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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (48 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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El match era a doce partidas. Eso me daba seis jueves para iniciar el juego con el peón de rey: seis posibilidades de intentar el ataque Max Lange. O, lo que es lo mismo, seis posibilidades de que en la jugada once Gontrán pensara por lo menos cuarenta o cincuenta minutos su respuesta. La primera partida fue una Indobenoni. Naturalmente, yo llevaba las negras. En la jugada quince de esta primera partida hice un experimento de carácter extra ajedrecístico: elegí casi sin pensar una variante poco usual y me puse de pie, como el que sabe perfectamente lo que ha hecho. Oí un murmullo a mi alrededor y vi que el ingeniero se arreglaba inquieto el cuello de la camisa. Todos los jugadores hacen cosas así. «Ahora va a pensar», me dije. «Va a pensar bastante». A los cinco minutos abandoné la sala de juego, tomé un café en el bar, salí a la vereda. Hasta hice una pequeña recorrida imaginaria en mi auto, en dirección al río. Veinticinco minutos más tarde volví a entrar en la sala de juego. Sucedía precisamente lo que había calculado. Gontrán no sólo continuaba pensando sino que ni él ni nadie había reparado en mi ausencia. Eso es exactamente un lugar donde se juega al ajedrez: la abstracción total de los cuerpos. Yo había desaparecido durante casi media hora, y veinte personas hubieran jurado que estuve todo el tiempo allí, jugando al ajedrez. Contaba, incluso, con otro hecho a mi favor: Gontrán podría haber jugado en mi ausencia sin preocuparse, ni mucho menos, por avisarme: nadie se hubiera preocupado en absoluto. El reloj de la mesa de ajedrez, el que marcaba mi tiempo, eso era yo. Podía haber ido al baño, podía haberme muerto: mientras el reloj marchara, el orden abstracto del límpido mundo del ajedrez y sus leyes no se rompería. No sé si hace falta decir que este juego es bastante más hermoso que la vida.

—Cómo te fue, amor —preguntó Laura esa noche.

—Suspendimos. Tal vez pierda, salí bastante mal de la apertura.

—Comemos y te preparo café para que analices —dijo Laura.

—Mejor veamos una película. Pasé por el video y saqué
Casablanca
.

Casablanca
es una película ideal. Ingrid Bergman, desesperada y poco menos que aniquilada entre dos amores, era justo lo que le hacía falta a la conciencia de Laura. Lamenté un poco que el amante fuera Bogart. Debí hacer un gran esfuerzo para no identificarme con él. Menos mal que el marido también tiene lo suyo. En la parte de
La Marsellesa
pude notar de reojo que Laura lloraba con silenciosa desesperación. No está de más intercalar que aquélla no era la primera película cuidadosamente elegida por mí en los últimos tres meses. Mutilados que vuelven de la guerra a buscar a la infiel, artistas incomprendidos del tipo
Canción inolvidable
, esposas que descubren en la última toma que su gris marido es el héroe justiciero, hasta una versión del ciclo artúrico donde Lancelot era un notorio papanatas. Una noche, no pude evitarlo, le pasé
Luz de gas
. Tampoco está mal dar un poco de miedo, a veces.

No analicé el final y perdí la suspendida. Las partidas suspendidas se jugaban martes y sábados, vale decir, sucediera lo que sucediese, los jueves yo jugaría con blancas. Es curioso. Siento que cuesta mucho menos trabajo explicar un asesinato y otras graves cuestiones relacionadas con la psicología del amor, que explicar los ritos inocentes del ajedrez. Esto debe significar que todo hombre es un criminal en potencia, pero no cualquiera entiende este juego.

