Read Cuentos de un soñador Online
Authors: Lord Dunsany
El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.
Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.
«Sólo pecó contra el Hombre —dijeron—. No es cuestión nuestra.»
«Seamos buenas con él» —dijeron.
Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miríadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.
En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trínaban unos gorriones sobre un árbol ; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño.
Hay en la noche de Londres una tenue frescura, como si alguna brisa desmandada hubiérase apartado de sus camaradas en los altos de Kentish y penetrado a hurtadillas en la ciudad. El suelo está húmedo y luciente. En nuestros oídos, que han llegado a una singular acuidad a esta tardía hora, incide el golpeteo de remotas pisadas. El taconeo crece cada vez más y llena la noche entera. Y pasa una negra figura encapotada y se pierde de nuevo en la oscuridad. Uno que ha bailado se retira a su casa. En alguna parte, un baile ha terminado y cerrado sus puertas. Se han extinguido sus luces amarillas, callan sus músicos, los bailarines han salido al aire de la noche, y ha dicho el Tiempo: «Que acabe y vaya a colocarse entre las cosas que yo he apartado.»
Las sombras comienzan a destacarse de sus amplios lugares de recogimiento. No menos calladamente que las sombras, leves y muertas, caminan hacia sus casas los clandestinos gatos; de esta manera, aun en Londres tenemos remotos presentimientos de la llegada del alba, a la cual las aves y los animales y las estrellas cantan clamorosos en los despejados campos.
No puedo decir en qué momento percibo que la misma noche ha sido irremisiblemente abatida. Se me revela de súbito en la cansada palidez de los faroles que están aún silenciosas y nocturnas las calles, no porque haya fuerza alguna en la noche, sino porque los hombres no se han levantado todavía de su sueño para desafiarla. Así he visto exhaustos y desaliñados guardias aún armados de antiguos mosquetes a las puertas de los palacios, aunque los reinos del monarca que guardan se han encogido en una provincia única que ningún enemigo se ha inquietado en asolar.
Y ahora se manifiesta en el semblante de los faroles, estos humildes sirvientes de la noche, que ya las cimas de los montes ingleses han visto la aurora, que las crestas de Döver se ofrecen blancas a la mañana, que se ha levantado la niebla del mar y va a verterse tierra adentro.
Y ya unos hombres, con unas mangueras, han venido y están desbrozando las calles.
Ved ahora a la noche muerta.
¡Qué recuerdos, qué fantasías se atropellan en nuestra mente! Una noche acaba de ser arrebatada de Londres por la manos hostil del tiempo. Un millón de cosas vulgares, envueltas por unas horas en el misterio, como mendigos vestidos de púrpura y sentados en tronos imponentes. Cuatro millones de seres dormidos, soñando tal vez. ¿En qué mundos han entrado? ¿A quién han visto? Pero mis pensamientos están muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero nadie llega a suavizarlos. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de Bethmoora; ningún enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus calles; está muerta y sola más allá de los montes de Hap; y yo quisiera ver de nuevo a Bethmoora, pero no me atrevo.
Hace muchos años, según me han dicho, que Bethmoora está desolada.
De su desolación se habla en las tabernas donde se juntan los marineros, y ciertos viajeros me lo han contado.
Yo tenía la esperanza de haber visto otra vez Bethmoora. Muchos años han pasado, me dijeron, desde que se hizo la última vendimia de las viñas que yo conocí, donde ahora es todo desierto. Era un radiante día, y los moradores de la ciudad danzaban en las viñas, y en todas partes sonaba el
kalipak.
Los arbustos florecidos de púrpura cuajábanse de yemas, y la nieve refulgía en la montaña de Hap.
Fuera de las puertas prensaban las uvas en las tinas para hacer el
syrabub.
Había sido una gran vendimia.
En los breves jardines de junto la linde del desierto sonaba el
tambang
y el
tittibuck,
y el melodioso tañido del
zootívar.
