Cuentos de Canterbury (9 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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El cielo resonó con el alegre vocerío de la multitud: —¡Viva el buen duque, que no quiere que se derrame mucha sangre!

Se elevaron las trompetas hacia el cielo y sonaron en un brillante floreo; todos los contendientes se dirigieron a la lucha con la debida compostura a través de la gran ciudad, engalanada con paños preciosos.

El noble duque cabalgó solemnemente con los dos tebanos, uno a cada lado, seguido por la reina y Emilia, y detrás de ellos, en otro grupo, venía todo el resto ordenados según su rango. De este modo atravesaron la ciudad, hasta que llegaron al terreno donde debían celebrarse enseguida los torneos.

Aún no eran las nueve de la mañana cuando Teseo tomó asiento en el lugar de honor con la reina Hipólita, Emilia y en su alrededor las otras damas según su categoría. La multitud también se sentó. Por el extremo occidental, Arcite entró por la puerta de Marte, con un rojo pendón y los cien caballeros de su grupo, mientras que al mismo tiempo Palamón, por los portales de Venus, penetró con aspecto decidido por el extremo oriental, portando un pendón blanco. Habría que recorrer el mundo de uno a otro extremo para ver dos comitivas tan iguales; nadie podía decir cuál parecía tener más valor, rango o edad: con tanta igualdad habían sido seleccionados.

Se dispusieron en dos formaciones impresionantes. Cuando se pasó lista (no podía haber trampa en cuanto a su número respectivo), se cerraron las puertas y se oyó en el recinto:

—¡Jóvenes y orgullosos caballeros, cumplid con vuestro deber!

Los heraldos se retiran y suenan las trompetas y clarines. Sin más preámbulos, las lanzas se ponen en ristre con seriedad mortal para el ataque, y todos los contendientes clavan sus espuelas en los caballos. Pronto se verá quién sabe justar y cabalgar mejor. Las varas vibran al chocar contra los gruesos escudos, y alguno siente el empuje de una lanza que penetra en su costillar. Las lanzas saltan veinte pies por el aire; se desenvainan las espadas, que lanzan destellos de plata; los yelmos son heridos y destrozados; la sangre brota en forma de ríos rojos y los huesos quedan quebrados por las pesadas mazas. Un hombre intenta pasar por donde más densa es la lucha, donde incluso los caballos más fuertes tropiezan; todos caen derribados; otro cae al suelo como una pelota, se vuelve a poner en pie, empuja con la vara de su lanza y derriba a otro caballero del caballo; a otro le atraviesan el cuerpo, es apresado y llevado, en lucha desesperada hasta la estaca donde, según las reglas, debe permanecer; otro del bando contrario es capturado también del mismo modo. De vez en cuando, Teseo les hace descansar, refrescarse y beber algo, si lo desean.

Los dos tebanos se enfrentaron e hirieron recíprocamente muchas veces durante el transcurso del día. Dos veces cada uno de ellos descabalgó al otro. Un tigre del valle de Gargafia
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, al que hubieran arrebatado un cachorro, no atacaría al cazador con mayor saña que lo hacía Arcite a Palamón en su pasión de celos; y ningún león cazando en Benmarín
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se mostraría más feroz y frenético, hambriento y sediento de la sangre de su presa, que lo estaba Palamón buscando matar a su enemigo Arcite. Los mandobles que reparten, llenos de celos, hienden sus yelmos y brota la sangre de sus cabezas.

Pero todo llega a su fin. Antes de que el sol hubiera declinado, el poderoso rey Emetrio cazó a Palamón mientras luchaba con Arcite. Su espada se hendió profundamente en su carne y fueron necesarios veinte hombres para arrastrar a Palamón —que no cedía— hasta la estaca. El poderoso rey Licurgo, que acudía en ayuda de Palamón, cayó derribado. Pero antes de ser capturado, Palamón le dio al rey Emetrio tal mandoble, que, a pesar de su gran fuerza, lo envió a una yarda de su montura. Pero todo ello no sirvió de nada. Palamón fue llevado a rastras hasta la estaca, donde su valor ya no podía servirle de nada: una vez apresado, tenía que permanecer allí, obligado tanto por la fuerza de las armas como por las regias del torneo.

