Cuentos de Canterbury (6 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Es muy conveniente no perder la serenidad, pues se encuentra siempre a la gente cuando uno menos lo espera. ¡Cuán lejos estaba Arcite de imaginar que su amigo, agazapado e inmóvil detrás de un arbusto, estaba lo suficientemente cerca para escuchar todas sus palabras!

Cansado de ir de acá para allá, Arcite terminó su alegre canción. Entonces, se puso a meditar profundamente. Esta es la extraña costumbre de los amantes, cuyo talante sube y baja como el cubo de un pozo: ora se halla en lo alto de los árboles, ora se hunde entre la maleza. De hecho, la caprichosa Venus
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cubre de nubarrones el corazón de sus seguidores exactamente como en un viernes, que aparece despejado y después diluvia; y al igual que los viernes son caprichosos, volubles y tornadizos (pues viernes es el día de Venus), del mismo modo la diosa cambia de talante (un
viernes raras
veces es un día como los demás de la semana).

En cuanto terminó su canción, Arcite empezó a suspirar y después se sentó.

—¡Maldito sea el día en que nací! —dijo——. ¡Oh, despiadada Juno!, ¿cuánto tiempo más vas a estar haciendo la guerra a Tebas? ¡Ay!, la sangre real de Cadmo y Anfión
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ha sido destruida; Cadmo, que fundó Tebas antes de que existiera la ciudad y fue el primer rey coronado de la misma. Yo soy de su sangre, desciendo en línea directa de la familia real; y ahora soy un esclavo tan miserable y desgraciado, que sirvo de simple escudero a mi más mortal enemigo. Sin embargo, Juno todavía me colma más de vergüenza, pues no me atrevo ni a reconocer mi propio nombre —cuando solía ser llamado Arcite, ahora me llaman Filostrato. ¡Qué tontería!—. ¡Oh, implacable Marte! ¡Oh, Juno! Vuestra cólera ha borrado toda mi familia de la faz de la tierra excepto a mí y al pobre Palamon, a quien Teseo martiriza en prisión. Y, además de todo esto, como para aniquilarme del todo, Amor Cupido ha lanzado su flecha encendida, llameante, atravesando mi pecho y quemándolo de tal forma que parece como si me hubiera preparado la muerte desde antes de mi nacimiento. ¡Oh, Emilia!, una mirada de tus ojos me ha destrozado. Muero por tu causa. No prestaría la menor atención a ninguna de mis aflicciones si pudiera hacer algo que te agradara.

Después de esto cayó en prolongado trance, levantándose luego de un salto.

Palamón, al que parecía que le acababan de atravesar el corazón con una espada helada, se encolerizó. No podía aguantar ni un momento más. Después de escuchar a Arcite hasta el final, salió de la maleza, con el rostro lívido como el de un orate, gritando:

Arcite, ¡malvado traidor! Ya te tengo. ¡Tú que amas a la dama por la que sufro y peno! ¡Tú, hermano de sangre, mi confidente por juramento, como te he hecho recordar muchas veces! ¡Tú que, a escondidas, has cambiado tu nombre y engañado al duque Teseo! ¡Uno de los dos tiene que morir! ¡Tú no vas a amar a Emilia, nadie excepto yo puede amarla, pues soy Palamón, tu mortal enemigo! Aunque no tengo ningún arma aquí, ya que sólo he tenido la suerte de escapar de prisión; no temas: o mueres o dejas de amar a Emilia. Elige, pues no escaparás.

