I
Era conocido en diez leguas a la redonda como el compadre Toine, el gordinflón Toine, Toine Aguardiente, Antoine Mâcheblé, llamado el Copichuela, el tabernero de Tournevent.
Había hecho famosa a aquella aldea hundida en un repliegue del valle que descendía hacia el mar, mísera aldea campesina compuesta de diez casas normandas rodeadas de regueras y de árboles.
Aquellas casas estaban como acurrucadas en el fondo de esa barranca cubierta de hierba y de juncos, pasada la curva que había dado al pueblo el nombre de Tournevent. Parecía que hubieran buscado guarecerse en ese agujero como los pájaros se esconden en los surcos los días de ventolera, un abrigo contra el gran viento marino, el viento de alta mar, fuerte y salino, que ruge y abrasa como el fuego, deseca y destruye como las heladas invernales.
Pero la aldea entera parecía ser propiedad de Antoine Mâcheblé, llamado el Copichuela, conocido también en otras partes frecuentemente como Toine y Toine Aguardiente, por una frase que empleaba sin cesar:
—Mi aguardiente es el primero de Francia.
Su aguardiente no era otro que su coñac, claro está.
Desde hacía veinte años regaba la región con su coñac y sus aguardientes, pues cada vez que le preguntaban: «¿Qué vamos a tomar, compadre Toine?», él respondía invariablemente: «Un aguardiente, yerno mío, calienta el estómago y despeja la mente; no hay cosa mejor para el cuerpo».
Asimismo tenía la costumbre de llamar a todo el mundo «yerno mío», por más que nunca hubiera tenido una hija casada o casadera.
Ah, sí, bien que le conocían a ese Toine el Copichuela, el mayor gordinflón del cantón e incluso del distrito. Su casita parecía ridículamente estrecha y baja para contenerle y cuando se le veía erguido delante de la puerta, donde pasaba días enteros, uno se preguntaba cómo se las arreglaba para entrar en su casa. Pero volvía a entrar en ella cada vez que llegaba un cliente, porque Toine el Copichuela era invitado por derecho propio a descontar su copita de todo lo que se bebía en su local.
Su café tenía por enseña: «Lugar de Encuentro de los Amigos», y era cierto que el compadre Toine era el amigo de toda la comarca. Venían de Fécamp y de Montivilliers para verle y para pasárselo en grande escuchándole, pues aquel gordinflón habría hecho partirse de risa hasta a una lápida sepulcral. Tenía una manera de bromear con la gente sin ofenderla, de guiñar el ojo para expresar lo que no decía, de darse palmadas en el muslo en sus ataques de alegría que hacía que uno, aun sin ganas, siempre se desternillara de risa. Y era ya todo un espectáculo, además, el simple hecho de verle beber. Bebía tanto como le invitaban, y de todo, con una chispa de alegría en su mirada maliciosa, una alegría que nacía de su doble placer, el placer primero de regalarse y luego el placer de amasar sus buenos dineros por su francachela.
Los bromistas del lugar le preguntaban:
—¿Por qué no te bebes también el mar, compadre Toine?
Él respondía:
—¡Hay dos impedimentos: en primer lugar, que es salado y, en segundo lugar, que tendría que embotellarlo porque mi tripa no se puede doblar para beber de ese recipiente!
¡Y había también que oírle discutir con su mujer! Era tal la comedia que de buena gana habría pagado uno una localidad. Llevaban treinta años casados, a bronca diaria. Pero mientras que Toine se guaseaba, su mujer se enojaba. Era ésta una campesina alta que caminaba con grandes pasos de zancuda, y con el cuerpo flaco y plano rematado de una cabeza de autillo enfurruñado. Pasaba su tiempo criando pollos en un corralito, detrás del café, y se había ganado fama de saber engordar sus aves.
Para que una comida fuera celebrada, cuando se organizaba una cena en casa de la gente de respeto de Fécamp, había que servir en la mesa un ave de corral de la señora Toine.
Pero ella había nacido con cara de viernes y había continuado descontenta de todo. Enojada con el mundo, la tenía tomada especialmente con su marido. Le fastidiaban su alegría, su fama, su salud y su gordura. Le trataba de zángano, porque se ganaba el dinero sin hacer nada, de gordo asqueroso porque comía y bebía como diez personas normales juntas, y no pasaba día sin que le dijera, exasperada:
—Más le valdría a un tocino como éste estar en una pocilga. Toda esa grasa da ganas de vomitar.
Y le gritaba a la cara:
—¡Espera, tú espera un poco, veremos qué pasa, ya veremos! ¡Este barrigón reventará como una vejiga!
Toine se reía con ganas y golpeándose la barriga respondía:
—Eh, comadre Gallina, prueba, plana como tú estás, de engordar tus pollos como yo… Prueba para que veas…
Y, arremangándose la manga sobre su enorme brazo, añadía:
—Esto sí que es un ala, vaya que si lo es, un ala de verdad.
Los parroquianos descargaban puñetazos sobre la mesa retorciéndose de risa, pateaban en el suelo y escupían en pleno delirio de alegría.