El jueves jugué mi primer P4R. Gontrán respondió en el acto con una Defensa Francesa. No me importó demasiado. Lo único que ahora debía preocuparme era que Gontrán padeciera mucho. Debía obligarlo a intentar un Peón Rey en alguno de los próximos jueves. Cosa notable: en la jugada doce (jugué un ataque Keres), fui yo quien pensó sesenta y dos minutos. Cuando jugué, me di cuenta de que Gontrán se había levantado de la mesa en algún momento. Sesenta y dos minutos. Cuando el ingeniero reapareció en mi mundo podía venir de matar a toda su familia y yo hubiera jurado que no había abandonado su silla. Era otra buena comprobación, pero no me distrajo. Puse toda mi concentración en la partida hasta que conseguí una posición tan favorable que se podía ganar a ciegas. En ese momento, ofrecí tablas. Hubo un murmullo, Gontrán aceptó. Yo aduje más tarde que me dolía la cabeza y que temía arruinar la partida. Había conseguido dos cosas: seguir un punto atrás y hacer que mi rival desconfiara de su Defensa Francesa. Esto le daría ánimos para arriesgarse, por fin, a entrar en el Max Lange.

El lunes volvió a jugar un Peón Dama y yo no insistí con la Indobenoni. Esto significaba: No hay ninguna razón, mi querido ingeniero, para probar variantes inseguras, carezcamos de orgullo, intentemos nuevas aperturas. Significaba: Si yo no insisto, usted está libre para hacer lo mismo. Tablas. El miércoles me anunciaron que Gontrán estaba enfermo y que pedía aplazamiento hasta el lunes siguiente. Esto es muy común en ajedrez. Sólo que en mi caso significaba un desastre. Los colores se habían invertido. Los lunes yo jugaría con blancas.

El lunes me enfermé yo y las cosas volvieron a la normalidad. Cuando llevábamos siete partidas, siempre con un punto atrás, supe que por fin ése era el día. Jugué P4R. Al anotar en la planilla su respuesta, me temblaba la mano: P4R. Jugué mi caballo de rey y él su caballo de dama. Jugué mi alfil y él pensó cinco minutos. Jugó su alfil. Todo iba bastante bien: esto es lo que se llama un Giucco Piano. Digo bastante bien porque, en ajedrez, nunca se está seguro de nada. Desde esta posición podíamos o no entrar en el ataque Max Lange. Pensé varios minutos y enroqué. Sin pensar, jugó su caballo rey; yo adelanté mi peón dama. Casi estábamos en el Max Lange. Sólo era necesario que él tomara ese peón con su peón, yo avanzara mi peón a cinco rey y él jugara su peón dama: las cuatro jugadas siguientes eran casi inevitables. Sucedió exactamente así.

Escrito, lleva diez líneas. En términos ajedrecísticos, para llegar a esta posición debieron descartarse cientos, miles de posibilidades. Estaba pensando en esto cuando me tocó hacer la jugada once. Yo había preparado todo para este momento, como si fuera fatal que ocurriera, pero no tenía nada de fatal. Que Laura fuera a morir dentro de unos minutos era casi irracional. Mi odio la mataba, no mi inteligencia. Sé que en ese momento Laura estuvo por salvar su vida. Jugué mi peón de caballo rey a la cuarta casilla no porque quisiera matarla sino porque, aún hoy, pienso que ésa es la mejor jugada en semejante posición. Casi con tristeza me puse de pie. No me detuve a verificar si Gontrán esperaba o no esa jugada.

Unos minutos después había llegado a la casa junto al río.

Dejé el auto en el lugar previsto, recogí del baúl mi maletín y caminé hasta la casa. Los oí discutir.

Golpeé. Hubo un brusco silencio. Cuando él preguntó quién es, yo dije sencillamente:

—El marido.

En un caso así, un hombre siempre abre. Qué otra cosa puede hacer. Entré.

—Vos —le dije a Laura— te encerrás en el dormitorio y esperas.

Cuando él y yo quedamos solos abrí el maletín. El revólver que saqué de ahí era, quizá, un poco desmedido; pero yo necesitaba que las cosas fueran rápidas y elocuentes. No sé si ustedes han visto un Mágnum en la realidad. Se lo puse en el cuenco de la oreja y le pedí que se relajara.

