—Aguantad —dijo—. Los mamíferos debemos mantenernos juntos.
Entonces puso en marcha el piloto automático y se retrepó en su asiento.
Y ahora Benj y Susan oyeron un ruido muy peculiar que subía y bajaba contra el zumbido de las turbinas. Se había filtrado débilmente a través de las paredes de Sub 5, y sólo los sensibles oídos de las marsopas podían haberlo detectado. Pero por muy inteligentes que fuesen, difícilmente se hubiese podido esperar que comprendiesen por qué Don Burley estaba anunciando, en voz estridente, que se estaba dirigiendo a la Última Ronda...
(
…If I forget Thee, Oh, Earth…
, 1953)
Este cuento, que ha sido publicado muchas veces, lo escribí en la Navidad de 1951.
En otra Navidad, diecisiete años más tarde, los tripulantes del Apolo 8 fueron los primeros hombres que vieron salir la Tierra desde la Luna.
Esperemos que nadie contemple jamás una salida de la Tierra como la que vio el niño de este cuento admonitorio.
C
uando Marvin tenía diez años, su padre le condujo por los largos y resonantes corredores que subían a través de Administración y Fuerza, hasta que al fin llegaron a los niveles superiores y se encontraron entre la vegetación de las Tierras de Labrantío, que crecía rápidamente. A Marvin le gustaba observar las grandes y esbeltas plantas que ascendían con impaciencia casi visible hacia la luz del sol que se filtraba a través de las cúpulas de plástico para salir a su encuentro. Flotaba en todas partes un olor a vida, despertando anhelos indecibles en su corazón; ya no respiraba el aire seco y fresco de los niveles residenciales, donde sólo se percibía un débil olor a ozono. Quiso quedarse un rato allí, pero su padre no se lo permitió. Siguieron adelante hasta llegar a la entrada del Observatorio, que Marvin nunca había visitado. Pero no se detuvieron, y el chico comprendió, con creciente excitación, que sólo quedaba un objetivo. Por primera vez en su vida, iba a salir al Exterior.
En la gran cámara de servicio había una docena de vehículos de superficie, con anchos neumáticos y cabinas presurizadas. Sin duda estaban esperando a su padre, pues los condujeron inmediatamente al pequeño coche todo terreno que esperaba junto a la gran puerta circular de la cámara estanca. Tenso de expectación, Marvin se acomodó en la pequeña cabina mientras su padre ponía el motor en marcha y comprobaba los controles. Se abrió la puerta interior de la cámara y luego se cerró tras ellos; el muchacho oyó desvanecerse lentamente el zumbido de las grandes bombas de aire al bajar a cero la presión. Entonces se encendió la señal de «Vacío», se abrió la puerta exterior y, delante de Marvin, se extendió un terreno en el que nunca había estado.
Lo había visto en fotografías, desde luego, y lo había observado cien veces en las pantallas de televisión. Pero ahora estaba a todo su alrededor, ardiente bajo los fuertes rayos del sol que se deslizaba despacio en un cielo negro como el azabache. Miró hacia el oeste, resguardándose de aquella luz cegadora, y allí estaban las estrellas, como le habían dicho y él no había creído del todo. Las contempló durante mucho rato, maravillándose de que algo pudiese ser tan brillante y al mismo tiempo tan pequeño. Eran unos puntos de luz intensa y fija, y de pronto recordó unos versos que había leído una vez en uno de los libros de su padre:
Centellea, centellea, estrellita.
Siempre me pregunto qué serás.
Bueno, él sabía lo que eran las estrellas. La persona que se había planteado aquella pregunta debía de ser muy tonta. ¿Y qué quería decir con «centellea»? Se podía ver inmediatamente que todas las estrellas brillaban con la misma luz fija, no centelleante. Entonces se desentendió del problema y dirigió su atención al paisaje que le rodeaba.
Estaban rodando en una llanura a casi ciento cincuenta kilómetros por hora; los gruesos neumáticos levantaban nubéculas de polvo detrás de ellos. No había señales de la Colonia: en los pocos minutos en que él había estado mirando las estrellas, las cúpulas y torres de radio se habían ocultado detrás del horizonte. Sin embargo, había otros indicios de la presencia del hombre, pues a eso de un kilómetro delante de ellos pudo ver unas estructuras de formas curiosas arracimadas alrededor de la boca de una mina. De vez en cuando salía una nube de vapor de una chimenea baja y se dispersaba al momento.
Dejaron la mina atrás en un instante: padre conducía con una habilidad desenfrenada, como si se tratase de escapar de algo (era extraño que la mente de un niño concibiese semejante idea). En pocos minutos llegaron al borde de la meseta en la que había sido construida la Colonia.
El suelo descendía bruscamente a sus pies, en una vertiente vertiginosa cuyos trechos más bajos se perdían en la sombra. Al frente, hasta donde podía alcanzar la vista, había un heterogéneo desierto de cráteres, cadenas montañosas y quebradas. Las crestas de las montañas, al recibir la luz del sol próximo al ocaso, ardían como islas de fuego en un mar de oscuridad; y sobre ellos, las estrellas seguían brillando como antes.
