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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (70 page)

BOOK: Cuentos completos
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»Había otra dificultad que me producía alguna inquietud. Se ha observado que en las ascensiones en globo a alturas considerables, aparte de la dificultad respiratoria, se producen fenómenos sumamente penosos en todo el organismo, acompañados frecuentemente de hemorragias de nariz y otros síntomas alarmantes, que se van agudizando a medida que aumenta la altura
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. No dejaba de preocuparme este aspecto. ¿No podía ocurrir que dichos síntomas continuaran en aumento hasta provocar la muerte? Pero llegué a la conclusión de que no. Su origen debía buscarse en la progresiva disminución de la presión atmosférica
usual
sobre la superficie del cuerpo y la consiguiente dilatación de los vasos sanguíneos superficiales; no se trataba de una desorganización capital del sistema orgánico, como en el caso de la dificultad respiratoria, donde la densidad atmosférica resulta
químicamente insuficiente
para la debida renovación de la sangre en un ventrículo del corazón. A menos que faltara esta renovación, no veía razón alguna para que la vida no pudiera mantenerse, incluso en el
vacío
; pues la expansión y compresión del pecho, llamadas vulgarmente respiración, son acciones puramente musculares, y causa, no efecto, de la respiración. En una palabra, supuse que así como el cuerpo llegaría a habituarse a la falta de presión atmosférica, del mismo modo las sensaciones dolorosas irían disminuyendo; para soportarlas mientras duraran confiaba en la férrea resistencia de mi constitución.

»Así, aunque no todas, he detallado algunas de las consideraciones que me indujeron a proyectar un viaje a la luna. Procederé ahora, si así place a vuestras Excelencias, a comunicaros los resultados de una tentativa cuya concepción parece tan audaz, y que en todo caso no tiene paralelo en los anales de la humanidad.

»Habiendo alcanzado la altitud antes mencionada —vale decir, tres millas y tres cuartos— arrojé por la barquilla una cantidad de plumas, descubriendo que aun ascendía con suficiente velocidad, por lo cual no era necesario privarme de lastre. Me alegré de esto, pues deseaba guardar conmigo todo el peso posible, por la sencilla razón de que no tenía ninguna seguridad sobre la fuerza de atracción o la densidad atmosférica de la luna. Hasta ese momento no sentía molestias físicas, respiraba con entera libertad y no me dolía la cabeza. El gato descansaba tranquilamente sobre mi chaqueta, que me había quitado, y contemplaba las palomas con un aire de
nonchalance
. En cuanto a éstas, atadas por una pata para que no volaran, ocupábanse activamente de picotear los granos de arroz que les había echado en el fondo de la barquilla.

»A las seis y veinte el barómetro acusó una altitud de 26.400 pies, o sea casi cinco millas. El panorama parecía ilimitado. En realidad, resultaba fácil calcular, con ayuda de la trigonometría esférica, el ámbito terrestre que mis ojos alcanzaban. La superficie convexa de un segmento de esfera es a la superficie total de la esfera lo que el senoverso del segmento al diámetro de la esfera. Ahora bien, en este caso, el senoverso —vale decir el
espesor
del segmento por debajo de mí— era aproximadamente igual a mi elevación, o a la elevación del punto de vista sobre la superficie. «De cinco a ocho millas» expresaría, pues, la proporción del área terrestre que se ofrecía a mis miradas. En otras palabras, estaba contemplando una decimosextava parte de la superficie total del globo. El mar aparecía sereno como un espejo, aunque el telescopio me permitió advertir que se hallaba sumamente encrespado. Ya no se veía el navío, que al parecer había derivado hacia el este. Empecé a sentir fuertes dolores de cabeza a intervalos, especialmente en la región de los oídos, aunque seguía respirando con bastante libertad. El gato y las palomas no parecían sentir molestias.

