Por una coincidencia singular, el cofrecillo que contenía los objetos indicados estaba envuelto en una hoja de la
Gaceta
, de la fecha en que fue inhumada mi Cordelia. Bajo una cruz negra leí la invitación a la fúnebre ceremonia. Leí tranquilamente la carta y la
Gaceta
; luego abrí el cofre y vi minuciosamente los objetos que contenía. ¡Cuántos besos había dado al magnífico retrato de Cordelia hecho por el primoroso Stein! Recordé la noche en que Cordelia y yo cambiamos los anillos esponsalicios; ¡qué bella estaba vestida de blanco y con sus cabellos, de un rubio mortecino, que caían profusamente en rizos sobre los hombros! El Cristo de marfil nada me recordó; sentí disgusto al ver la expresión fría de dolor convencional que había en su rostro…
Intertanto, el maestro me observaba, un poco asombrado de no verme hacer la más pequeña manifestación de dolor. Hubo un largo rato de silencio.
—¿Insiste usted, maestro, en creer en la realidad de la vida y de la muerte? ¡Bah! Pues yo le digo a usted que no existen ni la una ni la otra. Ambas son ilusiones, ensueños episódicos, que no se diferencian sino en la conciencia de ese
gran durmiente
en cuya imaginación vivimos una vida fantástica… Dirá usted, mi querido maestro, que sigo siendo el loco de las fantasías filosóficas de antaño…
—No; lo que digo es que no me explico tu cariño a Cordelia y el respeto a su memoria. Me hablas de necedades filosóficas cuando todos tus pensamientos, con motivo de estos sagrados recuerdos que te traigo, debían dirigirse hacia esa niña tan bella como infeliz que te amaba y murió ha dos años…
—Que murió anoche —interrumpí fríamente.
—¡Que murió para ti hace cincuenta años! —rectificó con amarga ironía el anciano.
—¡Ah, maestro! ¿Usted, con sus sesenta y cinco años, me da lecciones de amor? ¿Usted a mí? Le diré lo que Hamlet a Laertes, en el entierro de Ofelia: «Amé a Ofelia; cuarenta mil hermanos no habrían podido quererla tanto como yo. ¿Qué harías tú por ella?» Pero no se violente usted, maestro: iba a hablarle de Cordelia. Tanto usted como la carta de mi suegra y la
Gaceta
me traen la peregrina noticia de que Cordelia ha dos años que murió. Pues bien, si hubiera usted venido ayer, Cordelia y yo le habríamos recibido con carcajadas de alegría; si hubiera usted venido anoche, nos habríamos usted y yo encontrado en el bosque que acaba de atravesar, si es que antes no le habían devorado los lobos. Ha venido usted hoy y simplemente le digo que Cordelia no murió hace dos años, que Cordelia ha sido mi esposa, mi adorada esposa, que Cordelia ha vivido aquí hasta anoche… Son curiosas las evoluciones del rostro de usted; antes expresaba la indignación por mi indolencia ante el recuerdo de esa bella e infeliz niña, que tanto me amé, y ahora expresa todo lo contrario: el temor de que el sufrimiento me haya enajenado el juicio. ¡Oh!, no ponga usted esa cara apenada, maestro querido, no estoy loco. Escuche usted esto; aunque no lo crea, acéptelo como una hipótesis cuya comprobación haré después: Cordelia ha habitado la
Granja Blanca
, la ha habitado en
cuerpo y alma
. Si Cordelia murió, como usted me asegura, hace dos años, la vida y la muerte son iguales para mí, y como consecuencia, se derrumba la filosofía positivista de usted.
—¡Pobre hijo mío! Tú desvarías… lo que me dices es un absurdo.
—Pues entonces, maestro, el absurdo es la realidad.
—¡Las pruebas… las pruebas!…
—¿Recuerda usted la letra de Cordelia?
—Sí; reconocería sin vacilar algo escrito por ella.
Fui a mi escritorio y cogí un libro copiador de mi correspondencia. Muchas de mis cartas las había escrito Cordelia y las había formado yo. Se las mostré al maestro.
—Sí, sí… es su letra, muy bien imitada… perdona, no digo que quieras engañarme… pero inconscientemente puedes haberte asimilado la forma de letra de tu novia, y de ahí que esos caracteres sean como los suyos. Además, tu escribiente…
—No lo tengo. Ya sabía yo que había usted de dudar. ¿Recuerda usted los dibujos de Cordelia, su estilo? Mire usted este retrato que me hizo mi esposa a principios de este año.
El maestro se estremeció al ver el trabajo de Cordelia. Pero al fin, aunque no me lo dijo, vi cruzar por su cerebro la persistente idea de una superchería. Le rogué que me esperase un momento. Regresé seguido de
Ariel
y trayendo en mis brazos a la niña.
—Aquí tiene usted, maestro, la prueba más convincente: ¡he aquí la hija de nuestro amor!
—¡Cordelia! —exclamó el anciano, lívido de terror. Sus ojos querían salírsele de las órbitas y sus manos se agitaban temblorosas.
—Sí… la pequeña Cordelia, maestro.
—Es su rostro… su expresión.