Palamón se sentía desgraciado al no poder luchar nuevamente. Cuando Teseo vio lo sucedido, ordenó a todos los combatientes:

—Deteneos. ¡Basta! ¡Todo ha terminado! Seré un juez justo y no tomaré partido: Emilia será para Arcite de Tebas, quien ha tenido la suerte de ganarla limpiamente.

Al oír esto, la multitud prorrumpió en un grito tan estruendoso de alegría, que pareció como si los muros del recinto se fueran a derribar.

¿Qué podía hacer ya la encantadora Venus? La reina del amor sólo pudo romper a llorar de decepción, de modo que sus lágrimas cayeron sobre las lizas. Exclamó:

—Estoy desacreditada sin remedio. Pero Saturno le replicó:

—¡Silencio, hija! Marte se ha salido con la suya, pues a su caballero le ha otorgado su favor; pero te juro que pronto te verás satisfecha.

Sonaron de nuevo las trompetas y la música, y los heraldos proclamaron y gritaron su satisfacción por el triunfo del príncipe Arcite. Pero tened paciencia conmigo y no os impacientéis, pues pronto sabréis el milagro que ocurrió.

El feroz Arcite se quitó el yelmo y cabalgó a lo largo de todo el campo de combate para mostrar su rostro. Levantó sus ojos hasta Emilia, que le devolvió la mirada con dulzura (pues las mujeres, por regla general, sienten inclinación a seguir a los favorecidos por la Fortuna). Ella constituía el deleite del corazón de Arcite. Pero del suelo surgió una Furia infernal enviada por Plutón, a petición de Saturno, y el caballo de Arcite dio un respingo, tropezó y cayó, con lo que Arcite, antes de saber qué estaba pasando, rodó de cabeza y quedó como muerto en el terreno de combate, con su pecho aplastado por el arco de su montura. Allí quedó en el suelo, con su cara ennegrecida al fluir su sangre a ella. Se le transportó penosamente desde las lizas hasta el palacio de Teseo, donde le recortaron la armadura para sacarlo de ella y ponerlo inmediatamente en la cama, todavía vivo y consciente, mientras llamaba con insistencia a Emilia.

El duque Teseo y su cortejo regresaron a la ciudad de Atenas con alegre pompa. A pesar de este accidente, no quiso que cundiera el pesimismo entre todos. Se dijo que Arcite no moriría, sino que se recuperaría de su percance. Otra cosa que complacía a todos era que nadie había resultado muerto, aunque algunos estaban malheridos, sobre todo el hombre del costillar atravesado por una lanza. Como remedios para sus heridas y brazos rotos, algunos tenían ungüentos; otros, hechizos y hierbas medicinales, en particular un brebaje de sabios que se bebía para recuperar el uso de sus extremidades. Por ello, el duque, que tenía gran habilidad para estas cosas, hizo que todo el mundo se sintiera cómodo y les rindió honores. Como correspondía, estuvo de juerga con los príncipes visitantes, durante toda la noche. Ninguno de ellos se sintió más derrotado que si hubiera estado en una justa o en un torneo. De hecho, nadie sufrió descrédito, pues una caída la puede tener cualquiera. Tampoco resulta vergonzoso para un hombre que lucha por sí mismo ser capturado por veinte caballeros y arrastrado por la fuerza hasta la estaca, sin ceder un ápice, a pesar de los puntapiés y bofetadas, mientras su caballo es alejado a palos por campesinos y muchachos. Nadie puede llamar cobardía a eso.

El duque Teseo, para poner fin a cualquier manifestación de celos o rencor, mandó proclamar que ambos bandos contendientes lo habían hecho bien y que habían estado a la misma altura como si hubieran sido hermanos. Les dio regalos de acuerdo con su rango y posición y celebró una gran fiesta que duró tres días; después proporcionó a los caballeros una honorable escolta hasta fuera de la ciudad para despedirles y desearles buen viaje. Todos regresaron a sus hogares por el camino más corto: «¡Adiós!» «¡Buena suerte!» Y todo se acabó. No voy a decir nada más de la batalla, pero volveré a referirme a Palamón y Arcite.

