Cuentos esenciales (42 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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Por primera vez en su vida no se aburrió en el teatro, y pasó la noche con algunas chicas de vida alegre.

Seis meses más tarde se volvía a casar. Su segunda mujer era la honestidad personificada, pero tenía un carácter difícil. Le hizo sufrir mucho.

SAN ANTONIO
*

A X. Charmes

Era conocido como San Antonio porque se llamaba Antonio, y quizá también porque era un vividor, jovial, bromista, buen tragaldabas y buen bebedor, y vigoroso castigador de sirvientas, por más que tuviera más de sesenta años pasados.

Era un gran terrateniente de la comarca de Caux, coloradote, ancho de pecho y panzudo, y plantado sobre unas largas piernas que parecían demasiado delgadas para su corpachón.

Viudo, vivía solo con su criada y sus dos mozos en su hacienda que dirigía como un lagartón, velando por sus intereses, entendido como era en los negocios, en la cría de ganado y en el cultivo de sus tierras. Sus dos hijos y sus tres hijas, bien casados, vivían en los alrededores e iban a comer con su padre una vez al mes. Su vigor era famoso en los contornos; circulaba el dicho: «Es fuerte como San Antonio».

Al producirse la invasión prusiana, San Antonio prometía en la taberna comerse vivo a todo un ejército, porque era jactancioso como buen normando, algo cobarde y fanfarrón. Descargaba puñetazos sobre la mesa de madera, que se estremecía haciendo bailar tazas y vasos y, con el rostro rojo y mirada maliciosa, gritaba con fingida ira de vividor: «¡Me los tendré que comer, rediós!». Estaba convencido de que los prusianos no llegarían nunca a Tanneville; pero, cuando supo que se encontraban en Rautôt, no salió ya de su casa, y por la ventana de la cocina no perdía de vista el camino, esperando de un momento a otro ver pasar las bayonetas.

Una mañana, mientras se tomaba las sopas con sus servidores, abrió la puerta y apareció el alcalde del municipio, el señor Chicot, seguido de un soldado que llevaba un casco negro con la punta de cobre. San Antonio se puso en pie de un salto; y toda su gente le miraba, esperando verle hacer pedazos al prusiano. En cambio, se limitó a dar la mano al alcalde, que le dijo:

—Hay uno para ti, San Antonio. Han venido esta noche. Te ruego que no hagas tonterías, pues hablan de fusilar y prender fuego a todo a la más mínima. Estás avisado. Dale de comer, parece un buen chico. Me despido, pues he de ir a casa de otros. Hay para todos.

Y salió.

San Antonio había palidecido, y miró a su prusiano. Era un mocetón metido en carnes y blanco, de ojos azules, rubio, barbudo hasta los pómulos, con aspecto de idiota, tímido y bonachón. El malicioso normando comprendió enseguida con quién se las tenía que ver y, tranquilizado, le hizo seña de que se sentara. Luego le preguntó:

—¿Quieres un poco de sopa?

El extranjero no comprendió. Entonces Antonio, en un impulso de audacia, le empujó bajo la nariz un plato lleno:

—Toma y come, cerdo.

El soldado respondió:
Ya
y se puso a comer con gula mientras el hacendado triunfante, sintiendo que había reconquistado su reputación, guiñaba el ojo a sus servidores que hacían extrañas muecas, sintiendo a la vez un gran miedo y ganas de reír.

Cuando el prusiano se hubo zampado su plato, San Antonio le sirvió otro que él hizo desaparecer igualmente, pero se echó atrás ante el tercero, que el hacendado quería hacerle comer a la fuerza, repitiendo:

—Vamos, para dentro. ¡Lo que no mata engorda, cerdo!

Y el soldado, creyendo que no querían hacerle sino comer hasta saciarle, reía con expresión de contento, haciendo señas para indicar que estaba lleno.

Entonces San Antonio, con gran familiaridad, le dio una palmadita en la tripa exclamando:

—¡Está llena, ¿eh?, la panza de mi cerdo!

