Cuentos de Canterbury (12 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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¡Qué poder tiene la fantasía! La gente es tan impresionable, que puede morir de imaginación. El pobre carpintero empezó a temblar; creía realmente que iba a ver cómo el diluvio de Noé llegaba arrollándolo todo para ahogar a su dulce mujercita, Alison. Suspiró entrecortadamente, lloró, se lamentó y se sintió muy desgraciado. Luego, después de haber encontrado una amasadora y un par de grandes tinas, las metió subrepticiamente en la casa y, en secreto, las colgó de lo alto. Con sus propias manos hizo tres escaleras de mano con todos sus peldaños para poder alcanzar las tinas que colgaban de las vigas. Luego puso provisiones, tanto en la amasadera como en las dos tinas, de pan, queso y una jarra de buena cerveza, en cantidad suficiente para todo un día. Antes de ejecutar estos preparativos envió al muchacho que le servía y a la criada a Londres a hacer unos recados. El lunes, cuando se acercaba la noche, cerró la puerta sin encender las velas y comprobó que todo estuviera como es debido. Un momento más tarde, los tres subieron a sus tinas respectivas y se sentaron en ellas, permaneciendo inmóviles unos cuantos minutos.

—Ahora reza el Padrenuestro —dijo Nicolás—, y ¡chitón!

—¡Chitón! —respondió Juan.

—¡Chitón! —repitió Alison.

El carpintero rezó sus oraciones y permaneció sentado en silencio; luego oró nuevamente, aguzando el oído por si oía llover.

Tras un día tan fatigoso y ajetreado, el carpintero cayó dormido como un tronco a eso del toque de queda, o quizá un poco más tarde. Unas pesadillas hicieron que empezase a emitir sonidos quejumbrosos; pero como sea que su cabeza no descansaba bien, pronto estuvo roncando ruidosamente. Nicolás bajó silenciosamente por la escalera de mano, así como Alison, que se deslizó sin hacer ruido. Sin pronunciar palabra se fueron al lecho en la que el carpintero solía dormir. Todo fue alegría y jolgorio mientras Alison y Nicolás estuvieron allí acostados, ocupados en gozar de los placeres de la cama, hasta que la campana comenzó a sonar para los maitines y los frailes empezaron a cantar en el presbiterio.

Aquel lunes, Absalón, el sacristán herido de amor, suspirando de amor como de costumbre, se divertía en Oseney con un grupo de amigos, cuando, casualmente, preguntó a uno de los residentes en el claustro acerca de Juan, el carpintero. El hombre le tomó aparte, fuera de la iglesia, y le dijo:

—No sé; no le he visto trabajando aquí desde el sábado. Creo que habrá ido a buscar madera para el abad
[110]
; a este efecto, a menudo se ausenta y se queda en la granja un día o dos. Quizá habrá ido a casa. No sé realmente dónde se halla.

Absalón pensó para sí con gran deleite: «Esta noche no es para dormir. Es cierto; no le he visto salir de casa desde el amanecer. Como me llamo Absalón, al cantar el gallo iré a golpear la ventana de su dormitorio y le declararé a Alison todo mi amor. Espero que, por lo menos, podré besarla; de todas formas, y como me llamo Absalón, seguro estoy que conseguiré alguna satisfacción. Mi boca me ha dolido todo el día: buen augurio de que al menos la besaré. Pensar que he estado soñando toda la noche que estaba en un banquete… Ahora haré una siesta de una o dos horas, y así esta noche podré estar despierto y divertirme un poco.»

Al primer canto del gallo, este animoso amante se levantó y se vistió con sus mejores galas. Antes de peinarse, masticó cardamomo y regaliz para que su aliento fuera dulce y se colocó una hoja de zarza debajo de la lengua, pensando que esto le haría atractivo. Luego se encaminó hacia la casa del carpintero y, silenciosamente, se colocó debajo del ventanal (cuyo alféizar era tan bajo que le llegaba a la altura del pecho) y en voz baja y medio reprimida, dijo:

—¿Dónde estás, dulce Alison, bonita, chatita, flor de canela? ¡Despierta, amor mío, háblame! No pienses en mi infortunio; sin embargo, languidezco de amor por ti, cuando te deseo tanto como el cordento ansía la ubre de su madre. De verdad, cariño, estoy tan enamorado de ti, que suspiro por ti como una paloma enamorada y como menos que una chiquilla.

