Sólo podía realizar el trabajo intelectual de niveles inferiores y carecía de las características propiamente humanas, como la iniciativa, la intuición y las distintas emociones. Pero en circunstancias que apenas variaban y cuando sus limitaciones no eran graves, podía hacer lo mismo que el hombre.
La aparición de los cerebros de metal había provocado una de las grandes crisis de la civilización humana. Aunque los hombres aún tenían que desempeñar las más altas funciones de gobierno y de control de la sociedad, toda la enorme rutina de la administración había sido asumida por los robots. El hombre había conseguido al fin la libertad. Ya no tenía que estrujarse el cerebro proyectando complicados planes de transporte, decidiendo programas de producción y equilibrando presupuestos. Las máquinas, que habían asumido todo el trabajo manual hacía siglos, habían prestado su segunda gran contribución a la sociedad.
El efecto sobre los asuntos humanos fue inmenso, y los hombres reaccionaron de dos maneras ante la nueva situación. Unos empleaban su recién conquistada libertad, persiguiendo noblemente lo que siempre había atraído a las mentes más elevadas: la búsqueda de la belleza y de la verdad, aún tan esquivas como cuando se construyó la Acrópolis.
Pero había otros que pensaban de modo diferente. «Por fin se ha levantado para siempre la maldición de Adán —decían—. Ahora podemos construir ciudades donde las máquinas cubrirán todas nuestras necesidades en cuanto pensemos en ellas... o antes, porque los analizadores pueden leer incluso los deseos ocultos en el subconsciente. El objetivo de cualquier ser humano es el placer y la búsqueda de la felicidad. El hombre tiene derecho a ello, porque se lo ha ganado. Estamos hartos de esta lucha interminable por el conocimiento y el ciego deseo de cruzar el espacio hasta las estrellas.»
Era el antiguo sueño de los Comedores de Lotos, un sueño tan antiguo como el hombre. Ahora, por primera vez, podía realizarse. Durante un tiempo, no fueron muchos los que lo compartieron. El fuego del Segundo Renacimiento no había empezado todavía a extinguirse. Pero con el paso de los años, los Decadentes fueron consiguiendo cada vez más para su modo de pensar. En lugares escondidos de los planetas interiores construyeron las ciudades de sus sueños.
Durante un siglo florecieron como flores exóticas, hasta que se extinguió el fervor casi religioso que había inspirado sus construcciones. Después se desvanecieron, uno a uno, del conocimiento humano. Al morir, habían dejado gran cantidad de fábulas y leyendas que se habían exagerado con el paso de los siglos.
Sólo una de aquellas ciudades había sido construida en la Tierra, y estaba envuelta en un misterio que el mundo exterior nunca había resuelto. Por motivos que sólo él sabía, el Consejo Mundial había destruido todo el conocimiento que se tenía del lugar. Su situación era un misterio. Algunos decían que estaba en las zonas inhóspitas del Ártico. Nada se sabía de cierto, salvo su nombre: Comarre.
Henson hizo una pausa en su relato.
—Hasta ahora no te he explicado nada nuevo, nada que no sea de conocimiento común. El resto de la historia es un secreto del Consejo Mundial y tal vez de un centenar de hombres de Scientia.
»Como ya sabes, Rolf Thordarsen fue el genio mecánico más grande que el mundo ha conocido. Ni siquiera Edison puede compararse con él. Sentó los conocimientos de la ingeniería del robot y construyó la primera máquina de pensar.
»Sus laboratorios produjeron una serie continua de brillantes inventos durante veinte años. Y entonces, de pronto desapareció. Se dijo que había tratado de llegar a las estrellas. Pero lo que en realidad ocurrió fue lo siguiente:
»Thordarsen creía que sus robots, las máquinas que aún gobiernan nuestra civilización, eran sólo el principio. Acudió al Consejo Mundial con ciertos proyectos que habrían cambiado la faz de la sociedad humana. No sabemos cuáles hubieran sido estos cambios, pero Thordarsen creía que, a menos que se adoptasen, la raza llegaría a un callejón sin salida como muchos de nosotros creemos que ha llegado.
»El Consejo rechazó violentamente sus proyectos. En aquella época, el robot sólo había empezado a integrarse en la civilización, y la estabilidad se restablecía lentamente, una estabilidad que se ha mantenido durante quinientos años.
»Thordarsen quedó amargamente decepcionado. Con el olfato que tenían para atraer a los genios decadentes se pusieron en contacto con él y lo disuadieron de que renunciase al mundo. Era el único hombre que podía convertir sus sueños en realidad.
—¿Y lo hizo?
—Nadie lo sabe. Pero Comarre fue construida esto es seguro. Nosotros sabemos dónde está, y bien que lo sabe el Consejo Mundial. Hay cosas que deben mantenerse en secreto.
Desde luego, pensó Peyton. Incluso en esta era desaparecía gente y se rumoreaba que había ido en busca de la ciudad de sus sueños. La frase «ha ido a Comarre» se había integrado hasta tal punto e lenguaje corriente que casi se había olvidado su significado.