No podían seguir adelante... Pero sí que podían. Marvin cerró los puños al pasar el coche sobre el borde de la pendiente e iniciar el largo descenso. Entonces vio el rastro casi invisible en la falda de la montaña y se tranquilizó un poco. Por lo visto, otros hombres habían pasado antes por allí.
De pronto se hizo de noche cuando cruzaron la línea de sombra, y el sol se ocultó detrás de la meseta. Se encendieron los faros gemelos, proyectando franjas blancoazuladas en la piedra que tenían delante, de manera que apenas era necesario reducir la velocidad. Durante horas rodaron a través de valles y más allá de los pies de montañas cuyos picos parecían tocar las estrellas, y a veces salían momentáneamente a la luz del sol al subir a tierras más altas.
A la derecha, se extendía una llanura rugosa y polvorienta y, a la izquierda, con sus murallas y terrazas elevándose kilómetro tras kilómetro en el cielo, había una cadena de montañas que se desparramaba a lo lejos, hasta que sus picachos se perdían de vista detrás del borde del mundo. No había señales de que el hombre hubiese explorado este terreno, pero en una ocasión pasaron por delante del esqueleto de un cohete que se había estrellado, y a su lado había una lápida rematada por una cruz de metal.
A Marvin le pareció que las montañas se extendían hasta el infinito; pero al fin, muchas horas más tarde, la cordillera terminó en una imponente y escarpada punta de tierra que se elevaba en fuerte pendiente desde un racimo de pequeñas colinas. Cuando descendían a un valle profundo que describía un gran arco hacia el otro lado de las montañas, Marvin se dio cuenta poco a poco de que algo muy extraño sucedía en la tierra que tenían delante.
El sol estaba ahora detrás de los montes de la derecha: el valle que tenían delante hubiese debido estar envuelto en una oscuridad total. Sin embargo, estaba inundado por una irradiación blanca y fría que pasaba por encima de los riscos bajo los cuales circulaban. Entonces se encontraron de pronto en campo abierto, y la fuente de aquella luz apareció ante ellos en todo su esplendor.
Una vez parados los motores reinó un silencio total en la cabina. El único sonido era el débil susurro de la alimentación de oxígeno y alguna crepitación metálica ocasional, al irradiar calor las paredes exteriores del vehículo; no llegaba ningún calor desde la gran medialuna de plata que flotaba baja sobre el lejano horizonte e inundaba este terreno de una luz perlina. Brillaba tanto que pasaron varios minutos antes de que Marvin pudiese aceptar su desafío y mirarla fijamente; pero al fin pudo discernir siluetas de continentes, la brumosa frontera de la atmósfera y las blancas islas de nubes. E incluso a tanta distancia pudo percibir el resplandor del sol sobre el hielo polar.
Era un bello espectáculo que le conmovió a través del abismo del espacio. Allí, en aquella medialuna, estaban todas las maravillas que nunca había conocido: los matices de los cielos al ponerse el sol, el gemido del mar sobre las costas pedregosas, el repiqueteo de la lluvia, la pausada bendición de la nieve. Estas y otras mil cosas hubiesen debido ser su legítima herencia, pero sólo las conocía por los libros y los relatos antiguos, y esta idea le producía la angustia del exilio.
¿Por qué no podían volver allá? ¡Parecía todo tan tranquilo debajo de aquellas nubes en movimiento! Entonces, con los ojos ya no cegados por el resplandor, vio que la parte del disco que hubiese debido estar a oscuras brillaba débilmente con una fosforescencia maligna; y recordó. Estaba contemplando la pira funeraria de un mundo, la secuela radiactiva de Armagedón. A través de casi medio millón de kilómetros de espacio, todavía era visible el resplandor de los átomos moribundos, perenne recordatorio de un pasado ruinoso. Transcurrirían siglos antes de que aquel resplandor letal se extinguiese en las piedras y la vida pudiese volver a llenar aquel mundo vacío y silencioso.
Y ahora padre empezó a hablar, contando a Marvin la historia que hasta este momento no había significado para él más que los cuentos de hadas escuchados en su infancia. Había muchas cosas que no podía entender: le era imposible imaginarse el esplendoroso y multicolor estilo de vida en el planeta que nunca había visto. Tampoco podía comprender las fuerzas que lo habían destruido al fin, dejando a la Colonia como único superviviente, gracias a su aislamiento. Pero podía compartir la angustia de los días últimos, cuando la Colonia se había convencido al fin de que nunca volverían a llegar naves abastecedoras, entre las estrellas, trayendo regalos desde casa. Una a una, las emisoras de radio habían dejado de llamar; se habían ido extinguiendo en el globo en penumbra, y ellos habían quedado finalmente solos, más solos de lo que nunca había estado el hombre, con el futuro de la raza en sus manos.