—¡Aléjate de la ventana, mastuerzo! —respondió ella—. Por Dios que no vas a tener mis besos; amo a otro —tonta sería si no le amase—, un hombre mucho mejor que tú: Absalón. ¡Por amor de Dios, vete al diablo y déjame dormir, o te arrojaré una piedra!

—¡Córcholis y recórcholis! —repuso Absalón—. Jamás fue el amor verdadero tan mal recibido. No obstante, ya que no puedo esperar nada mejor, bésame por amor de Dios y por amor a mí.

—Prometes marcharte si lo hago? —le replicó ella.

—Sí, desde luego, amor mío —respondió Absalón.

—Entonces, prepárate —repuso ella—, que ahora vengo.

Y susurró a Nicolás:

—No hagas ruido, que podrás reír a gusto. Absalón se dejó caer de rodillas diciendo:

—De todas formas salgo ganando, pues después del beso vendrá algo más, espero. ¡Oh, cariño! Sé buena, chatita; sé amable conmigo.

Apresuradamente ella alzó el cerrojo de la ventana y dijo: —Vamos, acabemos de una vez.

Y añadió:

—No te entretengas, que no quiero que algún vecino te vea. Absalón empezó por secarse los labios. La noche era oscura como boca de lobo, negra como el carbón, cuando ella sacó las posaderas por la ventana. Y sucedió que Absalón, antes de comprobar lo que era, dio a su culo desnudo un sonoro beso. Pero retrocedió inmediatamente: había algo que no concordaba bien, pues notó una cosa áspera y peluda, y sabía que las mujeres no tienen barba.

—¡Uf! ¿Qué he hecho?

—¡Ja, ja, ja! —exclamó ella, y cerró la ventana de golpe. Absalón se quedó meditando su triste caso.

—¡Una barba! ¡Una barba! —gritó Nicolás
el Espabilado
—. Por Dios, ésta sí que es buena.

El pobre Absalón oyó todas las palabras y se mordió los labios de rabia. Se dijo a sí mismo:

—¡Te haré pagar por esto!

¡Si supierais lo que Absalón frotó y restregó sus labios con polvo, arena, paja, trapos y raspaduras!

—¡Que el diablo me lleve! Pero prefiero vengar este insulto antes que llegar a poseer la ciudad entera —se repetía a sí mismo—. ¡Ay, si al menos me hubiera echado para atrás!

Su ardiente amor se había enfriado y apagado. Desde el momento en que le besó el culo, se le curó la enfermedad. No estaba ya dispuesto a dar un ochavo por una mujer hermosa. Empezó a lanzar improperios contra las mujeres veleidosas, llorando como un niño al que acababan de zurrar.

Lentamente cruzó la calle para visitar a un herrero amigo suyo, llamado maese Gervasio, que hacía aperos de labranza en su forja. Estaba ocupado afilando rastrillos y rejas, cuando Absalón llamó con los nudillos diciendo:

—Abre, Gervasio, y deprisa, por favor. —¿Qué? ¿Quién esta ahí?

—Soy yo: Absalón.

—¡Cómo, Ábsalón! ¿Cómo es que estás levantando tan temprano? ¿Eh? ¡Dios nos bendiga! ¿Qué te pasa? Alguna mujerzuela que te hace bailar al son que quiere, supongo. ¡Por San Nedo! Sé lo que quieres decirme.

Absalón no le hizo caso y no soltó prenda, pues la cuestión era mucho más complicada de lo que imaginaba Gervasio. Así que fue y le dijo:

—¿Ves aquel rastrillo al rojo que está allí junto a la chimenea, amigo? Pues déjamelo; lo necesito para una cosa. Te lo devolveré enseguida.

