Read Cuentos de un soñador Online
Authors: Lord Dunsany
Un fósforo incólume, que alguien había tirado, habló en seguida: «Yo soy un niño del Sol —dijo— y un enemigo de las ciudades; hay en mi corazón cosas que no sospecháis. Soy hermano de Etna y Strómboli; guardo en mi fuegos escondidos, que surgirán un día hermosos y fuertes. No entraremos en la servidumbre de ningún hogar, ni moveremos máquinas para nuestro alimento allí donde lo encontremos aquel día en que seamos fuertes. Hay en mi corazón niños maravillosos, cuyos rostros han de ser mas vivaces que el arco iris; firmarán pacto con el viento Norte y éste los empujará adelante; todo será negro tras ellos y negro sobre ellos, y nada habrá bello en el mundo sino ellos; se apoderarán de cuanto hay sobre la tierra y ésta será suya, y nada los detendrá, sino nuestro viejo enemigo el mar.»
Luego habló una vieja tetera rota, y dijo: «Soy la amiga de las ciudades. Me siento sobre el hogar entre las esclavas, las pequeñas llamas que se alimentan de carbón. Cuando las esclavas danzan tras de las rejas, me siento en medio de la danza y canto y alegro a mis amos. Y entono canciones sobre la molicie del gato, y sobre la inquina que hay hacia él en el corazón del perro, y sobre el torpe andar del niño, y sobre el arrobamiento del señor de la casa cuando cocemos buen te moreno; y a veces, cuando la casa está muy Caliente y contentos el amo y las esclavas, rechazo los vientos hostiles que soplan sobre el mundo.»
Y habló después un trozo de vieja cuerda: «Fui hecha en un lugar de condena, y condenados tejieron mis fibras en un trabajo sin esperanza. De entonces me quedó la mugre del odio en el corazón, y por esto jamás dejé libre nada una vez que lo hube sujetado. He atado muchas cosas, implacable, por meses y años; porque acostumbraba a entrar plegándome en los almacenes donde las grandes cajas yacen abiertas al aire,.y una de ellas se cerró de súbito y mi fuerza espantosa cayó sobre ella como una maldición, y si sus tablas gemían cuando yo las estrechaba, o si pensando en sus bosques crujían en la noche solitaria, yo las estrechaba todavía más, porque vive en mi alma el pobre odio inútil de los que me tejieron en un lugar de condena. Mas, a pesar de todas las cosas que había retenido con mi garra de prisión, mi última obra fue libertar una. Estaba yo ociosa una noche en la sombra, en el suelo del almacén. Nada se movía, y hasta dormía la arana. Hacia media noche, una gran bandada de rumores ascendió de las planchas del suelo y estremeció los techos. Un hombre vino hacia mí, solo. Y conforme se acercaba reprochábale su alma, y vi que había una gran pugna entre el hombre y su alma, porque su alma no quería dejarle y continuaba reprochándole. Entonces, el hombre me vio y dijo: "Esta, al fin, no me faltará." Cuando así le oí decir, determiné que cualquier cosa a que me requiriese sería cumplida hasta el límite. Y cuando formé este propósito en mi corazón impasible, me asió y se subió a una caja vacía que debería atar a la mañana siguiente, y me enlazó por un extremo a una negra viga; mas el nudo fue atado con descuido, porque su alma estaba reprochándole de continuo y no le daba reposo. Después hizo una lazada de mi otro cabo, y entonces el alma del hombre cesó de reprocharle y le gritó jadeante y le suplicó que se pusiera en paz con ella y que nada hiciera de súbito; mas el hombre prosiguó su trabajo y puso la lazada por su cabeza hasta por debajo de la barba, y el alma gritó horriblemente.
»Entonces, el hombre apartó la caja de un puntapié, y al momento comprendí que mi fuerza no bastaba a sostenerle; mas recordé que él había asegurado que no habría de faltarle, y puse todo el vigor de mi odio mugriento en mis fibras y le sostuve con sólo el esfuerzo de la voluntad. Entonces, el alma me gritó que soltara, pero yo dije:
—No; tú humillaste al hombre.
