taras hereditarias, esa «maraña de nervios» al descubierto. Le bastaba beber un vaso de ron (y lo bebía de un trago, sin paladearlo) para intoxicarse. Está probado que un solo vaso lo hacía entrar en ese estado de hiperlucidez mental que convierte a su víctima en un conversador brillante, en un «genio» momentáneo. El segundo trago lo hundía en la borrachera más absoluta, y el despertar era lento, torturante, y Poe se arrastraba días y días hasta recobrar la normalidad. Sin duda, esto era mucho menos grave a los diecisiete años; pasados los treinta, en los días de Baltimore y Nueva York, configuró su imagen más desgraciadamente popular.

Como estudiante, Edgar fue todo lo sobresaliente que cabía esperar. Los recuerdos de sus condiscípulos lo muestran dominando intelectualmente aquel grupo de
jeunesse dorée
virginiana. Habla y traduce las lenguas clásicas sin esfuerzo aparente, prepara sus lecciones mientras otro alumno está recitando y se gana la admiración de profesores y condiscípulos. Lee, infatigable, historia antigua, historia natural, libros de matemáticas, de astronomía y, naturalmente, a poetas y novelistas. Sus cartas a John Allan describen con vividas imágenes el clima peligroso de aquella Universidad, donde los estudiantes se amenazan con pistolas y luchan hasta herirse gravemente, entre dos escapatorias a las colinas y alguna francachela en las tabernas de los aledaños. El estudio, el juego, el ron, las fugas, todo es casi lo mismo. Cuando las deudas de juego alcanzaron una cifra exasperante para John Allan y éste se negó una vez más a pagarlas, Edgar tuvo que abandonar la Universidad. En aquel entonces una deuda podía llevar a cualquiera a la cárcel o, por lo menos, vedarle el reingreso al Estado donde la había contraído. Edgar rompió los muebles de su cuarto para encender un fuego de despedida (era en diciembre de 1826) y abandonó la casa de estudios. Sus camaradas de Richmond lo acompañaban; para ellos empezaban las vacaciones, pero él sabía que no volvería más.

Los acontecimientos se sucedieron rápidamente. El hijo pródigo encontró a Frances Allan cariñosa como siempre, pero el «querido papá» (como le llamaba Edgar en sus cartas) ardía de indignación por el balance de aquel año universitario. Para colmo, apenas llegado a Richmond descubrió Edgar lo ocurrido con Elmira, a quien sus padres acababan de alejar prudentemente de la ciudad. No hay que extrañarse de que en casa de Allan la atmósfera se volviera tensa y que, apenas pasado el tácito armisticio de Navidad y las fiestas de fin de año, la querella entre los dos hombres, que se miraban ahora de igual a igual, estallara en toda su violencia. Allan se negó a que Edgar volviera a la Universidad y a buscarle un empleo, a la vez que le reprochaba su holgazanería. Edgar replicó escribiendo secretamente a Filadelfia en demanda de trabajo. Enterado de esto, Allan le dio doce horas para que decidiera si se sometería o no a sus deseos (que entrañaban la obligación de estudiar Leyes o alguna otra carrera profesional). Edgar lo pensó todo una noche y repuso negativamente; siguió una terrible escena de mutuos insultos y, ante la exasperación de John Allan, su insubordinado protegido se marchó golpeando las puertas. Después de errar durante horas, escribió desde una taberna pidiendo su baúl, así como dinero para viajar al Norte y mantenerse hasta encontrar empleo. Allan no contestó, y Edgar escribió otra vez sin resultado. Su «madre» le hizo llegar el baúl y algún dinero. Con no poca sorpresa, Allan debió convencerse de que el hambre y la miseria no doblegaban al muchacho, como había supuesto. Edgar se embarcó rumbo a Boston para probar fortuna, y entre 1827 y 1829 se abre en su vida un paréntesis que los biógrafos entusiastas llenarían más tarde con fabulosos viajes a ultramar y experiencias novelescas en Rusia, Inglaterra y Francia. Naturalmente, Edgar los ayudaba desde más allá de la vida, pues siempre fue el primero en inventar detalles románticos que salpimentaran su biografía. Hoy sabemos que no se movió de Estados Unidos. Pero hizo, en cambio, algo que prueba su determinación de vivir conforme a su estrella. Apenas llegado a Boston, la amistad incidental de un joven impresor le permitió publicar
Tamerlán y otros poemas
, su primer libro (mayo de 1827). En el prólogo sostuvo que casi todos los poemas habían sido compuestos antes de los catorce años. Cierto vocabulario, cierto tono de magia, ciertas fronteras entre lo real y lo irreal mostraban al poeta; el resto era inexperiencia y candor. Ni que decir que el libro no se vendió en absoluto. Edgar debió de verse en una miseria espantosa que sólo atinó al magro recurso de engancharse en el ejército como soldado raso. Y mientras sobrevivía, melancólicamente, miraba en sí mismo y a veces en torno; fue así como reunió el material para el futuro
Escarabajo de oro
, aprovechando el pintoresco escenario que rodeaba al fuerte Moultrie, en la Carolina, donde pasó la mayor parte de ese tiempo y donde la adolescencia quedó irrevocablemente atrás.

