Cuentos del planeta tierra (23 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Mi compañero jugaba con el azucarero, mientras yo esperaba con silenciosa simpatía. En aquel momento sentí que había algún lazo entre nosotros, aunque no sabía exactamente lo que era.

—Nunca construí otro telescopio —dijo—. Algo más se rompió, aparte del espejo; algo en mi corazón. En todo caso, estaba demasiado ocupado. Habían ocurrido dos cosas que habían cambiado totalmente mi vida: papá nos abandonó, dejándome a mí como cabeza de familia, y derribaron el ferrocarril elevado de la Tercera Avenida.

Debió de ver mi expresión de perplejidad, porque me sonrió desde el otro lado de la mesa.

—Seguramente usted no lo sabe, pero cuando yo era muchacho había un ferrocarril elevado que pasaba por la Tercera Avenida. Esto hacía que toda aquella zona fuese ruidosa y sucia; la Avenida era un barrio de bares, casas de empeños y hoteles baratos, como el nuestro. Todo esto cambió cuando desapareció el ferrocarril elevado; el valor de los terrenos se puso por las nubes, y de pronto fuimos ricos. Papá volvió bastante pronto pero demasiado tarde; yo dirigía ya el negocio. En poco tiempo lo extendí por la ciudad, y después por el campo. Ya no era un despistado observador de las estrellas, y di a papá uno de mis hoteles más pequeños, donde no podía causar mucho daño.

»Han pasado cuarenta años desde que contemplé Saturno, pero nunca he olvidado aquella única visión, y sus fotografías de la otra noche me hicieron recordar todo aquello. Sólo quería decirle lo muy agradecido que le estoy.

Hurgó en su cartera y sacó una tarjeta.

—Espero que me llame cuando vuelva a la ciudad; puede estar seguro de que asistiré si da más conferencias. Que tenga suerte, y lamento haberle robado tanto tiempo.

Y se marchó sin que yo apenas pudiese pronunciar palabra. Miré la tarjeta, me la guardé en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.

Cuando aboné la cuenta al salir de la cafetería, pregunté:

—¿Quién era el caballero que se sentó a mi mesa? ¿El jefe?

El cajero me miró como si estuviese frente a un retrasado mental.

—Supongo que se le puede llamar así, señor —respondió—. Desde luego es el dueño de este hotel, pero hasta ahora nunca le habíamos visto por aquí. Cuando está en Chicago siempre reside en el Ambassador.

—¿También es dueño de aquel hotel? —pregunté sin demasiada ironía, pues ya había adivinado la respuesta.

—¡Oh, sí! Y también de... —y enumeró una serie de hoteles, incluidos los dos más grandes de Nueva York.

Yo estaba impresionado y también bastante divertido, pues era evidente que el señor Perlman había venido aquí con la deliberada intención de conocerme. Parecía una manera bastante indirecta de conseguirlo; pero yo ignoraba entonces la reserva y timidez que le caracterizaban. Desde el principio no se había mostrado tímido conmigo.

Después me olvidé de él durante cinco años. (Bueno, debo añadir que cuando pedí la cuenta en el hotel me dijeron que no debía nada.) A los cinco años, hice mi segundo viaje.

Esta vez sabíamos lo que nos esperaba y no íbamos a un lugar completamente desconocido. No teníamos que preocuparnos por el carburante, pues todo el que pudiésemos necesitar lo teníamos en Titán; sólo debíamos bombear la atmósfera de metano para llenar los depósitos, y habíamos hecho planes contando con ello. Visitamos las nueve lunas, una tras otra, y después pasamos a los anillos.

La cosa ofrecía poco peligro, aunque fue una experiencia muy emocionante. Ya saben que el sistema de anillos es muy delgado; sólo tiene unos treinta kilómetros de grosor. Descendimos a él muy despacio y con cautela, después de comprobar su giro para movernos exactamente a la misma velocidad. Era como subir a un tiovivo de doscientos setenta mil kilómetros de diámetro.

Pero en un tiovivo fantasmal, porque los anillos no son sólidos y se puede mirar a través de ellos. De cerca son casi invisibles; los miles de millones de partículas que los constituyen están tan espaciadas entre sí que lo único que se puede ver en el espacio inmediato son pequeños trozos ocasionales que pasan con mucha lentitud. Sólo cuando se mira hacia lo lejos se funden los innumerables fragmentos en una sábana continua, como una granizada que girase eternamente alrededor de Saturno.

Esta frase no es mía, pero es muy acertada. Cuando metimos la primera pieza de un auténtico anillo de Saturno en la cámara de aire, se fundió en pocos minutos dejando un charco de agua fangosa. Algunos piensan que el hecho de que los anillos, o el noventa por ciento de ellos, estén compuestos de hielo ordinario estropea su mágica imagen. Pero esto es absurdo; no serían más maravillosos si estuviesen hechos de diamantes.