Entonces habían seguido unos años de desesperación y la larga batalla por la supervivencia en este mundo terrible y hostil. Aquella batalla se había ganado, aunque a duras penas: este pequeño oasis de vida estaba a salvo de lo peor que podía hacer la Naturaleza. Pero a menos que hubiese una meta, un futuro para el que trabajar, la Colonia perdería la voluntad de vivir, y ni las máquinas, ni la habilidad, ni la ciencia, podrían salvarla.
Así comprendió Marvin, al fin, el objetivo de esta peregrinación. Nunca caminaría por la orilla de los ríos de aquel mundo perdido y legendario, ni oiría retumbar el trueno sobre sus montes suavemente redondeados. Sin embargo, un día, (¿cuándo?) los hijos de sus hijos volverían allí para reclamar su herencia. El viento y la lluvia limpiarían los venenos de las tierras quemadas y los llevarían al mar, en cuyas profundidades perderían su poder hasta que no pudiesen perjudicar a los seres vivientes. Las grandes naves que estaban todavía esperando aquí, en las silenciosas y polvorientas llanuras, se elevarían de nuevo en el espacio y pondrían rumbo a casa.
Este era el sueño, y Marvin, con un súbito destello de perspicacia, supo que un día lo transmitiría a su propio hijo aquí, en este mismo lugar, con las montañas a su espalda y recibiendo en su semblante aquella luz de plata de los cielos.
No miró atrás al empezar el viaje de regreso a casa. No podía soportar la angustia de ver el frío esplendor de la Tierra en medialuna extinguiéndose en las peñas que la rodeaban, mientras iba a reunirse con su pueblo en el largo exilio.
(
The Cruel Sky
, 1966)
No me importa que cruces los mares, que surques seguro el cielo cruel, o que construyas magníficos palacios de ladrillos o metal...
J
AMES
E
LROY
F
LECKER
,
A un poeta de dentro de mil años
Este cuento lo escribí en 1966, seguramente cuando estaba soñando en el año 2001, idea que en gran parte dominó mi vida desde 1964 hasta 1968. Acabo de releerlo con sentimientos bastante confusos, pues ahora resulta que me parezco bastante a mi «doctor Elwin».
Además, la frase «uno de los más famosos científicos del mundo, y sin duda el lisiado más famoso» puede aplicarse perfectamente al doctor Stephen Hawking, cuya obra se refiere también al campo de la gravitación. En julio de 1988 pasé tres horas en un estudio de televisión de Londres con el doctor Hawking (y vía satélite, con el doctor Sagan). Para mí, aquel encuentro fue una experiencia tanto emocional como intelectual, ya que me habían dicho recientemente que padecía la misma dolencia incurable que el doctor Hawking (ALS, más conocida en Estados Unidos como enfermedad de Lou Gehrig). Así que no podía tener demasiadas esperanzas de ver mucho de los años noventa. Por fortuna (véase el prólogo de En mares de oro) el diagnóstico es ahora menos amenazador; pero tengo un interés más que casual en las sillas de ruedas motorizadas. Y lo que aún sería mejor es que alguien quisiera inventar la «Lewie» descrita en este relato. Incluso antes de que encontrase molesta la locomoción, ya envidiaba el Big Bad Barón flotante de Dune.
No se tomen demasiado en serio mi ataque contra la teoría general de la relatividad; pero quisiera que los escritores que se burlan del principio de equivalencia dejasen bien claro que sólo es cierto para pequeñísimos volúmenes de espacio.
Ahora me siento un poco culpable de eliminar uno de los más raros y bellos animales del mundo. Tal vez habría sido un yeti, a fin de cuentas; éste también puede ser raro, pero, por consenso general, no es ciertamente bello.
A
medianoche, la cima del Everest estaba a menos de un kilómetro de distancia; una pirámide de nieve, pálida y espectral a la luz de la luna naciente. El cielo estaba despejado y el viento, que había estado soplando durante días, había bajado casi hasta cero. Desde luego, era raro que el punto más alto de la Tierra estuviese tan tranquilo y en paz: habían elegido bien el tiempo.
Tal vez demasiado bien, pensó George Harper; había sido casi desagradablemente fácil. Su único problema real había consistido en salir del hotel sin ser observados. La dirección no permitía excursiones de medianoche a la montaña no autorizadas; podían producirse accidentes, y esto era malo para el negocio.
Pero el doctor Elwin estaba resuelto a hacerlo de esta manera y tenía muy buenas razones para ello, aunque nunca las mencionaba. La presencia de uno de los más famosos científicos del mundo —y sin duda el lisiado más famoso—, en el hotel Everest en plena temporada turística, había despertado ya mucha expectación. Harper había mitigado la curiosidad insinuando que estaban realizando mediciones de la gravedad, lo cual en parte era cierto. Pero ahora esta parte era pequeñísima.