El pecho de Arcite se hinchó, y la herida cercana al corazón empeoró cada vez más. A pesar de todos los esfuerzos de los doctores, la sangre coagulada se iba corrompiendo y ulceraba su cuerpo. Ni el sangrar las venas, ni los tratamientos con hierbas servían de nada. La expulsión, o fuerza animal, llamada «natural» por esta función, no podía desplazar ni expeler el veneno que había en la sangre vivificante. Las venas del pulmón empezaron a hincharse. La ponzoña y la gangrena le destrozaban los músculos del pecho. No obtenía ningún provecho ni de los laxantes ni de los vómitos, aunque su vida dependía de ello. Toda aquella parte de él estaba como hecha añicos; la Naturaleza había perdido su imperio, y donde la Naturaleza no quiere trabajar, lo único que se puede hacer es despedir al médico y llevarse el hombre a la iglesia. En pocas palabras, Arcite tenía que morir, por lo que mandó buscar Emilia y a su querido primo Palamón, a los que habló de esta manera:

—A vos, señora, a quien más amo, el angustiado espíritu que anida en mi pecho no sabe expresaros ni en la más pequeña medida lo atroz de mi pena. Pero puesto que mi vida no puede durar ya mucho, a vos, más que a otra criatura viviente, confio el servicio de mi espíritu. ¡Oh, la pena y dolor tan violentos que he sufrido por vos durante tanto tiempo! ¡Oh, Muerte! ¡Oh, Emilia! ¡Oh, separación! ¡Oh, reina de mi corazón, esposa mía, señora de mi corazón, fin de mi vida! ¿Qué es este mundo? ¿Qué se desea tener? Un momento estás con tu amor; al siguiente, solo y sin amigos en la tumba fría. Adiós, Emilia, mi dulce enemiga. Tomadme dulcemente en vuestros brazos, por amor de Dios, y dejadme hablar.

»Por amor a vos y a causa de mis celos ha habido rencor y peleas entre mi primo Palamón y yo durante bastantes días. Pero que el sabio Júpiter dirija mi alma para hablar con la verdad y como debe ser del enamorado y de sus atributos, es decir, verdad, honor, caballerosidad, sabiduría, humildad, rango, sangre noble y franqueza, y todas las cosas que pertenecen al amor, pues como congo en que Júpiter protegió mi alma, en este momento no conozco en todo el mundo a nadie más digno de amor que Palamón, que os sirve y os servirá toda su vida. Y si alguna vez tuvierais que casaros, no os olvidéis de este hombre bueno que es Palamón.

Acababa de pronunciar estas palabras y le empezó a fallar el habla. El estertor de la muerte le subió de los pies al pecho y le venció, mientras la fuerza vital abandonaba sus brazos y se perdía totalmente. Muy pronto, la razón que seguía sola en su pecho enfermo y malherido le empezó a fallar en cuanto la muerte tocó su corazón. Sus ojos perdieron brillo y su respiración empezó a decaer, pero todavía seguía mirando a su dama. Su última palabra fue:

—¡Piedad, Emilia!

Su alma abandonó su morada y se fue a donde no sé decir, pues nunca estuve allí; prefiero callar. Las almas no entran dentro del tema de esta historia y no deseo discutir teorías acerca de ello, aunque se hayan escrito libros sobre este asunto. Arcite está muerto, que Marte cuide de su alma. Ahora hablaré de Emilia.

Emilia dio un grito; Palamón gimió; Teseo se llevó a su hermana, a punto ya de desmayarse, y la condujo lejos del cadáver de Arcite. No hace falta que alargue mi historia explicando cómo lloró día y noche. En casos semejantes, las mujeres que han perdido a sus maridos sienten la vida más profunda, y la mayor parte de ellas o sienten el duelo de esta forma o caen en una desgana que incluso llega a ocasionarles la muerte.