»Me gritó que me soltase de la viga, y ya resbalaba, porque sólo me sujetaba a ella por un nudo mal hecho; mas apreté con mi garra de presa y dije de nuevo:
—Tú humillaste al hombre.
»Y sofocadamente me dijo otras cosas, mas no respondí; y al fin el alma que vejaba al hombre que en mí había confiado voló y le dejó en paz. Jamás pude luego atar ninguna cosa, porque mis fibras quedaron desgastadas, retorcidas, y aun mi implacable corazón habíase debilitado en la lucha. Poco después me arrojaron aquí. Había cumplido mi trabajo.»
Así hablaron entre sí, pero mientras asomaba sobre ellos la forma de un viejo caballito de madera que se quejaba amargamente. Dijo: «Soy Blagdaross. Triste de mí que yazgo ahora como un despojo entre estas dignas pero humildes criaturas. ¡Ay de aquellos días que nos fueron robados y ay de Aquel Grande que fue mi dueño y mi alma, cuyo espíritu se ha encogido y no puede saber más de mí, ni cabalgar por el mundo en caballerescas empresas! Yo fui Bucéfalo cuando él Alejandro, y le llevé victorioso hasta el Indo. Con él hallé los dragones cuando él era San Jorge, y fui el caballo de Rolando en lucha por la cristiandad, y muchas veces Rocinante. Batallé en los torneos y caminé errante en busca de aventuras, y encontré a Ulises y a los héroes, y las mágicas fiestas. O ya tarde en la noche, antes de encenderse las lámparas en el cuarto de los niños, montaba sobre mí bruscamente y galopábamos a través del Africa. Allí cruzábamos en la noche tropicales selvas y pasábamos oscuros ríos, que centelleaban con los ojos de los cocodrilos, y en donde flotaban los hipopótamos corriente abajo, y misteriosos ganados surgían de pronto en la oscuridad y furtivamente desaparecían. Y después de haber cruzado la selva encendida por las luciérnagas, salíamos a la abierta llanura y galopábamos por ella, y los flamencos escarlata volaban a nuestro lado por las tierras de los reyes sombríos con coronas de oro sobre sus cabezas y cetros en las manos, que salían de sus palacios para vernos pasar. Entonces revolvíame yo súbitamente y el polvo se desprendía de mis cuatro herraduras cuando galopaba hacia casa de nuevo y mi amo era llevado al lecho. Y al otro día montaba en busca de extrañas tierras, hasta que llegábamos a una mágica fortaleza guardada por hechiceros, y derribaba los dragones a la puerta, y siempre volvía con una princesa más bella que el mar.
«Pero mi amo empezó a ensanchar de cuerpo y a encogerse de alma y rara vez salía de aventuras. Al fin vio el oro y nunca más volvió a cabalgarme, y a mí me arrojaron entre esta gentecilla.»
Pero mientras el caballito hablaba, dos niños se escaparon, sin permiso de sus padres, de una casa situada en el confín y cruzaron el descampado en busca de aventuras. Uno de ellos llevaba una escoba, y al ver al caballito, nada dijo, pero rompió el astil de la escoba y lo ajustó entre sus tirantes y su camisa, al costado izquierdo. Después montó en el caballito y enarbolando el astil de la escoba, aguzado en la punta, gritó: «Saladino está en este desierto con todos sus secuaces; yo soy
Corazón de León.»
A poco dijo el otro niño: «Déjame a mí también matar a Saladino.» Y Blagdaross, en su corazón de madera, que estaba henchido con pensamientos de batalla, dijo: «Aún soy Blagdaross.»
