El doctor Romano había estado comentando el aparato de una manera indirecta, como si se tratase de un proyecto futuro más que de un hecho actual. Se refirió a sus asombrosas posibilidades y afirmó que dejarían anticuadas todas las formas actuales de minería, además de eliminar para siempre el peligro de la escasez mundial de metales.
—Si el método es tan bueno —le espetó McKenzie—, ¿por qué no lo has puesto en práctica?
—¿Y qué crees que estoy haciendo aquí, en la corriente del Golfo —replicó el doctor—. Echa un vistazo a esto.
Abrió un armario de debajo del sonar y sacó una barrita de metal que arrojó a McKenzie. Parecía plomo, y evidentemente era muy pesada. El profesor la sopesó y dijo al instante:
—¡Uranio! ¿Quieres decir que...? —Sí, hasta el último gramo. Y hay mucho más en el lugar del que procede. —Se volvió al amigo de Harry y continuó—: George, ¿y si llevase al profesor en su submarino a echar un vistazo a la instalación? No verá gran cosa pero se convencerá de que estamos trabajando en el asunto.
McKenzie estaba aún tan pensativo que no puso reparos a dar un paseo en una cosa tan insignificante como aquel submarino particular. Volvió a la superficie quince minutos más tarde, después de haber visto lo suficiente para despertar su apetito.
—Lo primero que quiero saber —dijo a Romano— es por qué me has enseñado esto. Es uno de los inventos más grandes que se han hecho jamás; ¿por qué no lo explota tu empresa?
Romano lanzó un pequeño gruñido. —Ya sabes que tuve una pelea con la junta —explicó—. En todo caso, esa pandilla de viejos decrépitos no podría ocuparse de algo tan grande como esto. Lamento tener que reconocerlo, pero creo que los piratas de Texas sois los chicos adecuados para este trabajo. —¿Es un invento tuyo?
—Sí; la compañía no sabe nada de ello, y yo he invertido medio millón de dólares en la empresa. Ha sido una especie de hobby. Pensé que alguien tenía que reparar el mal que se estaba haciendo, el saqueo de los continentes por gente como...
—Está bien, ya hemos oído esto otras veces... ¿Has pensado en dárnoslo a nosotros?
—¿Quién ha hablado de dar?
Tras un silencio embarazoso, McKenzie dijo cauteloso:
—Me parece que no es necesario que te comunique que nos interesaría mucho. Si nos das cifras sobre rentabilidad, porcentajes de extracción y demás datos importantes (no hará falta que nos suministres detalles técnicos si no quieres), podríamos hablar de negocios. Desde luego no puedo responder de mis socios, pero estoy seguro que pueden aportar lo suficiente para hacer un trato...
—Scott —dijo Romano, y su voz tenía ahora una nota de cansancio que por primera vez reflejaba su edad—, no me interesa hacer un trato con tus socios, no tengo tiempo para regatear con los muchachos en la sala de juntas y con sus abogados y los abogados de sus abogados. He estado haciendo esto durante cincuenta años y te aseguro que estoy cansado. Éste es mi invento. Lo he hecho con mi dinero y todo el equipo está en mi barco. Quiero hacer un trato personal contigo, directamente. Después, podrás encargarte de todo.
McKenzie pestañeó.
—No podría cargar con algo tan grande como esto —protestó—. Aprecio tu oferta, desde luego, pero si es lo que tú afirmas, vale miles de millones. Y yo no soy más que un pobre pero honrado millonario.
—El dinero ya no me interesa. ¿Qué haría con él a mis años? No, Scott, ahora sólo quiero una cosa, y la quiero inmediatamente, en este momento. Cámbiame el
Sea Spray
por mi invento.
—¡Estás loco! Incluso teniendo en cuenta la inflación, podrías construir el
Spray
por menos de un millón. Y tu invento debe valer...
—No quiero discutir, Scott. Lo que dices es verdad, pero soy viejo y tengo prisa, y por lo menos tardarían un año en construirme una embarcación como la tuya. La he estado deseando desde que me la enseñaste aquella vez en Miami. Mi proposición es que tú te quedes con el
Valency
, con todo su equipo de laboratorio y toda su documentación. Nosotros sólo tardaremos una hora en recoger nuestros efectos personales, y aquí tenemos un abogado que dará forma legal a la transacción. Después me dirigiré al Caribe, pasaré entre las islas y cruzaré el Pacífico.
—Lo tienes todo muy pensado, ¿verdad? —observó McKenzie, que no salía de su asombro. —Sí. ¿Lo tomas o lo dejas? —Es la primera vez en mi vida que hago un trato tan loco como éste —confesó McKenzie con cierto mal humor. Claro que lo tomo; sé lo que es una mula terca.
La hora siguiente fue de frenética actividad. Tripulantes sudorosos corrían arriba y abajo cargados con fardos y maletas mientras el doctor Romano permanecía sentado tranquilamente en medio del torbellino que había creado, con una sonrisa feliz en su viejo y arrugado semblante. George y el profesor McKenzie se pusieron a hablar de cuestiones legales y redactaron un documento que el doctor Romano firmó sin apenas echarle una mirada.