Por toda la ciudad no cesaban las lágrimas y las lamentaciones de jóvenes y viejos por la muerte del tebano. Hombres y muchachos lloraron por él. Realmente los lamentos que hubo cuando Héctor fue llevado a Troya, recién fallecido, no llegaron ni a la mitad de los que hubo por Árcite. ¡Qué lamentación fue aquélla! Hubo quien se arañaba las mejillas y mesaba los cabellos. Las mujeres gritaron:

—¿Por qué tuviste que morir? ¡Tenías oro suficiente, y a Emilia!

Ninguno pudo consolar a Teseo, excepto su viejo padre, Egeo, que comprendía los cambios de fortuna de este mundo por haber visto sus altibajos: la alegría tras la pena y la pena tras la felicidad. Le proporcionó ejemplos e ilustraciones.

—De la misma forma que nadie ha muerto —dijo él— sin haber vivido un tiempo sobre la tierra, del mismo modo, nadie ha vivido en este mundo sin morir más tarde o más temprano. El mundo no es sino un camino de penas que nosotros, pobres peregrinos, vamos recorriendo de un extremo a otro. La muerte es el final de todos nuestros problemas terrenales.

Además de decirlo y repetirlo muchas veces, exhortó a la gente a que se consolase.

El duque Teseo pensó enseguida en el lugar más adecuado para construir la tumba del buen amigo Arcite y la forma de hacerla honorable y de acuerdo con el rango del muerto. Al fin llegó a la conclusión de que el mejor emplazamiento era allí donde Arcite y Palamón lucharon por primera vez entre sí por su amor. En aquel mismo bosquecillo, tan dulce y verde, donde Arcite sintió la ardiente llama del amor y deseo fisico y cantó su queja, él construiría una pira donde el funeral sería celebrado como correspondía. Entonces dio órdenes para que se talasen los viejos robles y se cortasen en forma de leños y colocaron en hileras a punto de quemar. Los oficiales se apresuraron a cumplir sus órdenes. Después Teseo mandó a buscar un féretro, sobre el que colocó el más rico paño de oro que poseía, y cubrió a Arcite con el mismo, puso guantes blancos en sus manos, una corona de verde laurel sobre su cabeza, y entre sus manos una espada afilada y reluciente. Lo situó sobre el féretro con el rostro descubierto y, entonces, se desmoronó y rompió a llorar. Cuando fue el día, y para que todo el mundo pudiera verlo, lo trasladó a palacio, que resonó con lloros y lamentos.

En aquel momento llegó el tebano Palamón con el corazón destrozado, la barba en desorden y los cabellos enmarañados y cubiertos de ceniza, vestido con ropaje negro salpicado de lágrimas; Emilia, llorando inconsolable, era la persona más triste de todos los presentes. Para dignificar y enriquecer el servicio fúnebre, el duque Teseo ordenó que fueran traídos tres caballos enjaezados con relucientes arreos, cubiertos con las armas del príncipe Arcite. En cada uno de estos grandes caballos blancos cabalgaba un jinete: uno llevaba el escudo de Arcite, otro, su lanza, y el tercero, su arco turco con el carcaj y accesorios de oro bnuïido. Se dirigieron, cabalgando, hacia el bosquecillo con los corazones sumidos en la tristeza. Los más nobles de los griegos allí presentes pusieron el féretro sobre sus hombros; luego, con los ojos enrojecidos y húmedos de llanto, lo llevaron a paso lento a través de la ciudad por su calle principal, que se hallaba completamente adomada con paños negros; de todos sus elevados edificios pendían colgaduras del mismo género. El anciano Egeo caminaba a mano derecha, con el duque Teseo al otro lado, llevando en sus manos vasijas del oro más fino llenas de miel, leche, sangre y vino. A continuación venía Palamón con una gran compañía seguido por la infeliz Emilia, que llevaba el fuego para los ritos fúnebres de costumbre.

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