Cuando volví a la Tierra, el primer año del nuevo siglo, inicié otra serie de conferencias, pero esta vez más corta porque ahora tenía una familia y quería estar lo más posible con ella. Esta vez tropecé con el señor Perlman en Nueva York; yo daba una conferencia en Columbia y presentaba nuestra película
Explorando Saturno
(un título engañoso ya que habíamos estado a unos treinta mil kilómetros del planeta. En aquellos días, nadie imaginaba que el hombre aterrizaría alguna vez en el turbulento fangal que es lo más parecido a la superficie de Saturno).

El señor Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No lo reconocí porque me había encontrado con un millón de personas desde nuestra primera entrevista. Pero cuando me dijo su nombre lo recordé todo con tanta claridad que me di cuenta de que había tenido que causarme una impresión muy profunda.

No sé cómo, pero me apartó de la multitud; aunque le disgustaba el gentío tenía una habilidad especial para dominar a cualquier grupo en caso necesario y para largarse antes de que sus víctimas se diesen cuenta de lo que había sucedido. Le vi hacerlo montones de veces, pero nunca supe exactamente cómo lo conseguía.

Lo cierto es que media hora más tarde estábamos compartiendo una soberbia cena en un restaurante distinguido (suyo, naturalmente). Fue una cena maravillosa, en especial después del pollo y helado que seguían a las conferencias, pero me lo hizo pagar; quiero decir, metafóricamente.

Todos los hechos y fotos reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban ahora al alcance de cualquiera, en cientos de folletos, libros y artículos de divulgación. El señor Perlman parecía haber leído todo el material no demasiado técnico; lo que quería de mí era algo diferente. Incluso entonces, pensé que su interés era el de un hombre solitario y de edad avanzada que trataba de revivir un sueño perdido en su juventud. Era verdad; pero esto no era más que una parte del asunto.

Buscaba algo que no se encontraba en las crónicas ni en los artículos. Quería saber qué se sentía cuando uno se despertaba por la mañana y veía aquel globo grande y dorado con sus cinturones móviles de nubes dominando el cielo, y el efecto que producían aquellos anillos en la mente cuando estaban tan cerca que llenaban el cielo de uno a otro confín.

—Lo que usted necesita —le dije— es un poeta, no un ingeniero. Pero le diré una cosa: por mucho que se contemple Saturno y se vuele entre sus lunas, uno no acaba nunca de creerlo. A menudo piensa: «Todo es un sueño, algo que no puede ser real.» Y va a la ventanilla más próxima... y allí está él, robándole el aliento.

»Debe usted pensar que, además de hallarnos tan cerca, podíamos mirar los anillos desde ángulos y puntos completamente imposibles de conseguir desde la Tierra, donde siempre se los ve vueltos en dirección al Sol. Podíamos adentrarnos en su sombra y entonces ya no brillaban como plata, sino que eran como una débil neblina, un puente de humo sobre las estrellas.

«La mayoría de las veces podíamos ver la sombra de Saturno proyectándose sobre toda la anchura de los anillos, eclipsándolos tan completamente que parecía como si les hubiesen arrancado un gran pedazo. También podía observarse el efecto contrario; en el lado del planeta iluminado por el Sol, había siempre la sombra de los anillos como una franja nubosa paralela al Ecuador y no lejos de él.

»Y sobre todo, aunque esto sólo lo hicimos unas pocas veces, podíamos elevarnos sobre los polos del planeta y divisar todo el maravilloso sistema de anillos, como si estuviesen extendidos en un plano debajo de nosotros. Entonces pudimos ver que en vez de los cuatro anillos visibles desde la Tierra había al menos una docena de ellos separados, pero que se confundían entre sí. Cuando los descubrimos nuestro capitán hizo una observación que nunca olvidaré: "Aquí es donde los ángeles aparcaron sus aureolas."

Todo esto y mucho más conté al señor Perlman en el pequeño pero carísimo restaurante al sur de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy satisfecho, aunque guardó silencio durante unos minutos. Después dijo, casi con la misma naturalidad con que uno pregunta la hora del próximo tren en una estación:

—¿Cuál sería el mejor satélite para un centro de turismo?

Cuando oí estas palabras, casi se me atragantó el coñac de cien años. Después dije, paciente y cortés (al fin y al cabo había disfrutado de una cena maravillosa):

—Escuche, señor Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno está a casi mil seiscientos millones de kilómetros de la Tierra, e incluso más cuando nos encontramos en lados opuestos del sol. Alguien calculó que nuestros billetes de ida y vuelta costaban siete millones y medio de dólares cada uno, y puede creerme si le digo que no había habitaciones de primera clase en el
Endeavour I
ni en el 77. De todos modos, por mucho dinero que alguien tuviese, no podría adquirir un pasaje para Saturno. Sólo científicos y tripulaciones espaciales van a ir allí, en un futuro previsible.