Gervasio contestó:

—Por supuesto que te lo presto. Te lo prestaría aunque fuese de oro, o una bolsa llena de soberanos. Pero, en nombre de Jesucristo, ¿para qué lo quieres?

—No te preocupes —repuso Absalón—. Cualquier día te lo explicaré.

Y cogió el rastrillo por el mango, que estaba frío. Muy silenciosamente salió por la puerta y se dirigió al muro de la casa del carpintero. Primero tosió y luego llamó a la ventana, igual que lo había hecho antes.

Alison respondió:

—¿Quién está ahí llamando? Seguro que es un ladrón.

—¡Oh, no! —dijo Absalón—. El cielo sabe, mi chatita, que es tu Absalón que te quiere tanto. Te he traído un anillo de oro que me dio mi madre, que en gloria esté. Es muy bonito y está muy bien grabado. Te lo daré si me das otro beso. Nicolás, que se había levantado a orinar, pensó completar la broma haciendo que Absalón le besase el culo antes de marcharse. Abrió rápidamente la ventana y, silenciosamente, asomó las nalgas. A esto, Absalón dijo:

—Habla, chatita mía, que no sé dónde estás.

Entonces, Nicolás soltó un sonoro pedo, que resonó como un trueno. Absalón quedó medio ciego por la explosion; pero, como tenía preparado el hierro candente, lo aplicó al trasero de Nicolás. El ardiente rastrillo le chamuscó la parte posterior, haciéndole saltar la piel en un ruedo del ancho de una mano. Nicolás creyó morir de dolor, y en su angustia empezó a dar gritos frenéticamente diciendo:

—¡Socorro! ¡Agua! ¡Por el amor de Dios, socorro!

El carpintero se despertó sobresaltado. Oyendo a alguien gritar «¡Agua!» como si estuviese loco, pensó: «¡Ay! Ahí llega el diluvio de Noé»
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; sin más, se levantó y cortó la soga con el hacha. Todo se vino abajo, cayendo sobre los tableros del suelo, donde quedó casi sin sentido.

Alison y Nicolás se levantaron de un salto y salieron a la calle gritando:

—¡Socorro, que quiere matarnos!

Todos los vecinos se acercaron corriendo a contemplar al atónito carpintero, que seguía echado en el suelo, pálido como un muerto. Pues, además, se había roto un brazo en la caída. Sus problemas, sin embargo, no habían terminado todavía, pues tan pronto intentó hablar, Alison y Nicolás le interrumpieron. Explicaron a todo el mundo que estaba loco de atar: aterrorizado por un imaginario diluvio como el de Noé, había comprado tres amasaderas y las había colgado de las vigas, rogándoles por el amor de Dios que se sentasen allí con él y le hiciesen compañía.

Todos empezaron a reír de sus propósitos, mirando embobados hacia las vigas en lo alto y chanceándose de sus apuros. Era inútil cuanto dijese el carpintero: nadie podía tomarlo en serio. Juró y perjuró hasta tal punto, que toda la ciudad le creyó loco. Los lugareños cultos, sin dudarlo, estuvieron de acuerdo en que estaba como una regadera, y todos se rieron mucho de este asunto. Y así es cómo, a pesar de todos sus celos y precauciones, la esposa del carpintero fue jodida, Absalón le besó su hermoso culo y a Nicolás le marcaron el suyo con un hierro candente.

Así acaba esta historia, y que Dios nos proteja.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MOLINERO.

