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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (37 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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Posfacio

En 1972 se publicó en Chile una colección más o menos completa de mis cuentos. Incluí en ese volumen algunas piezas inéditas de este libro, y cedí finalmente a una idea que me persigue desde la adolescencia: ordenar mis cuentos bajo un título único. De ahí,
Los mundos reales
. Hace años vengo sintiendo que, realistas o fantásticos, mis cuentos pertenecen a un solo libro. Y la literatura, a un solo y entrecruzado universo, el real, hecho de muchos mundos. Vasta y diversa región de la que no son ajenos la reflexión sobre el destino del hombre, el puro amor por la palabra y sus esplendores, o el testimonio político; país cuyos límites naturales van mucho más allá de las tierras de la locura y el sueño.
Las otras puertas
(1961),
Cuentos crueles
(1966), son y no son libros autónomos. Son, en rigor, etapas o momentos de un ciclo de historias cuya última página todavía no he escrito. O al menos, espero no haber escrito.
Las panteras y el templo
es apenas otra puerta de ese libro,
Los mundos reales
, único libro de cuentos que comencé a inventar antes de los 18 años, que crece y se modifica conmigo, y en el que encarnizadamente trabajaré toda mi vida. No se trata de un mero simulacro de orden, o de que a los cuarenta años me empiece a sentir más o menos póstumo. Así como hay poetas que han escrito una sola obra (pienso en
Hojas de hierba
, de Whitman; en
Las flores del mal
, de Baudelaire) yo siempre quise ser autor de un solo libro de cuentos. Compruebo que ya no van quedando escritores ascéticos, que se escribe de más y se publica demasiado: me basta entrar en una librería o leer el catálogo de una casa editora para alarmarme ante el porvenir de la literatura contemporánea; reducir a uno los libros de cuentos que escriba tiene (por lo menos en un sentido numeral, y para mi sola paz interior) la ventaja de achicar un poco mi colaboración con el olvido.

Suele reprochárseme que publique poco. También se me reprocha que corrija demasiado, que las reediciones de mis dramas y mis relatos nunca coincidan con la anterior, que desaparezcan párrafos y hasta historias enteras de mis libros. Nadie habló mejor que Valéry de esta manía de alargar hasta el vértigo la composición de los textos literarios, de esa orfebrería «
de mantenerlos entre el ser y el no ser, suspendidos ante el deseo durante años, de cultivar la duda, el escrúpulo y los arrepentimientos, de tal modo que una obra, siempre reexaminada y refundida, adquiera poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma de uno mismo
». Yo también creo que hay una
ética de la forma
, yo también creo que ningún escritor puede afirmar honradamente que una obra está terminada sino a lo sumo postergada, y que publicarla por cansancio (o por cansancio destruirla) es accidental. No estoy de acuerdo con el modo de producir de mi generación, incluso estuve por escribir de mi tiempo. Y quizá debí escribirlo. Ya no se publican libros; se publican libretas de apuntes. Se manda a imprimir la primera versión de un texto y se le llama contra-literatura, o novela abierta, o antipoema. No hablo de obras como
Ulises
, en las que el caos y la desesperación formal son justamente eso: desesperación de la forma. Hablo de quienes no se han puesto a pensar que para llegar al desorden y al vértigo del último Joyce hay que haber empezado por la transparencia de
Dublineses
, hay que haber llegado a no poder escribir de otro modo. La forma no es más que eso: el último límite de un artista, su imposibilidad de ir más lejos. Puede que algún lector se pregunte qué tiene que hacer esta declaración de principios estéticos en un libro de cuentos. Cierto; yo también me lo pregunto. Mi propósito era, en su origen, mucho menos espectacular. Sencillamente quería explicar lo que ya he dicho sobre
Los mundos reales
y develar algunos secretos privados. Por ejemplo, este libro se llama
Las panteras y el templo
por error. La frase de la que tomé el título es de Kafka (
Aforismos sobre el pecado
), y, en las dos traducciones que poseo, no dice panteras sino leopardos. Ignoro si alguna vez leí otra versión, o si sencillamente mi memoria mezcló los nombres de dos animales que fundamentalmente son el mismo —ya que la pantera no es sino un leopardo negro—, pero sé que desde los veinte años no puedo dejar de imaginarme a esas nocturnas joyas de Dios bebiéndose el vino de los cántaros: no consigo ver leopardos. Soy incapaz, lo confieso, de renunciar a la palabra pantera: tenía diez años cuando leí
El libro de las Tierras Vírgenes
, de Kipling; nunca amé a otro animal de la realidad o la ficción como a Baghera, la pantera negra. Cambiar el título de mi libro por un mero escrúpulo textual me parece una infidelidad mucho mayor que citar mal a Kafka.