Henson se inclinó hacia delante y habló con tono cada vez más serio.
—Esta es la parte más extraña. El Consejo Mundial podía destruir Comarre, pero no quiso hacerlo. La creencia de que Comarre existe tiene sin duda influencia estabilizadora en la sociedad. A pesar de todos nuestros esfuerzos, todavía tenemos psicópatas.
No es difícil hacerles insinuaciones, bajo hipnosis, sobre Comarre. Puede que nunca la encuentren, pero la búsqueda los hará inofensivos.
»Al principio, poco después de la fundación de la ciudad, el Consejo envió agentes a Comarre. Ninguno de ellos regresó jamás. Y no hubo juego sucio; simplemente, prefirieron quedarse allí. Esto se sabe con seguridad porque enviaron mensajes. Supongo que los Decadentes se dieron cuenta de que el Consejo destruiría la ciudad si se retenía a sus agentes.
»He visto algunos de estos mensajes. Son extraordinarios. Sólo hay un calificativo para ellos: exaltados. Sí, Dick, había algo en Comarre que podía hacer que un hombre olvidase el mundo exterior, sus amigos, su familia, ¡todo! Imagínate lo que esto significa.
»Más tarde, el Consejo hizo otro intento, cuando estuvo seguro de que ninguno de los Decadentes podía estar vivo todavía. Y volvió a intentarlo hace cincuenta años. Pero, hasta hoy, nadie ha vuelto nunca de Comarre.
Mientras Richard Peyton hablaba, el robot analizaba sus palabras en grupos fonéticos, insertaba la puntuación y enviaba automáticamente el texto a los archivos electrónicos.
»Copia para el Presidente y mi archivo personal.
»Su nota del 22 y nuestra conversación de esta mañana.
»He visto a mi hijo, pero R. P. III me ha esquivado. Está completamente decidido y sería perjudicial que tratásemos de coaccionarlo. Mientras no descubra que R. T. fue antepasado suyo, no habrá peligro. A pesar de la similitud de caracteres, no es probable que trate de repetir la obra de R. T.
»Debemos asegurarnos ante todo de que nunca localice ni visite Comarre. Si esto ocurriese, nadie podría prever las consecuencias.»
Henson hizo una pausa en su narración, pero su amigo siguió en silencio. Estaba demasiado asombrado para interrumpirlo.
—Esto nos trae al presente y a ti —prosiguió Henson—. Dick, el Consejo Mundial descubrió tu linaje hace un mes. Lamentamos habérselo dicho; pero ahora es demasiado tarde. Genéticamente, eres una reencarnación de Thordarsen, sólo en el sentido científico de la palabra. Se ha dado ahora una de las más remotas probabilidades de la Naturaleza, como se da a intervalos de varios siglos en una u otra familia.
»Dick, tú podrás continuar el trabajo que Thordarsen se vio obligado a abandonar, cualquiera que fuese. Tal vez se ha perdido para siempre, pero si existe algún rastro está en Comarre. El Consejo Mundial lo sabe. Por eso trata de apartarte de tu destino.
»No te amargues por eso. En el Conejo hay algunas de las mentes más nobles que ha producido hasta ahora la raza humana. No te quieren mal ni nunca te harán ningún daño, pero están ansiosos por preservar la estructura actual de la sociedad, que consideran la mejor.
Peyton se puso lentamente en pie. Por un instante parece como si fuese un observador neutral que estudiase desde fuera a un personaje llamado Richard Peyton III, que ya no era un hombre sino un símbolo, una de las claves del futuro del mundo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo mental para reidentificarse.
Su amigo lo estaba observando en silencio.
Hay algo más, que no me has dicho, Alan: ¿Cómo sabes todo esto?
—Estaba esperando que me lo preguntases —dijo Henson con una sonrisa—. Yo no soy más que un portavoz. Me han elegido a mí porque te conozco. No puedo indicarte quiénes son los demás. Pero entre ellos se encuentran varios científicos a los que sé que admiras.
»Siempre ha existido una rivalidad amistosa entre el Consejo y los científicos que le sirven; pero en los últimos años, nuestros puntos de vista se han separado más. Muchos de nosotros creemos que nuestra era, que el Consejo piensa que durará eternamente, es sólo un interregno. Consideramos que un período demasiado largo de estabilidad podría conducir a la decadencia. Los psicólogos del Consejo confían en poderlo evitar.
A Peyton le brillaron los ojos.
—¡Esto es lo que yo estaba diciendo! ¿Puedo unirme a vosotros?
—Más adelante. Primero hay que hacer algún trabajo. Mira, nosotros somos una especie de revolucionarios. Vamos a provocar un par de reacciones sociales. Cuando hayamos terminado, el peligro de decadencia social se habrá aplazado miles de años. Tú, Dick, eres uno de nuestros catalizadores, aunque no el único, desde luego. —Hizo una breve pausa—. Aunque no salga nada de Comarre, tenemos otra carta en la manga. Confiamos en haber perfeccionado el vuelo interestelar dentro de cincuenta años.
—¡Por fin! —exclamó Peyton—. ¿Y qué haré entonces?