En la ciudad costera era día de elecciones, y el poeta se sintió triste cuando al levantarse vio entrar su luz por la ventana, entre dos cortinillas de gasa. Y el día de las elecciones era espléndidamente hermoso; unos pájaros cantores perdidos se acercaban a la ventana del poeta; era el aire vivaz e invernizo, pero el brillo del sol tenía engañados a los pájaros. Oyó el poeta los ruidos del mar que la luna traía hacia la costa, llevándose arrastras los meses sobre guijarros y chinas, y amontonándolos con los años allí donde yacen los siglos ya inservibles; vio alzarse las majestuosas lomas que miraban poderosamente hacia el Sur; vio el humo de la ciudad subir hasta sus rostros celestes: columna a columna, subía tranquilamente en el aire de la mañana, a medida que los rayos escudriñadores del sol iban despertando las casas una tras otra y encendiendo el fuego diario en cada una; columna tras columna, subía hacia el rostro sereno de las lomas y se desvanecía antes de llegar a él, quedándose todo blanco encima de las casas; y todos en la ciudad se habían vuelto locos.
Fue extraño caso que el poeta alquilara el automóvil más grande de la ciudad, y lo cubriese con las banderas que tuvo a mano, y echara a correr para poner en salvo una inteligencia. Y a poco se encontró con un hombre de cara encendida que proclamaba a gritos la proximidad de los tiempos en que un candidato, cuyo nombre pronunció, ganase la votación con triunfal mayoría. Detúvose a su lado el poeta y le ofreció sitio en el automóvil cubierto de banderas. Al ver el hombre aquel las banderas del automóvil y que era el más grande de la ciudad, entró en él. Dijo que su voto sería a favor del sistema fiscal que nos ha traído a ser lo que somos, para que el alimento del pobre no sufra impuestos que hagan más rico al rico. O si no, que votaría por el sistema de tarifas que nos uniera más íntimamente con las colonias en lazos duraderos y diese empleo a todos. Pero el automóvil no se encaminaba al colegio electoral; lo dejó atrás, y a la ciudad también, y llegó, por las revueltas de un caminito blanco, a la cumbre misma de las lomas. Allí el poeta despidió el automóvil, dejó sobre la hierba al pasmado elector y se sentó sobre una manta. Mucho tiempo estuvo hablando el votante de las tradiciones imperiales que nuestros antepasados crearon para nosotros y que él sostendría mediante el sufragio, o si no habría un pueblo oprimido por un sistema feudal ya añejo y sin eficacia, llamado a desaparecer o a enmendarse. Pero el poeta le indicó unos barquitos menudos, lejanos, errantes, en la faja del mar llena de sol, y los pájaros que revoloteaban a sus pies, y las casas sobre las cuales volaban, con sus columnitas de humo que no podían llegar hasta las lomas.
Al pronto, el elector lloraba como un chiquillo por su colegio electoral; mas pasado un rato se tranquilizó, perdiendo la calma sólo cuando el débil rumor de unas aclamaciones llegaba agitado hasta las lomas, cuando el elector clamaba agriamente contra el mal gobierno del partido radical, si no era —se me ha olvidado lo que el poeta me contó— que ensalzaba su gestión espléndida.
«Mire —dijo el poeta—, ¡qué antigua hermosura la de estas lomas, la de las casas viejas, la de la mañana, la del mar gris que murmura a la luz del sol en torno al mundo! ¡Y han ido a escoger este lugar para volverse locos!»
Y allí, en pie, con toda la ancha Inglaterra a sus plantas, ondulando hacia el Norte, loma tras loma, y ante sus ojos el mar resplandeciente, demasiado lejos del son de sus rugidos, el elector fue encontrando menos importantes los asuntos perturbadores de la ciudad. Pero aún sentía cólera.
«¿Por qué me trajo usted aquí?» —preguntó de nuevo.
«Porque me sentía solo —contestó el poeta—, mientras toda la ciudad se volvía loca.»