—Sí, la misma expresión de Cordelia y de la hija de Jairo.
Y el buen viejo parecía hipnotizado por la mirada curiosa, inteligente y dulce de la niña, la cual, como si alguien le hubiera dicho al oído que ese hombre era un antiguo amigo, le tendió sonriendo los bracitos. El maestro, temblando como un azogado, la tomó en sus brazos.
—¡Es Cordelia, es Cordelia! —murmuraba, mientras yo, implacable en mis argumentaciones, seguía:
—Ergo, maestro, he sido el esposo de la muerta durante dos años; ergo, la muerte de Cordelia ha sido, a pesar de usted, del médico que la asistió en los últimos instantes, del sepulturero que la inhumó, un incidente sin realidad positiva en el
ensueño de alguien
. La vida de usted, maestro, la mía, la de todos, son ilusiones aéreas, sombra que sin lógica ni firmeza cruzan la región del ideal, buques-fantasmas que sin rumbo fijo surcan el mar agitado del absurdo, y cuyas olas no han azotado jamás las costas de la realidad, por más que nos imaginemos ver destacarse en el horizonte, ya extensas playas, ya abruptos acantilados. Sí, maestro, no existe la realidad, o en otros términos, la realidad es la nada con formas.
—¡Calla… calla! Mi razón se turba ante este absurdo tangible, ante este misterio que vive aquí, en mis brazos. No, no mientes, no puedes mentir… Esta niña es Cordelia de un año… de igual modo exactamente me miró y me tendió los brazos… Es Cordelia que vuelve a la vida… ¡Es Cordelia que renace! ¡Dios santo! ¡Yo estoy loco, tú lo estás!… ¡Pero es ella, es ella!…
Las incoherencias del aterrado maestro y una frase que exclamó: «¡es Cordelia que renace!», abrieron ante mis ojos un horizonte inmenso, terrible… Si la ilusión de la vida puede repetirse, también la ilusión de la felicidad puede volver… «Es Cordelia que renace», exclamaba yo, y mi alma entera se transportaba al futuro, y allí veía fundirse en una sola entidad a la madre y la hija.
—¡Es Cordelia que renace! —repetí con la voz tan ronca y alterada, que el maestro me miró. ¿Qué vio en mi semblante? No lo sé.
—¿Qué piensas hacer? No has de quedarte en la
Granja Blanca
. Has de educar a tu hija…
—Me quedo —respondí como si hablara conmigo mismo—; el alma de mi Cordelia vive en el alma de esta niña, y ambas son inseparables de la
Granja
. Aquí moriremos, pero aquí seremos felices. ¿Por qué no continuar estos ensueños da vida, felicidad y muerte, Cordelia mía? ¡Oh, Cordelia!, la ilusión de tu vida comienza nuevamente…
—¡Desgraciado! —interrumpió el maestro, mirándome con espanto—, ¿piensas hacer tu esposa a tu hija?
—Sí —contesté lacónicamente.
Entonces el anciano, sin que yo pudiera impedirlo, acercose con la niña a la ventana, la dio un rápido beso en la frente y la arrojó de cabeza sobre la escalinata de piedra de la
Granja
. Oí el ruido seco del pequeño cráneo al estrellarse… ¿Creéis que mi desesperación pidió venganza, que cogí al maestro por el cuello y le hice añicos? Nada de eso. Le vi alejarse, montar a caballo y perderse en la sombra fatídica del bosque. Me quedé recostado en la ventana. Me parecía estar vacío, sin el más insignificante de los elementos que constituyen la personalidad humana. La vieja sirviente vino a llamarme varias veces, y por signos la hice comprender que Cordelia y la niña se habían ausentado y que yo no quería comer. Allí, a diez pies bajo mi ventana, estaba muerta la pequeña Cordelia; allí estaba, sobre un charco de su propia sangre, la que más tarde habría reproducido mi perdida felicidad. Allí estaba y yo nada sentía, estaba vacío; no sufría, no gozaba, y ni siquiera una idea cruzaba mi cerebro. Así transcurrieron la tarde y la noche. Largo rato estuvo
Ariel
guardando en medio de las tinieblas el cadáver de la niña. El pobre animal aullaba y ladraba. Los lobos olieron la sangre y poco a poco fueron acercándose, se colaron por la verja, y hasta que vino el alba no estuve oyendo otra cosa que gruñidos sordos y trituraciones de huesos entre los dientes agudos y formidables de las bestias feroces.
Apenas amaneció, me dediqué mecánicamente, sin darme cuenta de ello, a empapar el mobiliario y los muros de la
Granja Blanca
con substancias combustibles, y antes de que el sol resplandeciera sobre las copas de los árboles del bosque, prendí fuego a la
Granja
por sus cuatro costados. Monté mi potro negro, y espoleando cruelmente sus ijares, me alejé para siempre en desenfrenado galope de esa región maldita. Olvidaba decir que, cuando incendié la
Granja
, estaba dentro la pobre vieja sorda.
