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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (10 page)

BOOK: Cuentos reunidos
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—Sí, tal vez. Me di con la cabeza en una de esas piedras que ves ahí y me hice un profundo corte encima de la oreja, y si mi padre no hubiera… ¿Qué ha sido eso?

—Algún animal—contestó él.

—Alguien ha llamado —dijo ella.

—No, parecía más bien un animal.

—Entremos en casa —dijo ella.

Subieron hasta la casa.

—Tenemos que acordarnos de arriar la bandera —dijo ella.

—No creo que sea necesario —objetó él.

—Siempre lo hemos hecho —dijo ella.

—Sí —asintió él—, ya lo sé.

—Hay una regla que dice que debe hacerse —señaló ella.

—Lo sé —dijo él.

—Quiero que lo hagas, Martin. Si no, lo haré yo.

—De acuerdo, de acuerdo, lo haré.

Al entrar dijo él:

—Voy a abrir una botella de vino.

—Sí, ve.

Ella se sentó en el sofá. Él le sirvió vino en una copa.

—Gracias, así está bien —dijo ella.

Él se sirvió el doble y se sentó junto a la ventana.

—Ahí solía sentarse mi padre —señaló ella.

—Sí, ya me lo has dicho —contestó él—. ¿Y dónde se sentaba tu madre?

—¿Mi madre? Ella … ¿Por qué lo preguntas?

—Simplemente por curiosidad. Salud.

—Creo que solía sentarse aquí, en el sofá.

Bebió unos sorbos de la copa. Permanecieron callados. Él echó la silla un poco hacia atrás para poder contemplar el mar sin tener que volver la cabeza. Dio un sorbo.

—Qué silencio —dijo ella.

Él no contestó. Luego dijo:

—Hay un hombre ahí, en el cabo.

Ella se levantó y se acercó a la ventana.

—Está mirando hacia aquí —señaló ella. Abrió la ventana.

—¿Para qué abres la ventana? —preguntó él.

—Para que vea que hay alguien.

—¿Para qué? —preguntó él.

—Para que se vaya. Ves, ya se ha ido.

Ella cerró la ventana y volvió a sentarse.

Él la miró.

—¿Por qué me miras así? —preguntó ella.

—Simplemente te miro —contestó él—. Salud.

Vació la copa, se levantó, se acercó a la mesa y se sirvió más vino. —¿Has cerrado la puerta con llave? —preguntó ella.

—No.

—¿Por qué no?

—Vamos a dormir —contestó él—. Nunca hemos cerrado con llave al acostarnos.

—Sólo esta noche —dijo ella.

—¿Por qué?

Ella no contestó. Él salió a la entrada, abrió la puerta y miró hacia la valla y el bosque. Luego cerró con llave. Permaneció unos segundos en la entrada en penumbra, oyendo sólo su propia respiración.

—¿Martin? —lo llamó ella.

Él acudió.

—Creí que habías salido —dijo ella.

Él no contestó. Le dio un gran sorbo a su copa. Ella miró el reloj.

—Voy a acostarme enseguida —dijo.

—Sí, ve —dijo él.

—¿Tú te vas a acostar ya? —preguntó ella.

—Esperaré un poco. Me gusta estar aquí sentado mirando el mar.

—¿Verdad que sí? —dijo ella—. ¿Verdad que este es un lugar maravilloso?

—Ya lo creo —contestó él, mirándola.

—Me parece que me estás mirando de un modo muy extraño —dijo ella.

—¿De veras? —preguntó él.

Ella vació la copa.

—Lo siento, pero tengo mucho sueño —dijo—. Será de tanto aire fresco.

—Sí —contestó él—. Vete a dormir.

Estaba dormida. Él se desnudó y se metió bajo el edredón. Ella dormía de espaldas a él. Al cabo de un rato él le puso una mano en la cadera. Ella se quejó suavemente. Él dejó la mano donde estaba y notó cómo crecía su miembro. Movió la mano hacia abajo. El cuerpo de ella dio un respingo, como si le hubiera dado un calambre. Él retiró la mano y se volvió hacia el otro lado.