Todo era regocijo y canto y danza porque se había recogido la vendimia y habría larga provisión de
syrabub
para la invernada, y aun sobraría para cambiar por turquesas y esmeraldas a los mercaderes que bajan de Oxuhahn. Así se regocijaban durante todo el día con su vendimia en la angosta franja de tierra cultivada que se alarga entre Bethmoora y el desierto tendido bajo el cielo del Sur. Y cuando empezaba a desfallecer el calor del día, y se acercaba el sol a las nieves de las montañas de Hap, las notas del
zootívar
todavía saltaban claras y alegres de los jardines, y los brillantes vestidos de los bailarines giraban entre las flores. Durante todo aquel día viose a tres hombres, jinetes en sendas mulas, que cruzaban la falda de las montañas de Hap. En uno y otro sentido, según las revueltas del camino, veíase mover los tres puntitos negros sobre la nieve. Primero fueron divisados muy de mañana en el collado de Peol Jagganot, y parecían venir de Utnar Véhi. Caminaron todo el día. Y al atardecer, poco antes que se encendieran las luces y palidecieran los colores, llegaron a las puertas de cobre de Bethmoora. Traían báculos, como los mensajeros de aquellas tierras, y sus trajes parecieron ensombrecerse cuando los rodearon los danzarines con sus ropajes color verde y lila. Los europeos que se hallaban presentes y oyeron el mensaje ignoraban la lengua, y sólo pudieron entender el nombre de Utnar Véhi. Pero era conciso y cundió rápidamente de boca en boca, y al punto la gente prendió fuego a las viñas y empezó a huir de Bethmoora, dirigiéndose los más al Norte y algunos hacia Oriente. Salieron precipitadamente de sus bellas casas blancas y cruzaron en tropel la puerta de cobre; cesaron de pronto los trémolos del
tambang
y del
tittibuck
y el tañido del
zootívar,
y el tintineo del
kalipak
extinguióse un momento después. Los tres extranos emisarios volvieron grupas al instante de dar su mensaje. Era la hora en que debía haber aparecido una luz en alguna alta torre, y una después de otra hubieran vertido las ventanas a la oscuridad la luz que espanta a los leones, y hubiéranse cerrado las puertas de cobre. Mas no se vieron aquella noche luces en las ventanas, ni volvieron a verse ninguna otra noche, y las puertas de cobre quedaron abiertas para no cerrarse más, y levantóse el rumor del rojo incendio que abrasaba los viñedos y las pisadas del tropel que huía en silencio. No se oía gritar, ni otro ruido que el de la huida resuelta y apresurada. Huían las gentes veloz y calladamente, como huye la manada de animales salvajes cuando surge a su lado de pronto el hombre. Era como si hubiese sobrevenido algo que se temiera desde muchas generaciones, algo de que sólo pudiera escaparse por la fuga instantánea, que no deja tiempo a la indecisión.
El miedo sobrecogió a los europeos, que huyeron también. Lo que el mensaje fuera, nunca lo he sabido.
Creen muchos que fue un mensaje de Thuba Mleen, el misterioso emperador de aquellas tierras, que nunca fue visto por nacido, avisando que Bethmoora tenía que ser abandonado. Otros dicen que el mensaje fue un aviso de los dioses, aunque se ignora si de dioses amigos o adversos.
Y otros sostienen que la plaga asolaba entonces una línea de ciudades en Urnar Véhi, siguiendo el viento Suroeste, que durante muchas semanas había soplado sobre ellas en dirección a Bethmoora.
Otros cuentan que los tres viajeros padecían el terrible
gnousar,
y que hasta las mulas lo iban destilando, y suponen que habían llegado a la ciudad empujados por el hambre; mas no dan razón para tan terrible crimen.
Pero creen los más que fue un mensaje del mismo desierto, que es dueño de toda la tierra por el Sur, comunicado con su grito peculiar a aquellos tres que conocían su voz; hombres que habían estado en la arena inhospitalaria sin tiendas por la noche, que habían carecido de agua por el día; hombres que habían estado allí donde gruñe el desierto, y habían llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.
Dicen que el desierto deseaba a Bethmoora, que ansiaba entrar por sus hermosas calles y enviar sobre sus templos y sus casas sus torbellinos envueltos en arena. Porque odia el ruido y la vista del hombre en su viejo corazón malvado, y quiere tener a Bethmoora silenciosa y quieta, y sólo atenta al fatal amor que él murmura a sus puertas.