La vieja, furibunda, continuaba:
—Espera, tú espera un poco…, veremos qué pasa…, reventarás como una vejiga…
Y se iba, furiosa, entre las carcajadas de los clientes.
Era, en efecto, sorprendente de ver cómo se había puesto Toine, tan grueso y gordo, colorado y jadeante. Era uno de esos seres enormes con los que la muerte parece divertirse, con astucias, alegrías y perfidias de bufón, volviendo irresistiblemente cómico su lento trabajo de destrucción. Pero la Parca, en vez de mostrarse como hacía con los demás, mediante cabellos blancos, flacura, arrugas y ese decaimiento creciente que hace decir con un estremecimiento: «¡Caramba, qué cambiado está!», disfrutaba en cambio engordándole, haciéndole cada vez más monstruoso y ridículo, sonrosándole la tez, hinchándole, dándole un aire de salud sobrehumana; y las deformaciones que inflige a los demás seres eran en él risibles, chuscas, divertidas, en vez de ser siniestras y lamentables.
—Espera, tú espera un poco —repetía la mujer—, veremos qué pasa.
II
Pasó que Toine tuvo un ataque y quedó paralítico. Acostaron a aquel coloso en el cuartito trasero al tabique del café, a fin de que pudiera oír cuanto se decía allí al lado, y charlar con los amigos, pues su cabeza había salido indemne, mientras que su cuerpo, un cuerpo enorme, imposible de mover, de levantar, había quedado inmovilizado. Esperaban, en los primeros tiempos, que sus gruesas piernas recuperaran cierta energía, pero muy pronto se esfumó dicha esperanza, y Toine el Copichuela pasó sus días y sus noches en su cama que no se hacía más que una vez por semana, con la ayuda de cuatro vecinos que levantaban al tabernero cogiéndole de sus cuatro miembros mientras se daba la vuelta al colchón.
Seguía estando, sin embargo, alegre, aunque de una alegría distinta, más tímida, más modesta, con temores de niño pequeño delante de su mujer que gritaba todo el santo día:
—¡Pero mira al asqueroso gordinflón, mira al zángano, al gordo borrachín! ¡Buena la he hecho! ¡Estoy apañada!
Él ya no contestaba. Se limitaba a guiñar el ojo a espaldas de la vieja y se daba la vuelta en la cama, único movimiento que le era aún posible. Llamaba a este ejercicio hacer un «frente al norte» o un «frente al sur».
Su gran distracción consistía ahora en escuchar las conversaciones del café y dialogar a través de la pared cuando reconocía la voz de los amigos. Gritaba:
—Eh, yerno mío, ¿eres Célestin?
Y Célestin Maloisel respondía:
—Sí, soy yo, compadre Toine. ¿Has vuelto a correr, gordo conejo?
Toine el Copichuela decía:
—Correr, lo que se dice correr, aún no. Pues no he adelgazado nada, pero el chasis es bueno.
No tardó en hacer venir a los más íntimos a su habitación y le hacían compañía, aunque él se entristecía de ver que mojaban el gañote sin él. Repetía:
—Es lo que más siento, yerno mío, no poder probar mi aguardiente, ¡demonios! Todo lo demás me importa un pimiento, pero no pimplar me entristece.
Y la cabeza de autillo de la comadre Toine asomaba en la ventana. Gritaba:
—¡Miradle, miradle al muy zángano, al que hay que alimentar, lavar y limpiar como a un cerdo!
Y cuando la vieja se iba, saltaba a veces sobre la ventana un gallo de rojo plumaje, echaba en redondo una mirada de curiosidad y dejaba oír su canto sonoro; y a veces volaban también un par de gallinas hasta los pies de la cama, buscando migas por el suelo.
Los amigos de Toine el Copichuela no tardaron en desertar de la sala del café, para ir, cada tarde, a echar un rato de palique en torno a la cama del gordinflón. Aun acostado como estaba, el muy bromista de Toine todavía les divertía. Habría hecho reír al mismísimo diablo, el muy bribón. Eran tres los que aparecían por allí todos los días: Célestin Maloisel, un desgalichado algo torcido como un tronco de manzano; Prosper Horslaville, un pequeñajo enjuto con una nariz de hurón, malicioso, astuto como un zorro, y Césaire Paumelle, que no abría nunca el pico, pero que se divertía igual.
Traían una tabla del patio, la colocaban sobre el borde de la cama y jugaban al dominó, naturalmente, haciendo grandes partidas, desde las dos hasta las seis.
Pero la mujer de Toine no tardó en ponerse insoportable. No podía tolerar que el gordo zángano de su marido siguiera distrayéndose, jugando al dominó, en su cama; y cada vez que veía empezada una partida, se presentaba corriendo hecha una furia, echaba patas arriba la tabla, se quedaba con las fichas de juego y, tras devolverlas al café, declaraba que era ya bastante con alimentar a ese gordinflón que no hacía nada, para verle encima divertirse como si quisiera mofarse de la pobre gente que trabaja todo el santo día.