Pero de repente se retorció, rojo como si fuera a darle un ataque, sin poder ya hablar. Se le había ocurrido una idea que le hacía ahogarse de la risa:

—Eso, eso, san Antonio y su cerdo. ¡Aquí tenéis a mi cerdo!

Y los tres sirvientes estallaron a reír a su vez.

El viejo estaba tan contento que hizo traer aguardiente, del bueno, del de primera calidad y muy fuerte, y puso para todos. Brindaron con el prusiano, quien hizo chasquear la lengua a modo de cumplido, para indicar que le parecía exquisito. Y San Antonio le gritaba en las mismas barbas:

—¡Éste sí que es bueno! En tu país, cerdo mío, no tomas cosas como ésta.

A partir de aquel día San Antonio no salió ya sin su prusiano. Había encontrado lo que le convenía, era su venganza, su venganza de lagartón. Y todo el pueblo, que estaba muerto de miedo, se reía como loco a espaldas de los vencedores con la burla de San Antonio. La verdad es que, en cuestión de bromas, era único. ¡Sólo él era capaz de inventarse una así, el muy tunante!

Iba a casa de los vecinos, todos los días después de comer, del brazo con su alemán, al que presentaba alegremente, dándole una palmadita en el hombro:

—¡Aquí tenéis a mi cerdo! ¡Ved lo gordo que está, el muy bestia!

Y los campesinos se lo pasaban en grande.

—¡Qué divertido es, este demonio de San Antonio!

—Césaire, te lo vendo por tres pistolas.

—Me lo quedo, Antonio, y te invito a comer morcillas.

—Yo, en cambio, quiero los pies.

—Tócale la panza, y verás lo grasito que está.

Y todos guiñaban el ojo sin reírse demasiado fuerte, por temor a que el prusiano acabara comprendiendo que se burlaban de él. Sólo San Antonio, que se volvía cada día más osado, le daba unos pellizcos en los muslos al tiempo que exclamaba: «Grasa nada más»; le daba una palmada en el trasero gritando: «Es pura corteza»; lo levantaba entre sus brazos de viejo coloso capaz de cargar con un yunque, diciendo: «Pesa seiscientos, y sin desperdicio».

Y había adquirido la costumbre de hacer que invitaran a comer a su cerdo por todas partes adonde iba con él. Era el gran placer, la gran diversión de todos los días: «Denle lo que quieran, que se lo traga todo». Y le daban al hombre aquel pan y mantequilla, patatas, guisos fríos y embutido con el comentario: «Casero y de primera calidad».

El soldado, estúpido y bonachón, comía por cortesía, encantado de tales atenciones, se ponía enfermo por no rehusar; y la verdad era que iba engordando, el uniforme le apretaba ya, lo que encantaba a San Antonio y le hacía repetir: «¿Sabes?, cerdo mío, habrá que mandar hacerte otro chiquero».

Se habían vuelto, por otra parte, los mejores amigos del mundo; y cuando el viejo se iba a sus asuntos por los alrededores, el prusiano le acompañaba por propia iniciativa por el simple gusto de estar con él.

Hacía un tiempo riguroso; todo estaba helado; el terrible invierno de 1870 parecía hacer caer a la vez todo tipo de flagelos sobre Francia.

El viejo San Antonio, que preparaba las cosas con tiempo y aprovechaba las ocasiones, previendo que le iba a faltar el estiércol para las labores del campo de primavera, compró el de un vecino que pasaba penurias; y convinieron en que cada noche iría con su carreta a buscar una carga de estiércol.

Así todos los días, al caer la noche, se ponía en camino para ir a la alquería de los Haules, que estaba a una media legua de distancia, acompañado siempre de su cerdo. Y cada día era una fiesta alimentar al muy bestia. Todo el pueblo acudía allí como se va, los domingos, a misa mayor.

