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Authors: Abelardo Castillo

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Cuentos completos - Los mundos reales (51 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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El que se detuvo ahora fue el hermano mayor. En la oscuridad del empedrado se oyeron, lentos, los cascos de un caballo.

—Estás de suerte. Aunque no quieras creerlo, eso que viene allá es un mateo. ¿Cuántos años hace que no ves un coche a caballo? Te invito. Quién te dice que no es el último mateo del mundo.

—No tenemos tiempo.

—Cómo que no. Tenemos casi media hora.

—Antes de irme, quiero verlo.

—No queda mucho para ver. Haceme caso. No hay que mirar a los muertos. Cuando se mira a un muerto, en realidad es la muerte la que nos mira. Mejor recordalo como al baile y a la botella de bolita. Vamos. Te llevo a la estación.

La fornicación es un pájaro lúgubre

Henry Miller

In memoriam

—Cómo que no importa —se encontró diciéndole Bender a la chica, mientras, con gesto ausente, metía en el bolsillo del piloto el diario que acababa de comprar—. Es lo único que importa.

La chica tenía diecisiete años, pero aparentaba veinte y le llevaba casi una cabeza. Con tacos. Descalza, como hacía un momento en el Hotel Loto Azul, eran relativamente de la misma altura. Y hasta de la misma generación. Al menos con la luz apagada. La chica (impermeable de Yves Saint-Laurent, largo pelo de miel, paraguas para enanitos) dio un pequeño brinco y arrancó la húmeda hoja otoñal de un plátano. Se llamaba Agustina. Tiene ganas de dar saltitos, pensó Bender. La diáfana hija de puta todavía tiene ganas de dar saltitos. El había trabajado como un émbolo, como un pistón, como cualquier otra cosa isócrona y bien intencionada, y ni siquiera había conseguido ponerla en marcha. Era como pretender bailar con una lápida. Tenía las reacciones de una cubetera. Y ahora daba saltitos.

—Si a usted le gusta para mí está bien —dijo la chica y torciendo el cuello hacia abajo, como un cisne, le dio un beso en la zona del ojo.

Demasiado alta, en efecto; podría ponerse tacos más bajos cuando sale conmigo. Mora sería incapaz de una cosa así. O apuntar bien cuando imagina dar un beso.

De todos modos, le había hablado de usted. Esto, en ella, significaba cariño irreprimible. Sólo que Bender (cuarenta y cinco años, profesor adjunto de Letras, muerto de hambre) tenía la impresión de que entre una chica de diecisiete años y un tipo de su edad el único tratamiento natural era ése. Cómo está usted, señor profesor. Qué piensa de la toponimia del
Amadís de Gaula
, querido adjunto. ¿Me dejo puesta la bombacha, tío Bender?

—Vamos a tomar un café —dijo Bender—. Vos invitas.

Agustina abrió con alguna dificultad la cartera, a causa del paragüitas. Buscó algo. Sacó un considerable chupetín de forma cónica, lo desenvolvió y, mirando a Bender, le dio una chupada. No una chupadita, una chupada lenta, deliberada y hasta el tronco. Esta chica, con tal de tener algo en la boca, era capaz de chupar una llave inglesa. Siento un tironcito seco en el nacimiento de la nuca. Debí sentirlo en algún otro lado, pero después de cuarenta minutos de hacer de chupetín y una hora y media de bombear como una torre de petróleo en la Antártida, dudaba de tener pito. No me queda más que la cabeza.

—No tengo plata ni cinco —dijo Agustina, mientras sostenía esa cosa entre los dientes. Otra de sus características era que con cualquier objeto en la boca conseguía hablar con claridad. Bender, a veces, dudaba de que eso lo hubiera aprendido con él en sus pláticas de Española Medieval—. Y encima vas a tener que darme para el taxi. Lo que más me gusta es cuando pones cara de malo. Lo último que tenía me lo gasté en este chupetín. No te preocupes, bobo, vas a ver que el día menos pensado voy a tener un orgasmo. ¿Vos crees que me va a gustar?

—Entremos —dijo Bender.