La cita de Gógol que abre el volumen no me pertenece. No quiero decir que le pertenece a Gógol, sino que la tomé de un libro de Félix Grande. «Noche para el negro Griffiths» puede leerse como una discusión o una deuda. La primera versión de mi cuento es de 1959, pero lo terminé mucho después de haber leído «El perseguidor». La tradición asegura que el plagio es la forma más sincera de la admiración: lo mismo vale para algunos desacuerdos. La trompeta, el
hot
, el barrio porteño de Barracas, opuestos al saxo, al
bebop
, al París de Cortázar, son polos de una velada discusión estética y momentos de mi deuda con un cuentista admirable
[4]
. «
Crear una pequeña flor es trabajo de siglos
», su título, es uno de los versículos de los
Proverbios del Infierno
, de Blake; en cuanto al relato en sí mismo, ningún lector argentino dejará de notar que la primera frase («Soy un escritor fracasado») alude deliberadamente a uno de los cuentos más atroces de Roberto Arlt. Al escribir «
Crear una pequeña flor…
», no pretendí mejorar una historia que juzgo inmejorable, pero tampoco escribir la misma historia. Cuando leí «Escritor fracasado», tuve una intriga: ¿cómo se comportaba ese hombre
fuera
de la literatura?, ¿qué le pasaba, por ejemplo, con una mujer? La única manera de averiguarlo era escribir yo mismo el cuento. Más de un crítico ha confundido al personaje de Arlt con el hombre que lo inventó: no pierdo las esperanzas de que me pase lo mismo. No me importa. Por otra parte hablo allí explícitamente de mi generación y hasta de mí, sólo que digo despreciar más de una cosa que amo. De cualquier modo, hay malentendidos inevitables: siempre existirá un crítico convencido de que Tolstoi era un caballo llamado Midelienzo y Kafka el mono que redactó
Informe para una academia
. Escribiendo aprendí por lo menos dos cosas. La elemental decencia de no negar mis fuentes, y otra, que pareciera ser su revés exacto: el no creer demasiado en la paternidad literaria de ciertos temas o ideas. El horror de mis cuentos no viene de Alemania, escribió Poe, viene de mi alma. Más o menos pienso lo mismo de la literatura en general. Explico las dos cosas de otro modo: a un escritor colombiano le pareció deslumbrante, en «
Crear una pequeña flor…
», la idea de que a la realidad le gusten las simetrías. Es deslumbrante, lo reconozco. Es de Borges.

1976

A.C.

El cruce del Aqueronte
El cruce del Aqueronte
[5]