Había ido al coche a buscar un trozo de cuerda. Al bajar, se detuvo junto a la verja y se quedó contemplando la casa y la finca. Luego cogió una piedra del suelo y la colocó sobre la columna de la puerta. Bajó hasta la parte delantera de la casa y siguió hasta el cobertizo del muelle, donde ella estaba tumbada leyendo. Colgó la cuerda de un gancho bajo el tejado, luego se sentó de espaldas a la pared, mirando al mar. Al cabo de unos minutos se acercó a ella. Ella levantó la vista y le sonrió.

—¿A que es maravilloso?

—¿El qué? —preguntó él.

—Este lugar —contestó ella.

—Ya lo creo —asintió él.

—¿Por qué no vas por la otra colchoneta y te tumbas aquí al sol? —le sugirió ella.

Él no contestó. Miró hacia la casa, y dijo:

—Las golondrinas aún no han llegado.

—Llegarán en cualquier momento —dijo ella—. Suelen llegar en esta época.

—Si llegan —dijo él.

—Seguro que sí. Siempre lo han hecho. Una vez mi padre las vio llegar. Se metieron volando debajo de la misma teja que el año anterior.

—Sí, ya me lo has contado.

—Antiguamente se creía que cuando una golondrina construía su nido en una casa traía la felicidad a los que vivían en ella.

—Sí —dijo él, y se dispuso a subir a la casa.

Había colocado una tumbona junto al manzano y estaba tumbado mirando al bosque. De repente la oyó gritar su nombre y pensó que había sucedido algo. Se levantó y bajó hacia el muelle. Ella estaba sentada, de espaldas al mar.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

Le indicó con la mano que se acercara.

—Acabo de ver otra vez a ese hombre en el cabo.

—¿Y qué? —preguntó él.

—Te he llamado para que sepa que no estoy sola.

Él la miró.

—¿Tienes miedo de que venga a raptarte?

—Martin, no bromees —dijo ella.

Se quedó un rato mirándola, luego se dio vuelta y subió hacia la parte trasera de la casa.

Habían acabado de comer. Al oeste se veía un frente de nubes y el sol bajo había desaparecido tras ellas. Ella estaba sentada en el sofá leyendo; él, de pie junto a la ventana, contemplando el mar.

—Voy a abrir una botella de vino —dijo.

—Me parece bien —contestó ella.

Descorchó la botella y la colocó, junto con dos copas, en la mesa delante de ella. Le llenó la copa hasta el borde.

—¡Cuánto me has echado! —dijo ella.

—Sí —asintió él.

Cogió su copa y fue a sentarse en el sillón junto a la ventana.

—Parece que te gusta sentarte ahí —comentó ella.

—Sí —contestó él.

Ella siguió leyendo. Al cabo de un rato levantó la vista, y dijo:

—¿Has arriado la bandera?

—Sí —contestó él.

—¿De verdad? —preguntó ella.

—No —contestó él.

—¿Por qué has dicho entonces que sí? —preguntó ella.

Él no contestó. Luego dijo:

—Mañana iré a la ciudad a comprar un banderín.

—Ah no —dijo ella—, un banderín no, son tan… Nunca hemos puesto un banderín.

Él no contestó.

Ella dejó el libro, se levantó y fue a la cocina. Él la oyó abrir y cerrar la puerta de afuera, luego se hizo el silencio. Dio un gran sorbo de vino, luego otro. Se acercó a la mesa a rellenar la copa. Se sentó de nuevo y contempló el fiordo. Al cabo de un rato sonó la puerta. La oyó abrir y cerrar el cajón de la cómoda. Ella entró en el salón y se sentó en el sofá.

—Salud —dijo.

—Salud —contestó él.

Bebieron.