Sin embargo, el soldado empezaba a tener la mosca tras la oreja; y cuando se reían demasiado fuerte revolvía sus ojos inquietos, que, a veces, se encendían de una llama de ira.

Ahora bien, una noche, una vez que hubo comido hasta quedar satisfecho, se negó a tragarse un bocado más; y trató de levantarse para irse. Pero San Antonio le detuvo retorciéndole una muñeca y, poniéndole sus dos poderosas manos sobre los hombros, le hizo sentarse de nuevo tan enérgicamente que la silla se rompió bajo el hombre.

Estalló un huracán de alegría; y Antonio, radiante, levantando a su cerdo fingió ponerle un vendaje para las heridas; luego dijo:

—¡Puesto que no quieres comer, entonces beberás, rediós!

Y mandaron a buscar aguardiente a la taberna.

El soldado miraba a su alrededor con ojos de mirada malvada; pero bebió, no obstante, bebió tanto como quisieron; y San Antonio, en medio del júbilo de los presentes, le sostenía la cabeza.

El normando, rojo como un tomate, la mirada de fuego, llenaba las copas y trincaba voceando: «¡A tu salud!». Y el prusiano, sin abrir la boca, se echaba al coleto tragos de aguardiente uno tras otro.

¡Fue una lucha, una batalla, una revancha! ¡A ver quién conseguía beber más, maldita sea! Cuando se acabó la botella, ninguno de los dos podía con su alma. Pero ninguno había salido perdedor. Estaban empatados. ¡Iban a tener que volver a empezar al día siguiente!

Salieron tambaleándose y echaron a andar junto a la carreta de estiércol de la que tiraban lentamente los dos caballos.

Empezaba a caer la nieve, y la noche sin luna se iluminaba tristemente con esa claridad mortecina propia de las llanuras. Cogieron frío los dos, lo cual aumentó su ebriedad, y San Antonio, descontento por no haber ganado, se divertía dándole empellones en el hombro a su cerdo para hacerle caer en la cuneta. El otro evitaba los ataques mediante retiradas; y pronunciaba cada vez unas palabras en alemán en un tono de irritación que hacía reír a carcajadas al campesino. Hasta que, finalmente, el prusiano se molestó; y, justo en el momento en que Antonio le daba otro empellón, respondió con un terrible puñetazo que hizo tambalearse al coloso.

Entonces, encendido por el aguardiente, el viejo cogió al hombre por la cintura, le sacudió unos segundos como si fuera un niño pequeño y lo lanzó de un impulso al otro lado del camino. Luego, satisfecho del resultado, se cruzó de brazos para seguir riéndose.

Pero el soldado se puso rápidamente en pie, con la cabeza descubierta, pues se le había caído el casco, desenvainó el sable y se abalanzó sobre el compadre Antonio.

Al ver esto, el campesino cogió su fusta por el medio, su gran fusta de acebo, recta, fuerte y elástica como un vergajo.

El prusiano se lanzó hacia delante, con la cabeza gacha y acometiendo con su arma, seguro de matar. Pero el viejo atrapó con la mano la hoja que estaba a punto de reventarle el vientre, la desvió, y propinó con el mango de su fusta un golpe seco en la sien de su enemigo, que cayó a sus pies.

Luego miró, espantado, anonadado de asombro, el cuerpo primero sacudido por los espasmos, luego inmóvil sobre el vientre. Se inclinó, le dio la vuelta, lo examinó un rato. El hombre tenía los ojos cerrados; y un hilillo de sangre brotaba de una brecha de un lado de su frente. A pesar de la oscuridad, el compadre Antonio distinguía la mancha oscura de aquella sangre en la nieve.

Permanecía allí, trastornada la cabeza, mientras su carreta seguía adelante al paso tranquilo de los caballos.