A don Benito Pérez Galdós
I
Leticia tenía unos ojos negros de los que siempre fluía una mirada cariñosa e interrogadora de
animal doméstico
. ¡Qué hermosa era! ¡Qué delicioso bienestar me producía el verla cerca de mí, mientras yo llenaba cuartillas de papel en mi mesa de trabajo! Alta, delgada, pálida, extremadamente pálida, venía a sentarse frente a mí con un libro sobre las faldas, en el cual leía, en tanto que no se oía más que el febril galope de mi pluma sobre las cuartillas. Cuando en mi trabajo se abría una solución de continuidad y levantaba la cabeza, me encontraba con la mirada dulce de Leticia que intentaba indagar la causa de mi interrupción… Otras veces entraba furtivamente en mi gabinete, y recostándose sobre el espaldar de mi sillón, leía los cuentos de amor que yo escribía. El perfume de sus cabellos me denunciaba la presencia de mi amada, pero entonces fingía yo no haberla advertido, y escribía en el papel una frase de amor de aquellas que a ella, sólo a ella decía, una de aquellas solicitudes ardientes y apasionadas que sólo a ella dirigía. Al verse descubierta, Leticia enlazaba sus brazos a mi cuello y me besaba en los ojos y en los labios… ¡Pobre reina mía!
Recuerdo muy bien las claras noches de verano en que subíamos a la terraza y pasábamos dos o tres horas interrogando al cielo con nuestro pequeño telescopio, bañados por la luz astral que nos cubría como si fuera
el sutil polvillo blanco desprendido de las alas de una enorme mariposa pálida
. Leticia parecía entonces albergar en su alma, el alma casta de las estrellas. Un ambiente de amor místico nos saturaba, y nuestros besos tenían entonces una extraña pureza como si tradujeran el espíritu misterioso que animaba ese infinito abismo abierto encima de nuestras cabezas. Y nos desagradaban y nos avergonzaban los recuerdos impuros de nuestras locuras pasionales, de las exquisiteces y refinamientos en que nos desvanecíamos y aniquilábamos nuestra vida. En esos momentos nuestro amor era un culto:
nos sentíamos impregnados del alma serena del Cosmos
: nuestras miradas vagaban por las comarcas siderales, por Sirio y Canopo, por la Vega y Betelgeuse y por la amplia cabellera de Berenice y el inmensurable chorro lácteo que parte del seno de Juno.
Nos creíamos acaso andróginos y cruzábamos los misterios de la noche vinculados por una entrañable fraternidad asexuada
… Después, cuando el frío de la noche nos obligaba a retirarnos al lecho, venían las exasperantes exigencias de nuestros temperamentos, y la reacción impura de nuestro amor contra las Idealidades de nuestras divagaciones astrales.
Viajé mucho para debilitar el recuerdo de la delicada Leticia. Nuestras locuras y caprichos debían matarla y así fue. Su cuerpo anémico había nacido para el amor burgués metódico, sereno, higiénico, y no para el amor loco, inquieto y extenuante exigido por nuestros cerebros llenos de curiosidades malsanas, por nuestras fantasías bullentes y atrevidas, por nuestros nervios siempre anhelantes de sensaciones fuertes y nuevas… Los viajes y las distracciones que me procuré para debilitar el recuerdo, la nostalgia de mi Leticia, fueron inútiles. En mis horas de disolución y en las de descanso persistía en mi retina la Imagen de la amada, ida para siempre; sentía el vacío de la inolvidable pálida, lo sentía en medio de la insensata embriaguez a que recurría, lo sentía cuando besaba los labios de otras mujeres, lo sentía cuando meditaba, cuando escribía en mi ya solitaria estancia… Cuán desoladas eran mis noches, cuán angustiosos mis insomnios durante los cuales, con la mirada hundida en las tinieblas creía ver abocetarse, con líneas difusas, la curva de su cuerpo palpitante y febril, esa curva moderada y noble, esa línea elegante, sin las osadías que crea el artificio; esa curva mística que, en los cuerpos de las santas jóvenes de algunas vidrieras góticas, expresa mejor la exaltación del fuego interior. El cuerpo de Leticia tenía la
delicada pureza de una virginidad cristalizada, el encanto infantil y la gracia de una adolescencia detenida en los músculos antes de la expansión que experimentan éstos, cuando una joven ha visitado la isla de Citeres
… Creía oír el crujido de mi almohada bajo el peso de la adorable cabeza, creía sentir en mis mejillas el leve roce de sus negros cabellos, tan negros como el dolor de la ausencia de mi amada, creía sentir la tibia mirada de sus ojos cariñosos y apacibles de
cierva doméstica
.
Una noche, en la que no podía dormir hostigado cruelmente por la visión de la inolvidable, recordó que tenía en mi escritorio una cajita de palma, primorosamente labrada y ornada con arabescos. Me la había enviado del Cairo un antiguo amigo que desempeñaba un consulado. La caja contenía el misterioso manjar del Viejo de la Montaña, el
hachisch
divino… Me levantó del lecho, toqué el botón eléctrico de la luz con una pequeña plegadera de plata, corté un pedazo de la pasta y comí. En seguida me senté a esperar los efectos. He aquí las impresiones que experimenté y las extravagancias que vi durante las varias horas que estuve sumergido en extraño ensueño.