—No vine a matarlo, así que ponga atención, no me interrumpa y apele a toda su lucidez, si la palabra no es excesiva. No vine a matar a nadie, a menos que usted me obligue. Escúcheme sin pestañear porque no voy a repetir una sola de las palabras que diga.

En ese maletín tengo otro revólver, más discreto que éste. Con una sola bala. Usted va a entrar conmigo en el dormitorio y con ese revólver va matar a Laura. No abra la boca ni mueva un dedo. A un abuelo mío se le escapó un tiro con un revólver de este calibre y le acertó a un vecino: por el agujero podían verse las constelaciones. Usted mismo, excelente joven, va a matar a mi mujer. Ni bien la mate, yo lo dejo irse tranquilamente adonde guste. Supongamos que usted es un romántico, supongamos que, por amor a ella, se niega. Ella se muere igual. No digo a la larga, como usted y como yo; digo que si usted se niega la mato yo mismo. Con el agravante de que además lo mato a usted. A usted con el revólver más chico, como si hubiera sido ella, y a ella con este lanzatorpedos. Observará que llevo guantes. Desordeno un poco la casa, distribuyo la armería y me voy. Viene la policía y dice: Muy común, pelea de amantes. Como en
Duelo al sol
, con Gregory Peck y Jennifer Jones. Mucha alternativa no tiene; así que vaya juntando coraje y recupere el pulso. Dele justo y no me la desfigure ni la haga sufrir. Le aconsejo el corazón, su lugar más vulnerable. El revolvito tiene una sola bala, ya se lo dije; no puedo correr el riesgo de que usted la mate y después, medio enloquecido, quiera balearme a mí. Cállese, le leo en los ojos la pregunta: qué garantías tiene de que, pese a todo, yo no me enoje y lo mate lo mismo. Ninguna garantía; pero tampoco tiene elección. Confórmese con mi palabra. No sé si habrá oído que el hombre mata siempre lo que ama; yo a usted lo detesto, y por lo tanto quiero saber durante mucho tiempo que está vivo. Perseguido por toda la policía de la provincia, pero vivo. Escondido en algún pajonal de las islas o viajando de noche en trenes de carga, pero vivo. A ella la amamos, usted y yo. Es ella a quien los dos debemos matar. Usted es el ejecutor, yo el asesino. Todo está en orden. Vaya. Vaya, m'hijo.

La escritura es rara. Escritas, las cosas parecen siempre más cortas o más largas. Este pequeño monólogo, según mis cálculos previos, debió durar dos minutos y medio. Pongamos tres, agregando la historia del Mágnum del abuelo y alguna otra inspiración del momento.

No soy propenso a los efectos patéticos. Digamos simplemente que la mató. Laura, me parece, al vernos entrar en el dormitorio pensó que íbamos a conversar. Yo contaba con algo que efectivamente ocurrió: una mujer en estos casos evita mirar a su amante y sólo trata de adivinar cómo reaccionará su marido. Yo entré detrás de él, con el Mágnum a su espalda, a la altura del llamado hueso dulce. Ella misma, mirándome por encima del hombro de él, se acercó hacia nosotros. Él meció la mano en el bolsillo. Ella no se dio cuenta de nada ni creo que haya sentido nada.

—Puedo perder tres o cuatro minutos más —le dije a él, cuando volvimos a la sala—.. Supongo que no imaginará que puede ir con una historia como ésta a la policía. Nadie le va a creer. Lo que le aconsejo es irse de este pueblo lo más rápido posible. Le voy a decir cuánto tiempo tiene para organizar su nueva vida. Digamos que es libre hasta esta madrugada, cuando yo, bastante preocupado, llame a la comisaría para denunciar que mi esposa no ha vuelto. El resto, imagíneselo. Un oficial que llega y me pregunta, algo confuso, si mi mujer, bueno, no tendría alguna relación equívoca con alguien. Yo que no entiendo y, cuando entiendo, me indigno, ellos que revisan el cuarto de Laura y encuentran borradores de cartas, tal vez cartas de usted mismo. Mañana o pasado, un revólver con sus huellas, las de usted, que aparece en algún lugar oculto pero no inaccesible. Espere, quiero decirle algo. Un tipo capaz de matar a una mujer como Laura del modo en que lo hizo usted es un perfecto hijo de puta. Váyase antes de que le pegue un tiro y lo arruine todo.