Empezaron a salir cosas inesperadas del
Sea Spray
, como un hermoso visón mutante y una bella rubia no mutante.
—Hola, Sylvia —saludó cortésmente el doctor Romano—. Lamento que va a encontrar las habitaciones un poco más exiguas. El profesor no me dijo que estuviese a bordo. No se preocupe, no figurará en el contrato; será un acuerdo entre caballeros. No quisiéramos inquietar a la señora McKenzie.
—¡No sé qué quiere usted decir! —dijo Sylvia, poniendo mala cara—. Alguien tiene que escribir a máquina para el profesor.
—Y tú lo haces terriblemente mal, querida —señaló McKenzie, ayudándola a pasar de una a otra embarcación con auténtica galantería del Sur.
Harry no pudo dejar de admirar su aplomo en una situación tan embarazosa como aquélla. Dudaba de que él lo hubiese hecho tan bien en su lugar, aunque lamentó no haber tenido oportunidad de comprobarlo.
Por fin cesó aquel caos; el torrente de cajas y bultos se convirtió en un goteo. El doctor Romano estrechó la mano a todos, dio las gracias a George y a Harry por su ayuda, subió al puente del
Sea Spray
, y diez minutos más tarde estaba a medio camino del horizonte.
Harry se estaba preguntando si era ya el momento de despedirse también (no habían explicado al profesor McKenzie lo que estaban haciendo en aquel lugar), cuando de pronto empezó a sonar el radioteléfono. Era el doctor Romano.
—Supongo que se habrá olvidado el cepillo de dientes... —dijo George.
La cosa no era tan trivial. Fue una suerte que estuviera conectado el altavoz. La escucha casi les era impuesta y no requería ninguno de los esfuerzos que la hacen tan incómoda para un caballero.
—Escucha, Scott —dijo el doctor Romano—, creo que te debo una explicación.
—Si me has timado, me pagarás hasta el último centavo...
—Nada de eso. Pero te presionaré bastante, aunque todo lo que dije era la pura verdad. No te enfades conmigo, porque has hecho un buen negocio. Ahora bien, tardarás mucho tiempo en ganar dinero con él y tendrás que invertir unos cuantos millones de dólares. Mira, habrá que elevar al cubo la eficacia para que la cosa resulte comercial: aquella barrita de uranio me costó dos mil dólares. Pero no te saltes la tapa de los sesos, porque puede hacerse, estoy seguro. Tienes que recurrir al doctor Kendall, uno de mis hombres, que es quien hizo el trabajo básico; contrátalo te cueste lo que te cueste. Sé que eres obstinado y terminarás la obra que ahora tienes entre manos. Por eso quise que fueses tú. Y también por un poético sentimiento de justicia: así podrás pagar algunos de los daños que has causado a la Tierra. Lástima que te harás multimillonario; pero esto no puede evitarse.
»Espera un momento... no cuelgues. Yo habría terminado el trabajo si hubiese tenido tiempo, pero se necesitarán por lo menos otros tres años. Y los médicos dicen que sólo me quedan seis meses de vida: no bromeaba cuando te expliqué que tenía prisa. Me alegro de haber cerrado al trato sin tener que decirte eso, pero puedes estar seguro de que lo habría utilizado como arma en caso necesario. Sólo una cosa más: cuando la operación funcione, ¿querrás ponerle mí nombre? Esto es todo; no hace falta que me llames. No te contestaría... y sé que no puedes alcanzarme.
El profesor McKenzie no se tiró de los pelos.
—Me imaginaba que sería algo así —comentó, a nadie en particular.
Entonces
se
sentó tranquilamente, sacó una complicada regla de cálculo de bolsillo y se olvidó del mundo. Apenas levantó la cabeza cuando George y Harry, rebasados por los acontecimientos, se despidieron cortésmente y se alejaron en silencio.
—Como muchas cosas que ocurren estos días —concluyó Harry Purvis—, todavía no sé en qué acabó todo aquello. Me imagino que el profesor McKenzie habrá tropezado con algunos obstáculos, porque de lo contrario habríamos oído hablar de la operación. Pero no me cabe duda de que, más pronto o más tarde, se llevará adelante; así pues, dispóngase a vender sus acciones de compañías mineras...
»En cuanto al doctor Romano, no hablaba en broma, aunque sus médicos se equivocaron un poco en sus cálculos. Duró todo un año, y creo que el
Sea Spray
contribuyó mucho a ello. Lo sepultaron en medio del Pacífico y estoy seguro de que el viejo lo habría agradecido. Ya les he dicho que era un conservador fanático, y resulta curioso pensar que tal vez ahora esté pasando algunos de sus átomos por su criba molecular...