Prólogo al cuento del administrador

El grupo aceptó complacido el divertido relato de Absalón y Listo Nicolás; y aunque hubo diversidad de opiniones, la mayoría lo acogió con risas y chanzas. Nadie se enfadó, si exceptuamos al administrador, Oswold, pues era carpintero de profesión. Con ira apenas contenida, se quejó y murmuró un rato:

—Por vida mía, ojalá pudiera devolverte esta jugada. Sin duda alguna podría ofuscarte con mi relato. Pero la edad senil no es mezquina. Se ha acabado el verano, y llega el turno al invierno. Mis blancos cabellos, al igual que mi corazón, denuncian mi edad. Pero me sucede a mí lo que a los nísperos. Tales frutos sólo son comestibles si están pachuchos o secos. Igual acontece con los entrados en años: maduramos cuando envejecemos; bailamos si suena la música. Nuestro deseo se ve ensombrecido por una cruz
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; tenemos hojas blancas y apéndice verde, como los puerros. Aunque nuestra vitalidad decrezca, no carecemos de deseos lujuriosos. Hablamos sobre lo que no podemos ejecutar. Bajo nuestras cenizas se esconden rescoldos ardientes.

»Poseemos cuatro fuegos: vanidad, falsedad, ira y avaricia, que perviven hasta la más avanzada edad. Aunque nuestros miembros estén imposibilitados, estos fuegos siguen activos. Yo tengo dientes de potrillo, aunque ha pasado mucho tiempo desde que empecé a disfrutar de la vida. Desde que nací, la muerte ha destapado el barril de la vida, y ésta ha fluido incesantemente, de forma que el tonel está casi vacío. Mi arroyo vital ya sólo gotea por el borde. La lengua halagadora puede rememorar «hazañas» de antaño. Pero la senectud sólo tiene chochez.

Cuando nuestro anfitrión hubo escuchado este exordio tomó la palabra con mayestática realeza:

—¿En qué se resume toda esta sabiduría? ¿En hablar toda la mañana sobre las Escrituras? ¿El diablo que convierte a administradores en predicadores? ¿Podría hacerlo igual con zapateros, marineros o médicos? Adelante con tu cuento. No pierdas tiempo. Mira; ya que estamos en Deptford
[113]
, ya son las siete y media de la mañana. Greenwich
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patria de muchos rufianes, se divisa a lo lejos. Ya es tiempo de que empieces.

—Escuchen, señores —replicó el administrador—: espero que nadie se quejará si le propino al molinero un buen revolcón. Es algo legítimo: donde las dan, las toman.

»Este borracho de molinero nos ha contado cómo fue burlado un carpintero para tomarme el pelo a mí, que también soy de este oficio. Con vuestro permiso me voy a desquitar empleando sus mismos términos groseros. Le pido a Dios que le parta su dura cabeza. Puede ver la mota en mi ojo sin distinguir la viga en el suyo.

El cuento del administrador

En Trumpington
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, no lejos de Cambridge, serpentea un arroyo cruzado por un puente. A una ribera de esta corriente se yergue un molino en donde y os estoy contando la verdad— vivió un molinero durante muchos años. Era orgulloso y pagado de sí mismo como un pavo real; sabía tocar la gaita, cazar, pescar, remendar las redes, fabricar cazos de madera en un torno y luchar cuerpo a cuerpo. Colgado del cinto llevaba siempre un largo alfanje de hoja muy afilada, y en su faltriquera guardaba un puñal pequeño, muy bonito, que era un peligro para el que se le acercaba. Además, en sus calzas llevaba oculto un largo puñal de Sheffield. Calvo como el trasero de una mona y con una cara redonda de perro pachón, era la perfecta figura de un matasiete de mercado.

Nadie se atrevía a ponerle un solo dedo encima, pues había jurado que el que se atreviera lo pagaría muy caro. Era, a decir verdad, un bribón muy taimado. Solía robar trigo y harina. Se le apodaba
Fanfarrón Simkin
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Tenía esposa de muy buena familia: su padre era el sacerdote de la ciudad, quien para conseguir que Simkin la aceptase había tenido que darle una importante dote. La mujer había sido educada en un colegio de monjas, lo que para Simkin tenía gran importancia, pues, con el fin de mantener su posición de pequeño terrateniente, dijo que no tomaría esposa, a menos que ésta estuviera bien educada y fuera virgen. La mujer era orgullosa y lista como una urraca.

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