Era menos fácil cometer un asesinato en una confitería. En la calle podía tirarla bajo un colectivo. A lo mejor alguna noche lo hacía. La única dificultad era que Agustina debía volver al pensionado antes de las ocho. Se sentaron.

—No te vas a poner a leer el diario —dijo Agustina.

—Qué curioso —dijo Bender—. Casi podría jurar que me saltó sólo a las manos. En el quiosco. Nunca leo el diario. Dos cafés, mozo. Y ahora vos me decís eso. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo saqué del bolsillo.

—A lo mejor el diario te quiere decir algo —dijo Agustina—. No, mozo, venga por favor Yo no quiero café. Tráigame un licuado. Y una o dos de esas cosas con azúcar que se ven ahí. Esas bolas. Mejor dos.

—Hubiera apostado el alma a que ibas a decir eso —dijo Bender.

—Eso qué —dijo Agustina.

Tenía los ojos violetas. Realmente violetas. La primera vez en su vida que conocía una chica con los ojos violetas, y era frígida. ¿Es frígida o yo estoy viejo? William Steckel había escrito una frase que era su lema. No hay mujeres frígidas, sólo hace falta el hombre que las caliente. Pero a ésta quién. El Hombre Nuevo. ¿Qué había acabado de decir Agustina?

—Qué dijiste del diario.

—No sé, qué diario. De lo último que hablé fue de esas cosas con azúcar. Las bolas. —Y encendió un largo cigarrillo.

Entonces Bender sintió que realmente el diario le quería decir algo. Algo relacionado con todo eso. Con la llovizna, el sexo, la muerte. Con los quinientos mil pesos que le quedaban en la billetera. Debería estar con Mora, no con Agustina. Acostarse con Mora era como cantar de chico en el coro de la iglesia. Como una peregrinación a las montañas del Tíbet. Para Mora el sexo no era un chupetín, era un cuerno de caza. Ella sabía perfectamente qué era lo que tenía en la boca cuando tenía algo en la boca. Y del cuerno de caza arrancaba melodías que convocaban a la selva dormida. Despertaban a las fieras y a los pájaros. Hacer la mala porquería con Mora era como cuando Israfel improvisaba. Las Pléyades en el cielo se detenían en su carrera hacia la gran Mariposa de Hércules para escuchar esa música que nacía en su pelvis, y los ángeles conmovidos, aterrados, encelados, se rebelaban contra Dios por carecer de sexo y se tapaban la cara con sus enormes alas de las que caían, dando vueltas, algunas plumas.

—Cuchi —dice Agustina—. Despertate.

Y en el momento en que estira una de sus largas manos para tocarme la cara, veo la enorme cartera de Mora, colgada de Mora, entrando como un torbellino en el bar de enfrente. Ya sé, descubro con terror, hoy es el día de mi asesinato. Mora me ve desde aquella ventana, se olvida de que está casada (con otro, naturalmente), se olvida de que una mujer se debe a su marido y a las mellizas y desenfunda esas grandes tijeras que debe de llevar en algún lugar de su enorme bolsa y me arranca los ojos.

—Saca la libretita y el lápiz —dice Bender con naturalidad.

—Zas —dice Agustina con una orla de licuado alrededor de los labios. Ahora parece tener quince años. Por la orla. Hasta se le redondeó la cara. Dentro de un instante se abre la puerta de este café y Mora me clava sus tijeras en el pescuezo. Corruptor hijo de puta, la oigo gritarme, con vos no van a estar a salvo ni las mellizas. Mora, le digo antes de entregar mi alma, las mellizas apenas cumplieron dos años. Pero sólo oigo la voz de Agustina. Habla de los visigodos. —Ah, sí —ha dicho—. Tenés que explicarme bien todo eso de los visigodos y del rey Rodericus y la efe fricativa. Qué plomazo —dice.

Bender habla sin mirar hacia enfrente. Le ordena a Agustina que no copie, sino que escuche y tome apuntes. O no vamos a terminar nunca. Agustina dice que hacer dos cosas al mismo tiempo es difícil y Bender pregunta que cómo se las arregla en las clases de la facultad. Ella no se arregla de ninguna manera. Bender piensa que esa chica, cuando él la conoció, estaba en el secundario.