Juventud

El soldado Edgar A. Perry —pues con ese
alias
se había enganchado— se condujo irreprochablemente en las filas y no tardó en ser ascendido a sargento mayor. El tedio insoportable de aquella mediocre compañía humana, con la cual se veía obligado a alternar y su invariable resolución de consagrarse a la literatura, para la cual requería tiempo, bibliotecas, contactos estimulantes, lo forzaron finalmente a reanudar relaciones con John Allan. Poe se había alistado por cinco años y aún le faltaban tres; pidió entonces a Allan que escribiera a sus jefes manifestando su conformidad en caso de que lo relevaran de su puesto. Allan no le contestó, y poco después Edgar fue transferido a Virginia. Muy cerca de su casa, ansioso por ver a su «madre», cada vez más enferma, comprendió que Allan no toleraría su baja si continuaba hablando de una carrera literaria. Optó entonces por un compromiso momentáneo, pensando que quizá Allan apoyara su ingreso a la academia militar de West Point. Era una carrera, y una bella carrera. Allan aceptó. Pero en aquellos días Poe iba a sufrir el segundo gran dolor de su vida. «Mamá» Frances Allan murió mientras él estaba en el cuartel; un mensaje de Allan llegó demasiado tarde para cumplir la voluntad de la moribunda, que había reclamado hasta el fin la presencia de Edgar. Ni siquiera le fue dado a éste ver su cadáver. Frente a su tumba (tan cerca de la de «Helen», tan cerca ambas en su corazón), no pudo resistir y cayó inanimado; los criados negros debieron llevarlo en brazos hasta el carruaje.

El ingreso de Edgar en West Point fue precedido por una visita a Baltimore en busca y reconocimiento de su verdadera familia, que, frente a la mala voluntad de su guardián, asumía para él una importancia creciente. Implacable en su secreta decisión, buscaba asimismo publicar
Al Aaraaf
, largo poema en el cual depositaba infundadas esperanzas. Puede decirse que es éste un momento crucial en la vida de Poe, aunque sus biógrafos no lo hagan notar quizá porque no es dramático ni teatral como tantos otros. Pero en mayo de 1829, solo, con el escaso dinero que le ha dado Allan para vivir y tramitar el no fácil ingreso a West Point, Edgar se lanza a establecer los primeros contactos sólidos con editores y directores de revistas. Como era de suponer, no pudo editar su poema por falta de fondos. En medio de las más angustiosas apreturas, acabó yéndose a vivir a casa de su tía María Clemm, donde también residían Mrs. David Poe, abuela paterna de Edgar, el hermano mayor de éste (personaje borroso que moriría a los veinticuatro años y en quien la herencia familiar se acusó más rápida y violentamente) y los hijos de Mrs. Clemm, Henry y la pequeña Virginia, que habría de constituir el complejo y jamás resuelto enigma de la vida del poeta.

De Mrs. Clemm es casi innecesario adelantar que fue en todo sentido el ángel guardián de Edgar, su verdadera madre (como habría de decirlo en un soneto), la «Muddie» de las horas negras y de los años tortuosos. Edgar se incorporó al mísero hogar que María Clemm sostenía con labores de aguja y la caridad de parientes y vecinos, sin aportar más que su juventud y sus esperanzas. «Muddie» lo aceptó desde el primer momento como si comprendiera que Edgar la necesitaba en más de un sentido, y se encariñó con él a un punto que el resto de este relato mostrará cabalmente. Gracias a la buhardilla que compartía con su hermano, tuberculoso en último grado, pudo Edgar escribir en paz y establecer relaciones con editores y críticos. Bien recomendado por John Neal, escritor muy conocido en esos días,
Al Aaraaf
encontró por fin editor, y apareció en unión de
Tamerlán y
los restantes poemas del ya olvidado primer volumen.

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