»A las siete menos veinte el globo entró en una región de densas nubes, que me ocasionaron serias dificultades, dañando mi aparato condensador y empapándome hasta los huesos; fue éste, por cierto, un singular
rencontre
, pues jamás había creído posible que semejante nube estuviera a tal altura. Me pareció conveniente soltar dos pedazos de cinco libras de lastre, conservando un peso de ciento sesenta y cinco libras. Gracias a esto no tardé en sobrevolar la zona de las nubes, y al punto percibí que mi velocidad ascensional había aumentado considerablemente. Pocos segundos después de salir de la nube, un relámpago vivísimo la recorrió de extremo a extremo, incendiándola en toda su extensión como si se tratara de una masa de carbón ardiente. Esto ocurría, como se sabe, a plena luz del día. Imposible imaginar la sublimidad que hubiese asumido el mismo fenómeno en caso de producirse en las tinieblas de la noche. Sólo el infierno hubiera podido proporcionar una imagen adecuada. Tal como lo vi, el espectáculo hizo que el cabello se me erizara mientras miraba los abiertos abismos, dejando descender la imaginación para que vagara por las extrañas galerías abovedadas, los encendidos golfos y los rojos y espantosos precipicios de aquel terrible e insondable incendio. Me había salvado por muy poco. Si el globo hubiese permanecido un momento más dentro de la nube, es decir, si la humedad de la misma no me hubiera decidido a soltar lastre, probablemente no hubiera escapado a la destrucción. Esta clase de peligros, aunque poco se piensa en ellos, son quizá los mayores que deben afrontar los globos. Pero ahora me encontraba a una altitud demasiado grande como para que el riesgo volviera a presentarse.

»Subíamos rápidamente, y a las siete en punto el barómetro indicó nueve millas y media. Empecé a experimentar una gran dificultad respiratoria. La cabeza me dolía muchísimo y, al sentir algo húmedo en las mejillas, descubrí que era sangre que me salía en cantidad por los oídos. Mis ojos me preocuparon también mucho. Al pasarme la mano por ellos me pareció que me sobresalían de las órbitas; veía como distorsionados los objetos que contenía el globo, y a éste mismo. Los síntomas excedían lo que había supuesto y me produjeron alguna alarma. En este momento, obrando con la mayor imprudencia e insensatez, arrojé tres piezas de cinco libras de lastre. La velocidad acelerada del ascenso me llevó demasiado rápidamente y sin la gradación necesaria a una capa altamente enrarecida de la atmósfera, y estuvo a punto de ser fatal para mi expedición y para mí mismo. Súbitamente me sentí presa de un espasmo que duro más de cinco minutos, y aun después de haber cedido en cierta medida, seguí respirando a largos intervalos, jadeando de la manera más penosa, mientras sangraba copiosamente por la nariz y los oídos, y hasta ligeramente por los ojos. Las palomas parecían sufrir mucho y luchaban por escapar, mientras el gato maullaba desesperadamente y, con la lengua afuera, movíase tambaleando de un lado a otro de la barquilla, como si estuviera envenenado. Demasiado tarde descubrí la imprudencia que había cometido al soltar el lastre. Supuse que moriría en pocos minutos. Los sufrimientos físicos que experimentaba contribuían además a incapacitarme casi por completo para hacer el menor esfuerzo en procura de salvación. Poca capacidad de reflexión me quedaba, y la violencia del dolor de cabeza parecía crecer por instantes. Me di cuenta de que los sentidos no tardarían en abandonarme, y ya había aferrado una de las sogas correspondientes a la válvula de escape, con la idea de intentar el descenso, cuando el recuerdo de la broma que les había jugado a mis tres acreedores, y sus posibles consecuencias para mí, me detuvieron por el momento. Me dejé caer en el fondo de la barquilla, luchando por recuperar mis facultades. Lo conseguí hasta el punto de pensar en la conveniencia de sangrarme. Como no tenía lanceta, me vi precisado a arreglármelas de la mejor manera posible, cosa que al final logré cortándome una vena del brazo izquierdo con mi cortaplumas.