Merezco la muerte. Esta chica tendría que tener un tío y llamarse Eloísa. Yo sería Abelardo y el tío mandaría una noche a sus sicarios. A cortarme los bolorcios. Bender recuerda las tijeras de Mora y siente una especie de vacío metafísico en los calzoncillos.

—Ya está. Con eso y dos miradas al profesor tenés para un ocho. Ahí te puse la plata para el taxi. Agárrala sin que el mozo te vea. No me beses. Me siento mal cuando me besas en público.

Agustina salió a la calle y le hizo señas a un taxi. Cuando el taxi estaba llegando volvió hacia la ventana de Bender. Bender miró con terror acercarse a la chica y, en la vereda de enfrente, el resplandor del pelo de Mora. Un incendio al que no apaga ninguna lluvia. Y menos esta lloviznita. El agua, al tocar su pelo, debía hacer
pfffss
. Como mamá cuando tocaba con el dedo la plancha. Agustina le hacía señas para que levantara un poco la ventana. A Mora, por fortuna, la había detenido un Chevalier: el único objeto de proporciones adecuadas como para impedirle cruzar una calle.

—Qué. Qué te olvidaste.

Entonces la chica dijo algo que le partió el corazón. La reivindicó entre las mujeres. La puso casi a la altura de mamá cuando planchaba.

—No te enojes conmigo —dijo—. Yo hago todo lo que puedo. Yo no tengo la culpa si no me pasa nada.

Y si no hubiera sido porque Mora ya empezaba a cruzar la calle, Bender se habría puesto a llorar. Porque desde la infantil enormidad de sus ojos me estaban pidiendo ayuda dos diáfanas violetas mojadas.

Pero antes de que Mora y su cartera entraran en este bar, Bender, el adjunto, el aterrado y desmonetizado y hambriento Bender, se encontró abriendo el diario. Otra vez. No por taparse la cara. No para ocultar sus pecados. Abrió el diario porque ese diario tenía voluntad. Ese diario tenía alma. Alcanzó a ver 10 de junio de 1980, un titular y la cara de fauno de un anciano. Iba a comprender algo cuando todo volvió a la oscuridad y al silencio. Y a la tristeza postcoito. Bender volvió a ser el hombre de los cincuenta millones de pesos. Pesos viejos. Quinientos mil pesos Ley según el cambio actual. Bender, todo entero, era un hombre al que la vida había dividido por cien. Calculemos. Jaromir Hladík y el ahorcado sobre el puente del Río del Buho, antes de morir, se contaron un cuento entero. Y hasta el mismo cuento. Antes de que Mora me arranque las orejas y quizá los testículos yo puedo arreglar mis finanzas. No soy el hombre de los quinientos mil: lo fui. Cigarrillos, Loto Azul, taxi, café, licuado y bolas de fraile de Agustina. Qué me queda. Sin contar el diario. Sin contarlo, justamente. Porque por alguna razón el diario de hoy no pertenece a la realidad euclidiana. Me pregunto si no me estoy volviendo loco. Casi diez millones o cien mil Ley gastados desde que salí. A razón de treinta mil por hora. Cuánto hace eso en un día. ¿Y en un año? Estos últimos meses Bender había considerado seriamente la idea de matarse. Consecuencia de esta vida de jeque petrolero que llevaba. O de la muela que le habían sacado. O de haber cumplido cuarenta y cinco años. Si por lo menos no tuviera la manía de llevar a las mujeres a hoteles. Albergues transitorios, se llamaban ahora. Era aterrador. El pertenecía a la generación de los alojamientos. Más atrás, a la de los amueblados, también llamados muebles. A qué historia pertenezco. Cómo se puede ser tan antiguo y seguir vivo. Cuando estaba con Mora (treinta años, John Lennon, manifestación a Ezeiza) tenía que cuidarse de silbar boleros; con Agustina, ni silbar los Beatles. El día menos pensado enmudecerán todos mis chifles. No habrá ninguna mujer que friegue mi ciática. Todo por mi manía de los hoteles. Porque Bender tiene teorías. Una es su Regla de Oro. No traer nunca una mujer al departamento. Se habitúan. Empiezan por poner un florerito. Tienden la cama. Un día aparecen en la puerta con una enorme valija. No una valijita de ilusiones, nada de metáforas. Un valijón de familia de inmigrantes. Y te pueblan la casa de macetas con geranios, con helechos, con plantas trepadoras y carniceras. Se multiplican en hijos y sartenes. He visto un gran hombre que visitado por sorpresa por un poeta adolescente debió esconder un bombachón que estaba sobre la máquina de escribir. Yo, ese adolescente. Y eran otros tiempos. Qué no dejarán ahora.