—Lo presentaremos al Consejo y diremos: «Mirad, ahora podéis ir a las estrellas. ¿Verdad que si somos unos buenos chicos?» Y el Consejo no tendrá más remedio que sonreír y empezar a desarraigar civilización. Una vez logrado el viaje interestelar, tendremos de nuevo una sociedad en expansión, y el estancamiento será aplazado indefinidamente.
—Espero vivir para verlo —dijo Peyton—. Y ahora, ¿qué queréis que yo haga?
—Queremos que vayas a Comarre para descubrir lo que hay allí. Aunque otros fracasaron, creemos que tú puedes triunfar. Lo tenemos todo planeado.
—¿Y dónde está Comarre?
—En realidad, es muy sencillo —dijo Henson con una sonrisa—. Sólo puede estar en un lugar, el único lugar al que no pueden volar las aeronaves, donde no vive nadie, donde todos los viajes se hacen a pie. En la Gran Reserva.
El viejo desconectó la máquina de escribir. Arriba (o abajo, lo mismo daba), la gran medialuna de Tierra eclipsaba las estrellas. En su eterna circunvalación, la pequeña luna había alcanzado la línea divisoria entre la luz y la sombra y se estaba sumiendo la noche. La tierra centelleante, allá abajo, estaba salpicada de luces de las ciudades.
Esta visión llenó de tristeza al viejo. Le recordó que su propia vida estaba tocando a su fin, y parecía predecir el final de una cultura que él había tratado de proteger. A fin de cuentas, tal vez tenían razón los jóvenes científicos. El largo descanso estaba terminando y el mundo se movía hacia nuevos objetivos que él nunca vería.
Era de noche cuando la nave de Peyton, que volaba hacia el oeste, llegó sobre el océano Indico. Sólo se podía ver la línea blanca de las olas que rompían contra la costa africana, pero la pantalla de navegación mostraba todos los detalles de la tierra que había abajo. La noche no ofrecía ahora protección ni salvaguardia, desde luego, pero significaba que ningún ojo humano podía verlo. En cuanto a las máquinas que hubiesen debido estar observando, bueno, otros se habían encargado de ellas. Al parecer eran muchos los que pensaban como Henson.
El plan había sido hábilmente concebido. Los detalles habían sido elaborados cuidadosamente por personas que sin duda habían gozado con ello. Peyton tenía que aterrizar en la linde del bosque, lo más cerca posible de la barrera de energía.
Ni siquiera sus desconocidos amigos podían desconectar la barrera sin provocar sospechas. Afortunadamente sólo había unos treinta kilómetros de terreno bastante despejado hasta Comarre. Tendría que terminar el viaje a pie.
Se produjo un fuerte crujido de ramas al aterrizar la pequeña nave en el bosque invisible. Descansó sobre la quilla plana, y Peyton apagó las débiles luces la cabina y miró por la ventanilla. No vio nada. Recordó lo que le habían dicho, y no abrió la puerta. Se puso lo más cómodo posible para esperar la aurora.
Se despertó cuando la brillante luz del sol le dió de lleno en los ojos. Se puso rápidamente el equipo que le habían proporcionado sus amigos, abrió la puerta de la cabina y entró en el bosque.
El lugar de aterrizaje había sido cuidadosamente elegido y no era difícil llegar al campo abierto, a pocos metros de allí. Delante de él había pequeñas cuñas cubiertas de hierba y salpicadas de arboledas, la temperatura era suave, aunque era verano y el ecuador no estaba lejos. Ello se debía a ochocientos años de control del clima y a los grandes lagos artificiales que habían inundado los desiertos.
Casi por primera vez en su vida, Peyton experimentaba la Naturaleza como había sido antes de existiese el hombre.
Pero lo que le parecía más extraño no era el panorama silvestre. Peyton nunca había conocido el silencio. Siempre había estado oyendo los rumores de las máquinas o el lejano silbido de las rápidas aeronaves de pasajeros desde las imponentes alturas de la estratósfera.
Aquí no había ninguno de estos ruidos porque las máquinas no podían cruzar la barrera de energía que rodeaba la Reserva. Sólo había el susurro del viento en la hierba y las voces casi inaudibles de los insectos. Peyton encontró enervante aquel silencio e hizo lo que habría hecho la inmensa mayoría de los hombres de su época. Pulsó el botón de su radio personal que elegía la música del fondo.
Así fue caminando, kilómetro tras kilómetro, por las onduladas tierras de la Gran Reserva, la zona más extensa de territorio natural que se conservaba en la superficie del globo. Era fácil caminar porque los neutralizadores incorporados a su equipo casi anulaban el peso de éste. Llevaba consigo el discreto ambiente musical que había acompañado las vidas de los hombres casi desde el descubrimiento de la radio. Aunque sólo tenía que hacer girar un disco para ponerse al habla con cualquier habitante del planeta, prefería imaginarse que estaba solo en el corazón de la Naturaleza, y por un instante sintió todas las emociones que debieron experimentar Stanley o Livingstone cuando entraron los primeros en esta misma tierra, hacía más de mil años.