»Apenas había empezado a correr la sangre cuando noté un sensible alivio. Luego de perder aproximadamente el contenido de media jofaina de dimensiones ordinarias, la mayoría de los síntomas más alarmantes desaparecieron por completo. De todos modos no me pareció prudente enderezarme en seguida, sino que, después de atarme el brazo lo mejor que pude, seguí descansando un cuarto de hora. Pasado este plazo me levanté, sintiéndome tan libre de dolores como lo había estado en la primera parte de la ascensión. No obstante seguía teniendo grandísimas dificultades para respirar, y comprendí que pronto habría llegado el momento de utilizar mi condensador. En el ínterin miré a la gata, que había vuelto a instalarse cómodamente sobre mi chaqueta, y descubrí con infinita sorpresa que había aprovechado la oportunidad de mi indisposición para dar a luz tres gatitos. Esto constituía un aumento completamente inesperado en el número de pasajeros del globo, pero no me desagradó que hubiera ocurrido; me proporcionaba la oportunidad de poner a prueba la verdad de una conjetura que, más que cualquier otra, me había impulsado a efectuar la ascensión. Había imaginado que la resistencia
habitual
a la presión atmosférica en la superficie de la tierra era la causa de los sufrimientos por los que pasa toda vida a cierta distancia de esa superficie. Si los gatitos mostraban síntomas equivalentes a los de la madre, debería considerar como fracasada mi teoría, pero si no era así, entendería el hecho como una vigorosa confirmación de aquella idea.

»A las ocho de la mañana había alcanzado una altitud de diecisiete millas sobre el nivel del mar. Así, pues, era evidente que mi velocidad ascensional no sólo iba en aumento, sino que dicho aumento hubiera sido verificable aunque no hubiese tirado el lastre como lo había hecho. Los dolores de cabeza y de oídos volvieron a intervalos y con mucha violencia, y por momentos seguí sangrando por la nariz; pero, en general, sufría mucho menos de lo que podía esperarse. Mi respiración, empero, se volvía más y más difícil, y cada inspiración determinaba un desagradable movimiento espasmódico del pecho. Desempaqué, pues, el aparato condensador y lo alisté para su uso inmediato.

»A esta altura de mi ascensión el panorama que ofrecía la tierra era magnífico. Hacia el oeste, el norte y el sur, hasta donde alcanzaban mis ojos, se extendía la superficie ilimitada de un océano en aparente calma, que por momentos iba adquiriendo una tonalidad más y más azul. A grandísima distancia hacia el este, aunque discernibles con toda claridad, veíanse las Islas Británicas, la costa atlántica de Francia y España, con una pequeña porción de la parte septentrional del continente africano. Era imposible advertir la menor señal de edificios aislados, y las más orgullosas ciudades de la humanidad se habían borrado completamente de la faz de la tierra.

»Lo que más me asombró del aspecto de las cosas de abajo fue la aparente concavidad de la superficie del globo. Bastante irreflexivamente había esperado contemplar su verdadera
convexidad
a medida que subiera, pero no tardé en explicarme aquella contradicción. Una línea tirada perpendicularmente desde mi posición a la tierra hubiera formado la perpendicular de un triángulo rectángulo, cuya base se hubiera extendido desde el ángulo recto hasta el horizonte, y la hipotenusa desde el horizonte hasta mi posición. Pero mi lectura era poco o nada en comparación con la perspectiva que abarcaba. En otras palabras, la base y la hipotenusa del supuesto triángulo hubieran sido en este caso tan largas, comparadas con la perpendicular, que las dos primeras hubieran podido considerarse casi paralelas. De esta manera el horizonte del aeronauta aparece siempre como si estuviera al
nivel de la barquilla
. Pero, como el punto situado inmediatamente debajo de él le parece estar —y está— a gran distancia, da también la impresión de hallarse a gran distancia por debajo del horizonte. De ahí la aparente concavidad, que habrá de mantenerse hasta que la elevación alcance una proporción tan grande con el panorama, que el aparente paralelismo de la base y la hipotenusa desaparezca.