Momento en que entró Mora y todos los varones del local dieron la impresión de que iban a pararse para ofrecerle fuego, o una silla, o una ficha para hablar por teléfono. O querían prestarle sus paraguas o ladrar. Pero ella vino a mí. Como el barco de Simbad hacia la Piedra Imán fue hacia Bender.

—Te vi cuando estaba por volverme a casa. Tengo toda la tarde libre. Desde cuándo lees los diarios.

—Cierto —dice Bender—. Debe ser la soledad.

Dobla el diario y vuelve a meterlo en el bolsillo del piloto. El diario tiembla un segundo en su mano. Como la piel de zapa. Como la zarpa del mono. Mora lo observa. Ella el lobo y yo Caperucita Roja. Hay chispitas en sus ojos. Va a decir algo espeluznante, lo dice:

—Tengo hambre y una idea.

—Je —ríe histéricamente Bender.

—Am, am —dice Mora.

Para abreviar. Bender, con aspecto de zombie, camina junto a Mora por la arbolada vereda del Loto Azul. Siente en su nuca la mirada estupefacta y reprobatoria del hombre del quiosco. Antes de esto, Mora, que había rehusado una cautelosa invitación a almorzar, hizo desaparecer del universo físico dos porciones de torta de manzanas y un tazón de café negro como para despertar de su sueño milenario a Nefertiti. Se han dispuesto a terminar conmigo. Van a pulverizarme. Después de este lluvioso día de junio seré la sombra de mí mismo. Debe repercutir de algún modo en el cerebro. Hay días en que tengo la sensación de que se está cometiendo una injusticia con mi firulete.

—En éste no —dice Bender, que en el fondo es un romántico, ante la puerta del Loto Azul—. Vamos al de la vuelta.

Mora tiene cosas que la ponen por encima de las mujeres comunes.

—Para qué, es más caro.

Bender no tiene tiempo de conmoverse porque la palabra caro le produce una especie de hipo.

Cuatro horas más tarde (doble tarifa, alcanza a sentir Bender con la parte aun no licuada de sus sesos) vuelven a pasar, en sentido inverso, por delante del quiosco de diarios. Bender tiene una alucinación. Una extraña y fugaz locura eidética. Ve lo que el hombre del quiosco está viendo. Me veo y veo a Mora. Una especie de fotomontaje. La chica de
La Libertad en las barricadas
de Delacroix junto a un evadido del campo de concentración de Auschwitz. El quiosquero esta vez no me mira. Quizá porque no me ve.

En lo alto, sobre la cabeza de Bender, lentamente, ha comenzado a volar en círculos un ominoso pájaro negro de alas majestuosas.
Quita el pico de mi pecho
.
Deja mi alma en soledad
.

Departamento de Bender en Parque Centenario. Cama de fierro de una plaza, ventana al fondo. El cuarto de Van Gogh pero con una vieja Underwood sobre la mesa y una repisa con libros. Piso dos. Cuando el espectro de Bender subió a tumbos la escalera se sintió más bien Toulouse Lautrec yendo de visita a ver qué tal seguía el otro de la oreja. Afuera, sobre el solitario laberinto del parque, cae la noche. Cae la lluvia. Cae todo. Bender ve la cama y también cae. Entonces repara en el diario. Se desliza de su bolsillo y cae al suelo. Lentamente, se abre. Como una cosa viva, como un diario que se despereza. Se abre exactamente en la página donde está la fotografía del anciano. Bender y el anciano se miran. Suena el teléfono.

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