Se fue. Yo también.

Gontrán, en el Círculo, seguía pensando. Habían pasado treinta y siete minutos. Gontrán pensó diez minutos más y jugó la peor. Tomó el peón de seis alfil con la dama, y yo, sin sentarme siquiera, moví el caballo a cinco dama y cuando él se retiró a uno dama sacrifiqué mi torre. La partida no tiene gran importancia teórica porque, como suele ocurrir en estos casos, el ingeniero, al ir poniéndose nervioso, comenzó a ver fantasmas y jugó las peores. En la jugada treinta y cinco detuvo el reloj y me dio la mano con disgusto, no sin decir:

—Esa variante no puede ser correcta.

—Podemos intentarla alguna otra vez —dije yo.

A las tres de la mañana llamé a la policía.

No hay mucho que agregar. Salvo, quizá, que Gontrán no volvió a entrar en el Max Lange, que el match terminó empatado y el título quedó en sus manos por ser él quien lo defendía. De todos modos, ya no juego al ajedrez. A veces, por la noche, me distraigo un poco analizando las consecuencias de la retirada de la dama a tres caballo, que me parece lo mejor para las negras.

La casa del largo pasillo

Quién sabe, acaso fue porque hacía tantos años que Timoteo era ascensorista de la Torre y a fuerza de vivir subiendo y bajando acabó por no concebir más que dos direcciones posibles —hacia arriba y hacia abajo—, o, acaso, porque era la primera vez que la veía; el hecho es que aquella noche, al pasar frente a la casa del largo pasillo, Timoteo tuvo miedo.

No era exactamente miedo. Lo desconcertó que la casa estuviera tan cerca de su propia casa: sobre la calle Tarija, a unos veinte metros de la esquina de Boedo. Le llamó la atención no haber reparado antes en ella.

A partir de esa noche volvió a mirarla furtivamente todas las noches. Frente a la puerta cancel sólo se concedía un vistazo rápido y oblicuo, casi culpable, pero aunque su mirada duraba el tiempo que se tarda en dar un paso, aquel pasillo, siempre solitario (iluminado en alguna parte por una agónica lamparita), le causaba una especie de vértigo. Un vacío en la cabeza, idéntico, sin duda, al que deben experimentar los que temen la altura.

Una noche, con estupor, comprendió lo que pasaba. Al día siguiente, en la Torre, se lo dijo a los otros ascensoristas. Lo dijo en voz muy baja.

—Hay otra dirección —dijo, y atemorizado de inmediato por el impreciso alcance de su descubrimiento, murmuró en secreto: —Hacia el costado.

Los otros ascensoristas se rieron de él y, doblados en dos, dándose grandes palmadas en los muslos, le preguntaron si estaba loco.

Timoteo ya nunca más mencionó el asunto. Le cambió la cara, eso sí, o el color de los ojos, al menos si las muchachas se fijaran en los ascensoristas como Timoteo, alguna habría dicho que se trataba del color de los ojos. En realidad, era el modo de mirar. Miraba como desde lejos, como si los objetos fueran transparentes. Era tímido; se volvió reconcentrado y silencioso. Pero a veces lo sacudía una risita que desentonaba un poco con la severidad de su ascensor, y con el tiempo fue perdiendo la exactitud y la eficacia que lo habían caracterizado siempre. No era difícil adivinar en qué pensaba cuando, como los jóvenes ascensoristas chapuceros, no acertaba con la palanca de mando o se detenía entre dos pisos, o, sacudido por su risita, pasaba a toda velocidad piloteando su jaulón ante las puertas abarrotadas de gente.

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