Pude ver que mis palabras no le producían la menor impresión: se limitó a sonreír, como si conociese algún secreto que me estuviese vedado.

—Lo que usted dice es cierto, ahora —respondió—; pero he estudiado Historia. Y comprendo a la gente, pues éste es mi negocio. Permítame que le recuerde unos cuantos hechos.

»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros turísticos y los sitios más pintorescos estaban tan alejados de la civilización como hoy está Saturno. ¿Qué sabía Napoleón, pongo por caso, del Gran Cañón, las cataratas Victoria, Hawai o el Everest? Y piense en el Polo Sur; se llegó a él por primera vez cuando mi padre era un muchacho, pero hace toda una generación que hay un hotel allí.

»Ahora el asunto empieza de nuevo. Usted sólo puede apreciar los problemas y las dificultades, porque está demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, el hombre los superará, como ha hecho siempre en el pasado.

»Dondequiera que haya algo extraño, algo bello, o nuevo, la gente querrá verlo. Los anillos de Saturno son el espectáculo más grande del universo que conocemos. Yo siempre lo había pensado, y usted acaba de confirmármelo. Hoy en día se necesita una fortuna para llegar a ellos y los hombres que van allí se juegan la vida. Lo mismo hicieron los primeros hombres que volaron, y ahora hay un millón de pasajeros en el aire en cada momento del día y de la noche.

»Lo mismo va a ocurrir en el espacio. No sucederá en diez años, ni en veinte tal vez. Pero recuerde que sólo se necesitaron veinticinco años para que comenzaran los vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde tanto en ir a Saturno... Yo no estaré para verlo; pero cuando suceda quiero que la gente se acuerde de mí... Entonces, ¿dónde podríamos construir?

Seguía pensando que estaba loco, pero al menos empezaba a comprender lo que tanto le entusiasmaba. No había por qué seguirle la corriente, así que pensé seriamente en la cuestión.

—Mimas está demasiado cerca —dije— y también Enceladus y Tetis. (No me importa reconocer que estos nombres eran difíciles de pronunciar después del coñac.) Saturno llena el cielo, y parece como si a uno se le fuera a caer encima. Además, no son lo bastante sólidos; parecen grandes bolas de nieve. Dione y Rea son mejores; hay una vista magnífica desde ellos. Pero todos estos satélites interiores son muy pequeños; Rea tiene sólo mil trescientos kilómetros de diámetro y los otros aún son mucho más pequeños.

»No creo que haya la menor duda; tendrá que ser en Titán. Es un satélite de buen tamaño, mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como Marte. También hay una gravedad razonable, aproximadamente la quinta parte de la de la Tierra, de manera que sus clientes no flotarán en él. Y podrán repostar allí gracias a la atmósfera de metano, que debería ser un factor importante en sus cálculos. Cualquier nave que vaya a Saturno deberá hacer escala en Titán. —¿Y los otros satélites?

—Bueno... Hiperión, Japeto y Febe están demasiado lejos. Hay que aguzar la mirada para ver los anillos desde Febe. Olvídese de ellos. Decídase por el viejo Titán, aunque la temperatura sea de cerca de ciento cincuenta grados bajo cero y la nieve de amoníaco no resulte muy buena para esquiar...

Me escuchó atentamente y no dio muestras de que pensara que me burlaba de sus ideas tan poco científicas como impracticables. Nos despedimos poco después (no recuerdo nada más de aquella cena) y debieron pasar quince años antes de que nos volviésemos a ver. No me había necesitado en todo aquel tiempo; pero cuando quiso hablar conmigo, me llamó.

Ahora comprendo lo que había estado esperando; su visión había sido más clara que la mía. Desde luego, no había podido imaginar que en menos de un siglo el cohete seguiría la suerte del motor de vapor; pero sabía que vendría algo mejor, y creo que financió los primeros trabajos de Saunderson sobre el impulso de paragravedad. Pero sólo volvió a ponerse en contacto conmigo cuando se empezaron a construir plantas de fusión que podían calentar doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como Plutón.

Era muy viejo y se estaba muriendo. Me dijo lo rico que era y a duras penas le creí hasta que me mostró los minuciosos planos y los bellos modelos que habían preparado sus expertos con una notable falta de publicidad.

Estaba sentado en una silla de ruedas como una momia arrugada, observando mi expresión mientras yo estudiaba sus modelos y gráficos.

—Capitán —me dijo entonces—, tengo un trabajo para usted...

Y aquí estoy. Desde luego es como pilotar una nave espacial; muchos problemas técnicos son idénticos. Y ahora sería demasiado viejo para pilotar una nave; estoy muy agradecido al señor Perlman.

Suena el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que bajemos a cenar pasando por el Salón de Observación.

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