Si yo hubiera sabido cuál fue el mensaje que trajeron los tres hombres en las mulas y dijeron al llegar a las puertas de cobre, creo que hubiera vuelto a ver Bethmoora. Porque me invade un gran anhelo aquí, en Londres, de ver una vez más la hermosa y blanca ciudad; y, sin embargo, temo, porque ignoro el peligro que habría de afrontar, si habría de caer bajo el furor de terribles dioses desconocidos, o padecer alguna enfermedad lenta e indescriptible, o la maldición del desierto, o el tormento en alguna pequeña cámara secreta del emperador Thuba Mleen, o algo que los mensajeros no habían dicho, tal vez más espantoso aún.
Cruzando el bosque, bajé a la orilla del Yann, y allí encontré, según se había profetizado, al barco
El Pájaro del Río,
presto a soltar amarras.
El capitán estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre la blanca cubierta, con su cimitarra al lado, enfundada en su vaina esmaltada de pedrería; y los marineros desplegaban las ágiles velas para guiar el navío al centro del Yann, y entre tanto cantaban viejas canciones de paz. Y el viento de la tarde, que descendía helado de los campos de nieve de alguna montaña, residencia de lejanos dioses, llegó de súbito como una alegre noticia a una ciudad impaciente, e hinchó las velas, que semejaban alas.
Y así alcanzamos el centro del río, y los marineros arriaron las grandes velas. Pero yo había ido a saludar al capitán, y a inquirir los milagros y las apariciones entre los hombres de los más santos dioses de cualquiera de las tierras en que él había estado. Y el capitán respondió que venía de la hermosa Belzoond, y que había adorado a los dioses menores y más humildes que rara vez enviaban el hambre o el trueno y que fácilmente se aplacaban con pequeñas batallas. Y le dije cómo llegaba de Irlanda, que está en Europa; y el capitán y todos los marineros se rieron, pues decían: «No hay tales lugares en todo el país de los sueños.» Cuando acabaron de burlarse, expliqué que mi fantasía moraba por lo común en el desierto de Cuppar-Nombo, en una ciudad azul llamada Golthoth la Condenada, que guardaban en todo su contorno los lobos y sus sombras, y que había estado desolada años y años por una maldición que fulminaron una vez los dioses airados y que no habían podido revocar. Y que a veces mis sueños me habían llevado hasta Pungar Vees, la roja ciudad murada donde están las fuentes, que comercia con Thul y las Islas. Cuando hablé así me dieron albricias por la elección de mi fantasía, diciendo que, aunque ellos nunca habían visto esas ciudades, bien podían imaginarse lugares tales. Durante el resto de la tarde contraté con el capitán la suma que había de pagarle por mi travesía, si Dios y la corriente del Yann nos llevaban con fortuna a los arrecifes del mar que llaman Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
Ya había declinado el sol, y todos los colores de la tierra y el cielo habían celebrado un festival con él, y huido uno a uno al inminente arribo de la noche. Los loros habían volado a sus viviendas de las umbrías de una y otra orilla; los monos, asidos en fila a las altas ramas de los árboles, estaban silenciosos y dormidos; las luciérnagas subían y bajaban en las espesuras del bosque, y las grandes estrellas asomábanse resplandecientes a mirarse en la cara del Yann. Entonces, los marineros encendieron las linternas, colgáronlas a la borda del navío y la luz relampagueó súbitamente y deslumbró al Yann; y los ánades que viven a lo largo de las riberas pantanosas levantaron de pronto el vuelo y dibujaron amplios círculos en el aire, y columbraron las lejanías del Yann, y la blanca niebla que blandamente encapotaba la fronda, antes de regresar a sus pantanos.
Entonces, los marineros se arrodillaron sobre cubierta y oraron, no a la vez, sino en turnos de cinco o seis. De uno y otro lado arrodillábanse cinco o seis, porque allí sólo rezaban a un tiempo hombres de credos diferentes, para que ningún dios pudiera oír la plegaria de dos hombres al mismo tiempo. Tan pronto como uno acababa de orar, otro de la misma fe venía a tomar su puesto. Así es como se arrodillaba la fila de cinco o seis, con sus cabezas dobladas bajo las velas que latían al viento, mientras que la vena central del río Yann encaminábalos hacia el mar; y sus plegarias ascendían por entre las linternas y subían a las estrellas. Y detrás de ellos, en la popa del barco, el timonel rezaba en voz alta la oración del timonel, que rezan todos los que comercian por el río Yann, cualquiera que sea su fe. Y el capitán impetró a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen a Belzoond.