Luego fue señalando al elector algunos viejos espinos inclinados, y le mostró el paso que el viento había llegado a abrirse en un millón de años, soplando contra la loma desde el mar; le habló de las tormentas que sobrecogen a los barcos, le dijo sus nombres y procedencia y las corrientes que suscitan, y le explicó el camino que siguen las golondrinas. Y habló de la loma en que estaban sentados cuando llega el estío, y de las flores aún no nacidas en ella, y de las diversas mariposas, y de los murciélagos y vencejos, y de los pensamientos que guarda el hombre en su corazón. Habló del añoso molino de viento que se alzaba en la loma, y contó que a los niños les parecía un viejo raro, muerto sólo de día. Y conforme hablaba, y conforme el viento de mar alentaba en aquel elevado y solitario paraje, empezaron a desprenderse de la inteligencia del elector las frases sin sentido que la abarrotaban desde tanto tiempo atrás —mayoría aplastante, lucha victoriosa, inexactitudes de terminología—, y el vaho de las lámparas de parafina que se bamboleaban en las acaloradas escuelas, y las citas escogidas en discursos antiguos a causa de la longitud de los párrafos. Se despidieron, aunque poco a poco, y poco a poco el elector fue viendo un mundo más amplio y la maravilla del mar. Y la tarde se fue pasando, y vino el anochecer invernal, y cayó la noche, y el mar se puso todo negro, y al tiempo que las estrellas salen a relucir para contemplar nuestra pequeñez, el colegio electoral se cerró en el pueblo.
Cuando volvieron, ya desmayaba el torbellino en las calles, la noche escondía el brillo de los carteles, y la marca, encontrándose con que el ruido iba decayendo, y llegando a su plenitud, se puso a contar el antiguo cuento aprendido en su mocedad, en que habla del fondo de los mares; el mismo cuento que contó a los navíos costeros que llevaba a Babilonia por la vía del Éufrates, antes de la destrucción de Troya.
Repruebo a mi amigo el poeta, pese a su soledad, por haber impedido que aquel hombre votara (deber de todo ciudadano); mas acaso importara poco, decidida como estaba ya de antemano la contienda, pues el candidato derrotado, por su pobreza o por manifiesta locura, no había pensado en hacerse inscribir como socio en ningún club de fútbol.
Vi por primera vez la ciudad de Andelsprutz una tarde de primavera. El día estaba colmado de sol cuando me acercaba por el camino de los campos, y toda aquella mañana había estado pensando: «El sol dará en los muros cuando vea por primera vez la hermosa ciudad conquistada que me ha nutrido de amables sueños.» De pronto vi alzarse de los campos sus murallas y detrás los campanarios. Entré por una de las puertas y vi las casas y las calles, y me invadió una gran pesadumbre. Porque cada ciudad tiene su aire, sus maneras, por los que se distinguen como a un hombre de otro, con sólo verlos. Hay ciudades llenas de felicidad y ciudades llenas de placer, y también ciudades llenas de melancolía. Hay ciudades con sus caras al cielo y otras que humillan el rostro a tierra; unas hay que parecen contemplar el pasado y otras el futuro; algunas os observan fijamente cuando pasáis, otras os miran de pasada, otras os dejan pasar. Algunas aman a las ciudades que son sus vecinas, otras son amadas de las llanuras y de las umbrías. Algunas ciudades se ofrecen desnudas al viento, otras envuélvense en capas púrpura, otras en capas pardas, y otras se tocan de blanco. Algunas cuentan el viejo cuento de su infancia, que otras guardan secreto; algunas ciudades cantan, y algunas musitan, y algunas sienten ira, y algunas tienen sus corazones rotos, y cada ciudad sale a recibir al tiempo de muy distinta manera.
Me había yo dicho: «Veré a Andelsprutz arrogante en su hermosura»; y había dicho: «La veré llorar por su conquista».
Había dicho: «Me cantará canciones», y «será tácita», «estará ataviada» y «estará desnuda, pero espléndida».