Así que Arcite le reconoció y escuchó sus palabras, rebosó su corazón rabia y desprecio. Con la ferocidad de un león, desenvainó la espada y exclamó:

—¡Por Dios, que está en los cielos! Si no fuese porque el amor te ha sorbido el seso y careces de arma, te aseguro que antes de que salieras de la arboleda moriría a mis manos, pues reniego de los pactos que según tú hice contigo. ¡Tú, imbécil!, métete esto en la cabeza: el amor no tiene barreras, y seguiré amándola a pesar de lo que hagas. Pero como tú eres un caballero honrado, dispuesto a mantener en el campo de batalla tu pretensión por ella, te doy mi palabra de honor de que mañana compareceré aquí, sin que lo sepa nadie, vestido de caballero y trayendo conmigo las armas y corazas necesarias para ti, de modo que puedes elegir las que te parezcan mejor y dejes las peores para mí. Esta noche te traeré comida y bebida suficientes, así como mantas para que puedas dormir. Y mañana, si ganas tu dama y me matas en este seto, entonces, por lo que a mí concierne, será tuya.

Palamón replicó: —De acuerdo.

Y, después de haberse dado mutuamente palabra, se separaron hasta el día siguiente.

¡Inexorable Cupido, cuyo imperio no admite rival! Dice bien el proverbio: «Ni el amor ni el poder toleran amistad»
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como Arcite y Palamón saben muy bien. Arcite regresó directamente a la ciudad. A la mañana siguiente, antes de romper el alba, preparó en secreto dos equipos completos de armadura con la que dirimir en batalla entre los dos la cuestión pendiente. Él solo transportó estas armaduras con su caballo. En la arboleda, en el momento y lugar fijados previamente, Arcite y Palamón se enfrentaron. Sus rostros empezaron a mudar de color, de la forma que cambian los rostros de los monteros tracios que están de vigilancia en un claro del seto con sus lanzas, cuando salen a la caza de osos o leones, y oyen a la bestia que se abalanza a través del escajo, quebrando ramas y hojas, y piensan: «Aquí llega mi mortal enemigo. Sea como sea, a uno de nosotros le toca morir: o lo mato cuando salga de la espesura, o la bestia me matará si cometo una equivocación.» De esta misma guisa los dos caballeros mudaron de color, al conocer cada uno el valor y la destreza del adversario.

Sin intercambiar ninguna clase de saludo, directamente y sin pronunciar palabra, procedieron a ayudarse mutuamente a ponerse la armadura, como si fuesen hermanos. Luego se atacaron con sus potentes y afiladas lanzas durante horas. Viéndoles luchar, cualquiera hubiera creído que Palamón era un furioso león, y Arcite, un tigre implacable. En su rabiosa furia, se lanzaban el uno contra el otro como salvajes jabalíes con sus fauces llenas de espumarajos, hasta que la sangre ya les cubría hasta los tobillos
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.

Dejémosles en esta enconada lucha y volvamos a ver qué hace Teseo entretanto.

Tan fuerte es el Destino, ministro máximo, que cumple en todas partes la providencia que le dicta Dios, que acontecimientos que todos jurarían imposibles de suceder, tarde o temprano llegan a cumplirse, aunque ello ocurra una sola vez en un milenio. A decir verdad, nuestras pasiones están gobernadas por una providencia superior, tanto en la guerra como en la paz, en el odio como en el amor. Todo esto puede aplicarse al gran Teseo, cazador tan apasionado, especialmente para la captura del ciervo en mayo, que el amanecer jamás le encontraba en la cama, sino ya vestido y dispuesto a partir con sus monteros, trompetas y jaurías de perros. Tanto gozaba cazando, que el matar ciervos se había convertido en su máxima pasión: después de Marte, dios de la guerra, seguía a Diana
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cazadora.

Como dije antes, era un día hermoso cuando Teseo partió de caza alegremente con su agraciada esposa, la reina Hipólita, y con Emilia, todos vestidos de verde y con atavíos reales.

El duque Teseo dirigió su caballo directamente a una espesura cercana, en donde le habían dicho que se escondía un ciervo. Fue recto hacia un claro, probable refugio del ciervo; saltó un arroyo y continuó su camino. El duque esperaba correr tras el ciervo una o dos veces con los perros que había elegido de los de la jauría.