Se despertó de golpe, sin abrir los ojos, aterrado y cubierto de sudor. Era de mañana, lo supo por el tenue color polvo de ladrillo que filtraba la luz a través de sus párpados cerrados. El corazón le latía con grandes mazazos, al ritmo del mundo, que se bamboleaba y saltaba y caía como si estuviera a punto de partirse como un huevo. En realidad no era el mundo lo que parecía amenazado por un cataclismo (no al menos en un sentido inmediato), sólo que Esteban Espósito con los ojos apretados y rígido de miedo no tenía por ahora la menor intención de averiguarlo. Dios mío, pensó, si salgo de ésta. Porque lo que sí adivinaba sin mucho esfuerzo es que al llegar a este sitio, cualquiera fuese el sitio donde ahora se hallaba, debió de estar tan descomunalmente borracho como muy raras veces antes en su vida, lo que no es poco decir si tenemos en cuenta cuál había sido su manera habitual de soportar el mundo en los últimos cinco o seis años. Y aunque resulte curioso, esta comprobación lo llevó a pensar que, bien mirado, no existía ningún motivo para imaginarse en peligro. Excepto por la sed y los golpes como timbales de su corazón y la necesidad increíblemente nueva de tomarse un whisky, cosa que nunca le había ocurrido antes al despertar, excepto, pensó con algo vagamente parecido al humor que esté en peligro de muerte, por colapso alcohólico. Pensamiento que dejó de causarle gracia al mismo tiempo que lo formuló y que tuvo la virtud de hacerle olvidar el whisky. No abrió los ojos. Hizo algo aparentemente menos lógico: cerró, con cautela, la boca. Nadie lo vería dormir con la boca abierta por más que, según todas las señales, ésta fuera la última mañana del mundo. Supo, con los ojos cerrados —lo supo mucho antes de comprender que aquello no era el mundo, sino un ómnibus expreso, ómnibus que Esteban había conseguido tomar de algún modo y que ahora acababa de entrar en un desvío de tierra—, supo que era pleno día y que, dondequiera que estuviese o lo hubieran metido, podía haber testigos. Dormir con la boca abierta es una obscenidad, un signo de abandono, de abyección. Testigos o testigas. Porque, la verdad sea dicha, lo único que le importaba era que pudiera verlo una mujer. El ómnibus dio un nuevo bandazo, Esteban oyó por primera vez el zumbido del motor y tomó plena conciencia de que aquello era un ómnibus. Bueno, pensó calmado en parte, aunque sin dejar de sentir una especie de inquietud, parece que finalmente conseguí tomar el ómnibus. Se llevó, con disimulo, la mano a la frente empapada. La mano no tembló. Luego, sin abrir los ojos y con casual naturalidad de alto ejecutivo que viaja en ómnibus porque no ha conseguido pasaje en avión y tiene el coche descompuesto, se alisó el pelo: entonces sintió que le dolía terriblemente el parietal izquierdo. ¿Qué era? ¿Un golpe? O el lógico dolor de cabeza, primero de los castigos o agonías que siguen a eso que los libros llaman una noche de juerga, pero que él, Esteban Espósito, treinta y tres años, ex futuro maestro de su generación, había aceptado llamar finalmente con el más apropiado nombre de alcoholismo crónico, en un acto de coraje que un mes atrás lo había ennoblecido hasta la Bienaventuranza ante el espejo del baño, pero que no modificó en absoluto su amistad cada día más estrecha con el whisky y la ginebra, si bien siempre le quedaba el consuelo intelectual de sentirse dueño (todavía) de una lucidez implacable. Las dos cosas. El lógico dolor de cabeza y un golpe. Ahora palpaba el hematoma del cuero cabelludo, la inflamación a todo lo largo del hueso. No habré cometido la idiotez de pelearme con alguien. ¡O caído! Pero de pronto recordó el taxi, con alivio recordó que esa madrugada, al tomar el taxi, y por algún misterio, calculó que el auto tenía umbral, pisó el aire, se fue hacia adelante y dio con el costado izquierdo de la cabeza contra la puerta. Lo recordó con un alivio un poco inexplicable y abrió los ojos: era de mañana, en efecto, y nadie lo miraba. Pero era tan de mañana, y con un sol tan repugnante y redondo colgado de su propia ventanilla, que fue como si le reventaran un petardo en la cabeza. Dios mío, pensó, cómo pude ponerme un traje semejante, porque de acuerdo con la altura del sol no era mucho más de las ocho y, a mediodía, ese traje de lana y su chaleco podían llegar a enloquecerlo, sin que esto fuera ninguna metáfora. Corrió la cortinita de la ventanilla y cerró los ojos. No se quito el saco ni el chaleco. Otras cuestiones lo distrajeron. Con qué dinero había tomado el ómnibus, por ejemplo. Y dónde la había dejado a Mara. O cómo consiguió llegar a su casa desde la fiesta, porque ahora también recordaba la fiesta. Y sobre todo: cómo hizo para subir las escaleras hasta su departamento, vestirse, volver a bajar, tomar un taxi y llegar a la estación de ómnibus. ¿
Y adónde iba
?