¿Qué hacer? ¡Le fusilarían! ¡Prenderían fuego a su alquería, destruirían el pueblo! ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Cómo esconder el cuerpo, ocultar el fallecimiento, engañar a los prusianos? Oyó voces a lo lejos, en el gran silencio de las nieves. Se espantó y, tras recoger el casco, se lo puso en la cabeza a su víctima, y luego, cogiéndole por los costados, lo levantó, echó a correr, alcanzó el carro y arrojó el cuerpo sobre el estiércol. En casa, ya se le ocurriría algo.

Iba a paso corto, devanándose los sesos, sin que se le ocurriera nada. Se veía y se sentía perdido. Entró en el patio de su casa. Se veía luz en un ventanillo de la buhardilla, su sirvienta no dormía aún; entonces hizo recular rápidamente el carro hasta el borde de la entrada del estercolero. Pensaba que, volcando la carga, el cuerpo depositado encima acabaría debajo, en la fosa; e hizo bascular la carretada.

Como había previsto, el hombre quedó enterrado bajo el estiércol. San Antonio igualó el montón con la horquilla y la hincó en el suelo, al lado. Llamó a su mozo, ordenó que metiera los caballos en las caballerizas; y entró en su habitación.

Se acostó, sin dejar de cavilar ni un momento en lo que iba a hacer, pero, como no se le ocurría ninguna idea, su espanto iba en aumento en la inmovilidad del lecho. ¡Le fusilarían! Sudaba del miedo; le castañeteaban los dientes; se levantó temblando, incapaz como se sentía de seguir estando entre las sábanas.

Entonces bajó a la cocina, cogió la botella del buen aguardiente del aparador y volvió a subir. Se bebió dos grandes copas seguidas, añadiendo una nueva borrachera a la anterior, pero sin calmar la angustia de su alma. ¡Buena la había hecho, imbécil de él!

Ahora iba de un lado para otro, tratando de dar con alguna estratagema, explicación o astucia; y, de tanto en tanto, se echaba un trago al gaznate, para cobrar ánimos.

Y no se le ocurría nada. Nada de nada.

Hacia medianoche, su perro guardián, una especie de medio lobo llamado Devorador, se puso a ladrar a la luna. El compadre Antonio se estremeció hasta los tuétanos; y, cada vez que el animal reanudaba su gañido lúgubre y prolongado, un escalofrío de miedo recorría el espinazo del viejo.

Se había derrumbado sobre una silla, con las piernas molidas, atontado, sin poder más, esperando con ansiedad que Devorador comenzara de nuevo su quejido, y sacudido por todos los sobresaltos del terror que crispan nuestros nervios.

El reloj de abajo dio las cinco. El perro no callaba. El campesino se estaba volviendo loco. Se levantó para soltar al animal, y dejar así de oírlo. Bajó, abrió la puerta, avanzó en medio de la noche.

Seguía nevando. Todo estaba blanco. Los edificios de la alquería formaban grandes manchas oscuras. El hombre se acercó a la perrera. El perro tiraba de su cadena. Lo soltó. Entonces Devorador dio un salto, se detuvo a continuación en seco, con el pelaje erizado, las patas tensas, enseñando los dientes, el hocico vuelto hacia el estiércol.

Temblando de pies a cabeza, San Antonio balbució: «¿Qué te pasa, chucho?» y avanzó algunos pasos, escrutando con la mirada la imprecisa sombra, la sombra borrosa del patio.

¡Entonces vio una forma, una forma de hombre sentado sobre su estiércol!

Lo miró jadeando, paralizado por el terror. Pero, de improviso, vio junto a sí el mango de su horquilla hincada en tierra; la arrancó y, en uno de esos impulsos de miedo que tornan temerarias a las personas más cobardes, se lanzó hacia delante, para ver.

Era su prusiano, salido enfangado de su yacija de inmundicias que le había recalentado y hecho volver en sí. Se había sentado maquinalmente, y permanecía allí, bajo la nieve que le blanqueaba, empapado de suciedad y de sangre, atontado aún por la borrachera, aturdido por el golpe, debilitado por la herida.

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