Cuando el duque llegó al claro y miró a su alrededor, protegiéndose los ojos de la fuerte luz solar, divisó a Arcite y Palamón que luchaban como dos toros furiosos. Las relucientes espadas hendían el aire con tal fuerza, que el menor de sus golpes parecía suficiente para derribar un roble.

No tenía la menor idea de su identidad. ¡El duque espoleó a su corcel y de un salto estuvo entre los dos. Sacando la espada, gritó:

—¡Deteneos! ¡No sigáis, bajo pena de muerte! Por el poderoso Marte, el primero al que vea dar otro mandoble, muere aquí mismo. Pero ¿queréis decirme qué clase de hombres sois que lucháis aquí con tal encarnizamiento sin juez ni arbitro, como si fuera un torneo real?

Palamón se apresuró a contestar:

—Señor, no hay nada que decir. Ambos merecemos la muerte. Somos dos pobres desgraciados, dos cautivos, cuyas vidas representan sendas cargas para sí mismo. Ya que sois un príncipe y juez justiciero, no nos concedáis ni gracia ni perdón. Por caridad, señor, matadme primero a mí y luego a mi compañero junto conmigo, o bien primero matadle a él, pues poco sabéis que se trata de vuestro mortal enemigo, Arcite, a quien habéis prohibido entrar en vuestro país bajo pena de muerte; por eso sólo ya la merece. Él es el hombre que se acercó a la puerta de vuestro palacio haciéndose llamar Filostrato. Todos estos años os ha estado engañando hasta que le nombrasteis vuestro escudero principal, y ése es el hombre que ama a Emilia. Ahora que mi último día ha llegado, voy a abriros mi corazón: yo soy el desgraciado Palamón que, ilegalmente, se escapó de vuestra cárcel. Soy vuestro mortal enemigo. Y estoy tan enamorado de la bella Emilia, que me hallo dispuesto a morir ante sus ojos en este mismo instante. Por consiguiente, pido para mí mismo la pena de muerte. Pero matad a mi compañero al mismo tiempo, pues ambos la merecemos.

A esto el noble duque repuso inmediatamente:

—La decisión es rápida. Por esta confesión, vuestra propia boca os ha condenado y yo confirmo la sentencia. No es necesario torturaros para que habléis. ¡Por el todopoderoso Marte, morid!

En aquel momento rompió a llorar la reina, movida por femenina compasión, y lo mismo hicieron Emilia y todas las damas del séquito. Pensaban que era una gran lástima que tal destino se abatiera sobre ellos, ya que eran nobles de alto rango y solamente el amor era la causa de su pelea.

Y cuando ellas vieron sus sangrientas heridas, profundas y abiertas, todas a una gritaron:

—¡Señor, por nosotras, tened piedad! y cayeron sobre sus desnudas rodillas, dispuestas a besar los pies de Teseo allí mismo donde estaba, hasta que su cólera disminuyó; pues la piedad pronto brota de los corazones nobles.

Aunque, de momento, temblaba de ira, pronto reconsideró aquella transgresión y la causa que la motivó; y al mismo tiempo que su cólera ponía de relieve su culpa, su razón encontraba excusas para disculparles a ambos.

Pensó para sí mismo que cualquier enamorado procurará escaparse de la cárcel, si puede. Y su corazón se apiadó de las mujeres que estaban llorando juntas; y en su magnanimidad, reflexionó, diciendo para sus adentros: «Vergüenza ha de tener el gobernante que no tenga piedad, si actúa y habla como un león a los que están arrepentidos y temerosos, del mismo modo que a los poderosos y altaneros que persisten en sus propósitos. Un príncipe tiene escaso discernimiento si no sabe distinguir en casos así y pasa al orgullo por el mismo rasero que a la humildad.» Cuando se hubo calmado su enojo, levantó la vista animosamente y dijo en voz alta:

—¡Qué grande y poderoso señor es el dios del Amor! No existen obstáculos que prevalezcan contra su fuerza. Sus milagros le facultan a que se le llame dios, pues, a su modo, puede modelar los corazones en la forma que le plazca. Mirad aquí a Arcite y Palamón; libres de mi cárcel, podían haber vivido en Tebas como príncipes que son. Saben que soy su mortal enemigo y que sus vidas están en mis manos. Sin embargo, el amor les ha traído aquí a ambos con los ojos bien abiertos a morir en este lugar en que estamos. Si pensáis bien en ello, ¿no es el colmo de la insensatez? ¿Existe mayor insensato que un enamorado? ¡Por Dios, en los cielos! ¡Miradles! ¡Ved cómo sangran! ¡Mirad en qué estado tan lastimoso están! Así es cómo su señor, el dios del Amor, paga sus salarios y recompensa sus servicios.

»Sin embargo, los devotos del Amor se consideran a sí mismos perfectamente racionales, no importa lo que suceda. Y lo más chocante y ridículo de todo es que la causante de todo este espectáculo no tiene más razón para agradecérselo que la que tengo yo mismo. ¡Por los cielos benditos! Ella sabe tanto acerca de estos furiosos acontecimientos como una liebre o un cucú. Sin embargo, todo se debe probar alguna vez, no importa el qué; un hombre o es un joven insensato o es un insensato viejo. Esto lo descubrí yo mismo hace mucho tiempo, pues en mis tiempos también yo fui uno de los esclavos del Amor. Y es por ello —como quien ha sido cogido frecuentemente en su trampa— por lo que entiendo cómo son las heridas de amor y de qué forma pueden afectar a un hombre, y que, porque me lo piden tanto la reina, aquí arrodillada, y mi querida hermana Emilia, perdono completamente vuestro delito. A cambio, ambos tenéis que jurar que no causaréis daño a mi país otra vez o que me haréis la guerra, sino que me demostraréis amistad de todas las formas que podáis. Libremente, pues, perdono vuestra transgresión.

Ambos juraron lo que él les había pedido, rindiéndole homenaje en la forma debida y rogándole protección y gracia, que Teseo, sin más, les concedió. Entonces les dijo:

—Aunque ella fuese reina o princesa, en lo que a sangre real se refiere, cada uno de vosotros es apto para aspirar a casarse con ella a su debido tiempo. Pero, sin embargo y hablo en nombre de mi hermana Emilia, causa de vuestros celos y de vuestros sinsabores, como sabéis muy bien, podríais luchar eternamente, pero jamás podrá casarse con dos hombres a la vez; por ello, uno de vosotros, le guste o no, se quedará sin ella. No hay otra opción. En otras palabras, ella no puede casarse con ambos, por celosos o enojados que estéis. Por consiguiente, lo mejor que puedo hacer ahora es arreglar los asuntos de modo que cada uno de vosotros tenga el destino que le está reservado. Si escucháis, os lo explicaré. Este es vuestro destino en el arreglo que os sugiero.

»He aquí mi decisión: para terminar con este engorroso asunto de una vez por todas sin discusión y que vosotros podéis o no aceptar—, cada uno de vosotros queda libre para ir, sin rescate y con plena seguridad, a donde le plazca, pero dentro de doce meses, contando a partir del día de hoy, ni un día más ni un día menos, cada uno de vosotros deberá traer cien caballeros completamente equipados y armados para un torneo, y estar dispuesto a batirse para reivindicar su pretensión sobre Emilia.

»Y yo os prometo solemnemente, por mi honor de caballero, que al que venza de vosotros dos —es decir, tanto si mata a su contrario o le arroja de la lid con la ayuda de los cien caballeros de que acabo de hablar— le otorgaré la mano de Emilia al que la Fortuna le conceda sus favores. Yo construiré las instalaciones para el torneo en este mismo lugar y, que Dios se apiade de mi alma, demostraré ser juez veraz y justo. Uno de vosotros debe caer muerto o prisionero: ningún otro desenlace me dará satisfacción. Si mi propuesta os parece bien, decidlo, consideraos afortunados. Y aquí acaba la cuestión para vosotros.

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