Esteban abrió los ojos con espanto. Pero no debía alarmarse. Lo fundamental en esos casos era no alarmarse. Se arregló el nudo de la corbata. Con una fugaz admiración por sí mismo comprobó que tenía prendido el botón del cuello. Iba a Entre Ríos, sí. A Concordia. Vestido como para una excursión a Nahuel Huapi, pero iba, decentemente, a dar una conferencia sobre alguna cosa (que ya recordaría) a algún lugar llamado Amigos del Arte, o Amigos del Libro. O amigos de hincharme las pelotas, pensó de pronto al darse cuenta de que no llegaría antes de las cuatro de la tarde, suponiendo que llegara, porque quién le aseguraba que ese ómnibus iba a Entre Ríos, quién podía asegurarle que él, esa madrugada, hubiera hecho inconscientemente algo tan sensato como sacar un pasaje para el verdadero sitio al que iba. Metió la mano en el bolsillo interior del saco buscando el pasaje. A punto de gritar, retiró la mano. Sus dedos habían tocado un pequeño objeto peludo. Ahora estaba aterrado realmente y sentía todo el cuerpo empapado al mismo tiempo. Era absurdo. «No soy
tan
borracho». ¿No? «No, no al menos como para tener…» ¿Alucinaciones?, ¿táctiles? ¿Alucinaciones táctiles? «Está ahí; eso, lo que sea, está realmente en mi bolsillo». ¿Está? ¿Podríamos jurarlo? ¿Podríamos jurar que nunca, antes, habíamos tenido una, para decirlo de otro modo, una pequeña confusión de ningún tipo? «Sí, puedo jurarlo», murmuró locamente Esteban, y al comprender que había hablado casi en voz alta hundió la mano en el bolsillo y apretó con ferocidad aquella cosa, su pequeña pelambre, mientras una náusea incontenible le subía agriamente a la garganta, y un segundo después se encontró mirando con estupor en la palma de su mano un cepillo de dientes, un hermoso cepillo de dientes de mango azul como el cielo, como los ojos de una mujer de ojos azules, como cualquier cosa azul y transparente en este portentoso mundo de flores azules y viajes al lugar exacto, porque ahora, después de meter la mano en otro bolsillo, encontró un pasaje donde se leía Transportes Mesopotámicos, marcado con un agujerito redondo como la boca de un pez, como una perla, como toda cosa redonda y mínima que Dios haya puesto sobre su azul y redondo mundo en el lugar correspondiente a la ciudad de Concordia.

Se quitó el saco y el chaleco. Habría estado muy borracho la noche anterior, perfecto. Tan borracho como para no recordar casi nada de lo que había hecho (¿dónde la había dejado a Mara?, ¿era Mara?), pero no tan borracho como para olvidarse de salir correctamente vestido con un traje de lanilla que, pensándolo bien, era lo más adecuado para sobrellevar el fresco repentino de las noches litorales, ni tan borracho como para olvidar esto, el Símbolo de nuestra Civilización y nuestra Cultura, de manera que si el esperado cataclismo hundiese el planeta los arqueólogos del futuro podrían reconstruir a Espósito y su mundo, su irrisión y su conmovedora grandeza, a partir de este solo dato. Imaginó con cierta ternura, junto a sus incorruptibles huesos, la incorruptible baquelita azul del cepillo.

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