Célestin Maloisel y Césaire Paumelle agachaban la cabeza, pero Prosper Horslaville excitaba a la vieja, divirtiéndose con sus ataques de cólera.
Al verla un día más irritada que de costumbre, le dijo:
—Ah, comadre, ¿sabe qué haría yo que usted?
Ella esperó a que se explicase, mirándole con sus ojos de lechuza.
Le dijo:
—Su marido, de tanto estar en la cama, está caliente como un horno. Por lo que yo le haría incubar los huevos.
Ella se quedó mirándole estupefacta, pensando que se burlaba de ella, mientras examinaba su rostro cenceño y astuto de campesino, quien continuó:
—Le pondría cinco debajo de un brazo y cinco debajo del otro el mismo día que la clueca comienza a incubar, y así nacerían al mismo tiempo. Y, una vez abiertos, le llevaría a la clueca los pollitos de su marido para que los críe. ¡Y vería usted, comadre, la de pollos que tendría!
La vieja, sorprendida, preguntó:
—¿Se puede hacer?
—¿Que si se puede? —prosiguió el hombre—. ¿Y por qué no se iba a poder? Si se pueden poner los huevos dentro de una caja caliente, bien pueden ponerse a incubar en una cama.
Ella se quedó impresionada por aquel argumento y se fue, pensativa y calmada.
Ocho días después, volvió a la habitación de Toine con su delantal lleno de huevos. Y dijo:
—Acabo de poner la clueca en el nido con diez huevos. Y traigo diez para ti. Trata de no romperlos.
Toine, desconcertado, preguntó:
—Pero ¿qué quieres?
Ella respondió:
—Quiero que los incubes, so zángano.
De entrada él se lo tomó a risa; pero luego, como ella insistía, se molestó, se resistió, se negó resueltamente a dejar que metiera debajo de sus gruesos brazos aquel montón de huevos que su calor haría eclosionar.
Pero la vieja, furiosa, declaró:
—Como no los cojas, olvídate de las sopas. Ya veremos qué será de ti.
Toine, inquieto, no respondió nada.
Cuando oyó sonar las doce, llamó:
—Eh, mujer, ¿están listas las sopas?
La vieja vociferó desde la cocina:
—No hay sopas para ti, so zángano.
Él creyó que bromeaba y esperó, luego rogó, suplicó, juró, hizo «frentes al norte y frentes al sur» desesperados, aporreó en la pared con los puños, pero tuvo que resignarse a dejar introducir en su cama cinco huevos pegados a su costado izquierdo. Tras lo cual recibió sus sopas.
Cuando llegaron sus amigos, creyeron que se encontraba muy mal, tan extraño e incómodo parecía.
A continuación empezaron a jugar la partida de todos los días. Pero Toine no parecía sentir ningún gusto en hacerlo y no avanzaba la mano si no era con una lentitud y una precaución infinitas.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes atado el brazo? —preguntaba Horslaville.
Toine respondió:
—Siento como un peso en el hombro.
De repente, se oyó entrar a alguien en el café. Los jugadores guardaron silencio. Era el alcalde con su vicealcalde. Pidieron dos aguardientes y se pusieron a charlar de los asuntos del lugar. Como hablaban en voz baja, Toine el Copichuela quiso pegar el oído a la pared, y, olvidando los huevos, realizó un brusco «frente al norte» que hizo que se acostara sobre una tortilla.
Al juramento que lanzó, acudió la comadre Toine, quien intuyó el desastre, el cual descubrió dando un tirón a las mantas. Primero se quedó inmóvil, indignada, demasiado sofocada para hablar delante del cataplasma amarillo pegado al costado de su marido.
Luego, estremeciéndose de furor, se abalanzó sobre el paralítico y se puso a propinarle grandes golpes en la panza, como cuando hacía su colada en la orilla de la charca. Sus manos caían una tras otra con un ruido sordo, rápidas como las patas de un conejo batiendo un tambor.
Los tres amigos de Toine se partían de risa, carraspeaban, estornudaban, lanzaban gritos, y el asustado gordinflón paraba los ataques de su mujer con prudencia, para no romper los otros cinco huevos que tenía en el otro costado.
III
Toine fue vencido. Tuvo que incubar, tuvo que renunciar a las partidas de dominó, renunciar a todo movimiento, pues la vieja, feroz, le privaba de comida cada vez que rompía un huevo.
Se estaba tumbado, con la mirada clavada en el techo, inmóvil, los brazos levantados como si fueran alas, calentando debajo de sí los gérmenes de pollos encerrados en sus blancos cascarones.
Hablaba siempre en voz baja, como si temiera el ruido tanto como el movimiento, y se inquietaba por la gallina clueca que hacía, en el gallinero, el mismo trabajo que él.
Le preguntaba a su mujer:
—¿Ha comido esta noche la gallina?
La vieja iba del gallinero al lado del marido y del lado del marido al gallinero, obsesionada, poseída por la preocupación de los pollitos que maduraban en la cama y en el nido.