»Observo algunas miradas incrédulas, pero eso no tiene vuelta de hoja. Si cogen ustedes un vaso de agua, lo vierten en el océano, lo mezclan bien y llenan después el vaso con agua del mar, aún habrá en ella algunas moléculas de agua original del vaso. Por consiguiente —añadió, lanzando una extraña risita—, sólo es cuestión de tiempo que no sólo el doctor Romano sino todos nosotros hagamos alguna contribución a la criba. Y con esta reflexión caballeros, les deseo a todos muy buenas noches.
(
The Wall of Darkness
, 1949)
La primera frase de El Muro de Oscuridad ha sido citada recientemente en documentos de Cosmología, porque algunos físicos teóricos creen ahora que es literalmente cierto. El cuento (reimpreso ahora en mi colección The Other Side of the Sky) refleja mi antigua curiosidad sobre dimensiones más altas y la naturaleza del espacio y del tiempo, aunque hace mucho que perdí la esperanza de seguir las teorías modernas en este campo.
El Muro de Oscuridad se funda realmente en dos ideas. Primera: la cinta de Moebius, por simple que parezca, contiene más de lo que se ve a simple vista. Segunda: el Universo es todavía más extraño de lo que podemos imaginar (hipótesis de Haldane).
Pocas horas después de escribir esto, tropecé con este pasaje en Sky & Telescope: «Las leyes de la física de baja energía e incluso la dimensionalidad de espacio-tiempo, pueden ser diferentes en cada uno de estos miniuniversos el campo quantum que da origen al Universo no es uniforme a escala microscópica, sino que se parece a una espuma no homogénea y "caótica" de espacio-tiempo.» (The Self Reproducing Universe, por Eugene F. Mallove, septiembre 1988, págs. 253-56.)
¿Comprenden lo que quiero decir?
M
uchos y extraños son los universos arrastrados como burbujas en la espuma del Río del Tiempo. Algunos, muy pocos, se mueven contra o a través de su corriente, y menos aún son los que se mantienen eternamente fuera de su alcance, sin saber nada del futuro ni del pasado. El cosmos diminuto de Shervane no era de ninguna de estas clases: su rareza era de un orden diferente. Contenía sólo un mundo, el planeta de la raza de Shervane, y una sola estrella, el gran sol Trilorne, que le daba vida y luz.
Shervane no conocía la noche porque Trilorne se hallaba siempre alto sobre el horizonte, acercándose sólo a él en los largos meses de invierno. Cierto que, más allá de las fronteras de la Tierra de la Sombra, había una estación en que Trilorne desaparecía debajo del borde del mundo y se hacía una oscuridad en la que nada podía vivir. Pero ni siquiera entonces la oscuridad era absoluta, aunque no había estrellas para mitigarla.
Solo en un pequeño cosmos, presentando siempre la misma cara hacia su sol solitario, el mundo de Shervane era la última y más extraña broma del Hacedor de las Estrellas.
Sin embargo, mientras contemplaba las tierras de su padre, las ideas que llenaban la mente de Shervane eran las mismas que habría podido concebir cualquier criatura humana. Sentía respeto, curiosidad y un poco de miedo, y por encima de todo, un gran deseo de salir al gran mundo que se extendía ante él. Todavía era demasiado joven para esto, pero la antigua casa se hallaba en el terreno más elevado en muchos kilómetros a la redonda, por lo que podía mirar hasta muy lejos la tierra que un día sería suya. Cuando se volvió hacia el norte, con Trilorne brillando sobre su cara, pudo ver a muchos kilómetros de distancia la larga cadena de montañas que torcía hacia la derecha, elevándose cada vez más hasta desaparecer detrás de él en dirección a la Tierra de la Sombra. Un día, cuando fuese mayor, cruzaría aquellas montañas por el puerto que conducía a las grandes tierras del este.
A su izquierda estaba el océano, a sólo unos pocos kilómetros, y a veces Shervane podía oír el estampido de las olas al romper sobre las playas suavemente inclinadas. Nadie sabía hasta dónde llegaba el océano. Algunos barcos habían intentado cruzarlo, navegando hacia el norte mientras Trilorne se elevaba cada vez más en el cielo y el calor de sus rayos se hacía más intenso. Mucho antes de que el gran sol alcanzase el cénit, se habían visto obligados a regresar. En el caso de que existieran las míticas Tierras del Fuego, no había esperanza de llegar a sus ardientes costas, a menos que las leyendas fueran realmente ciertas. Se decía que hubo un tiempo en que rápidas embarcaciones metálicas podían cruzar el océano, a pesar del calor de Trilorne, para llegar a las tierras del otro lado del mundo. Aquellos países ahora sólo podían alcanzarse con un tedioso viaje por tierra y mar, que únicamente podía acortarse un poco yendo lo más posible hacia el norte.
Todos los países habitados del mundo de Shervane se hallaban en un estrecho cinturón entre el calor ardiente y el frío insoportable. En cada uno de ellos, el lejano norte era una región inaccesible, azotada por la furia de Trilorne. Y al sur de todos los países se extendía la vasta y tenebrosa Tierra de la Sombra, donde Trilorne no era más que un pálido disco en el horizonte, a menudo completamente invisible.