»A esta altura las palomas parecían sufrir mucho. Me decidí, pues, a ponerlas en libertad. Desaté primero una, bonitamente moteada de gris, y la posé sobre el borde de la barquilla. Se mostró muy inquieta; miraba ansiosamente a todas partes, agitando las alas y arrullando suavemente, pero no pude persuadirla de que se soltara del borde. Por fin la agarré, arrojándola a unas seis yardas del globo. Pero, contra lo que esperaba, no mostró ningún deseo de descender, sino que luchó con todas sus fuerzas por volver, mientras lanzaba fuertes y penetrantes chillidos. Logró por fin alcanzar su posición anterior, mas apenas lo había hecho cuando apoyó la cabeza en el pecho y cayó muerta en la barquilla.

»La otra fue más afortunada, pues para impedir que siguiera el ejemplo de su compañera y regresara al globo, la tiré hacia abajo con todas mis fuerzas, y tuve el placer de verla continuar su descenso con gran rapidez, haciendo uso de sus alas de la manera más natural. Muy pronto se perdió de vista, y no dudo de que llegó sana y salva a casa. La gata, que parecía haberse recobrado muy bien de su trance, procedió a comerse con gran apetito la paloma muerta, y se durmió luego satisfechísima. Sus gatitos parecían sumamente vivaces y no mostraban la menor señal de malestar.

»A las ocho y cuarto, como me era ya imposible inspirar aire sin los más intolerables dolores, procedí a ajustar a la barquilla la instalación correspondiente al condensador. Dicho aparato requiere algunas explicaciones, y Vuestras Excelencias deberán tener presente que mi finalidad, en primer término, consistía en aislarme y aislar completamente la barquilla de la atmósfera altamente enrarecida en la cual me encontraba, a fin de introducir en el interior de mi compartimento, y por medio de mi condensador, una cantidad de la referida atmósfera suficientemente condensada para poder respirarla. Con esta finalidad en vista, había preparado una envoltura o saco muy fuerte, perfectamente impermeable y flexible. Toda la barquilla quedaba contenida dentro de este saco. Vale decir que, luego de tenderlo por debajo del fondo de la cesta de mimbre y hacerlo subir por los lados, lo extendí a lo largo de las cuerdas hasta el borde superior o aro al cual estaba atada la red del globo. Una vez levantado el saco, cerrando por completo todos los lados y el fondo, había que asegurar su abertura o boca, pasando la tela sobre el aro de la red o, en otras palabras, entre la red y el aro. Pero si la red quedaba separada del aro para permitir dicho paso, ¿cómo se sostendría entretanto la barquilla? Pues bien, la red no estaba atada de manera fija al aro, sino sujeta a éste mediante una serie de presillas o lazos. Por tanto, sólo había que desatar unos cuantos de estos lazos por vez, dejando la barquilla suspendida de los restantes. Insertada así una porción de tela que constituía la parte superior del saco, volví a ajustar los lazos, ya no al aro, pues ello hubiera sido imposible desde el momento que ahora intervenía la tela, sino a una serie de grandes botones asegurados en la tela misma, a unos tres pies por debajo de la abertura del saco; los intervalos entre los botones correspondían a los intervalos entre los lazos. Hecho esto, aflojé otra cantidad de lazos del aro, introduje una nueva porción de la tela y los lazos sueltos fueron a su vez conectados con sus botones correspondientes. De esta manera pude insertar toda la parte superior del saco entre la red y el aro. Como es natural, este último cayó entonces dentro de la barquilla, mientras el peso de ésta quedaba sostenido tan sólo por la fuerza de los botones.

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