—He arriado la bandera —dijo ella—. Lo siento si crees que opino que eso debería ser cosa tuya.

Él no contestó.

—Como siempre lo habías hecho tú… —prosiguió ella—. No sabía que tuvieras algo en contra.

Él no contestó.

—¿Sabes? —dijo ella—, yo nunca lo había hecho. Siempre lo hacía mi padre. Y luego tú. Nunca he estado aquí sola.

—Ya lo sé —dijo él.

Llevaban bastante rato callados. Ella leía. Él había apurado la copa y luego la había llenado de nuevo. Por fin ella dejó el libro y dijo:

—Creo que me está entrando sueño. ¿Qué hora es?

—Las diez y diez —contestó él.

—Entonces no me extraña —dijo ella—. Hoy me he levantado muy temprano.

—Yo también voy a acostarme —dijo él.

—Por mí quédate un poco más —dijo ella, levantándose.

—Bueno —contestó él—. Entonces igual me quedo un rato más.

—Quiero decir —dijo ella—, todavía tienes la copa casi llena.

—Sí, ya —asintió él.

Cuando la casa se quedó en silencio, él se puso el anorak y salió. Estuvo un rato en el muelle, luego echó a andar hacia el cabo. Un pálido gajo de luna se dibujaba sobre la colina al este. El aire no se movía y el gorgoteo del agua entre las piedras de la playa era casi imperceptible.

Permaneció unos minutos en la punta del cabo, luego volvió a buen paso a la casa. Al llegar, abrió otra botella de vino y se sentó en el sofá. Eran más de las once. Una hora más tarde la botella estaba vacía. Colocó las dos botellas vacías una al lado de la otra en la mesa y se levantó. Se quitó el anorak y lo dejó tirado en el sofá. Atravesó la cocina y subió la escalera, abrió la puerta del dormitorio y encendió la lámpara del techo. Ella estaba tumbada de espaldas sin moverse. Él se acercó al armario y sacó una manta. Un montón de bolas antipolilla rodó por el suelo. Volvió a cerrar la puerta del armario ruidosamente. Ella no se movía. Él le arrancó el edredón.

—¡Martin! —dijo ella.

—¡Tú quédate ahí! —dijo él.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—¡Tú quédate ahí! —repitió él.

Y, sin más, se fue.

Estaba tumbada en el muelle. La vio desde la ventana del salón. Había recogido las botellas y las copas. El anorak seguía en el sofá.

Él salió de la casa y se acercó a la valla. Cogió la piedra que estaba encima de la columna de la puerta y la tiró, luego siguió andando por el camino.

Se metió en el coche y arrancó. Dio marcha atrás hasta la carretera, luego volvió al mismo sitio de antes marcha atrás, y apagó el motor. Permaneció un buen rato allí sentado, inmóvil, mirando al infinito.

Al volver a bajar se encontró con ella.

—¿Dónde has estado? —le preguntó.

—He ido a dar una vuelta, eso es todo —contestó.

—Podías haber avisado —dijo ella—. No te encontraba.

—Simplemente he ido a dar una vuelta —dijo él.

—Me he asustado —dijo ella.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Deberías entenderlo, contestó ella. Primero lo de anoche, y luego esto.

—Olvídate de lo de anoche —dijo él.

Ella lo miró.

—Olvídalo —repitió él—. Había bebido demasiado, no fue nada, no sé qué me pasó.

—Me asusté mucho —dijo ella.

—¿En serio? —dijo él.

Empezó a bajar la cuesta, camino de la casa. Ella lo siguió.

Estaba sentado en la punta del muelle contemplando el fiordo. Ella estaba tumbada detrás de él tomando el sol. Dijo:

—¿No es un lugar maravilloso?

—Ya lo creo —contestó él.

No soy así, no soy así…

Estaba bajando por la escalera de un bloque de cinco plantas al este de la ciudad; acababa de hacer una visita a mi hermana y no había sido una visita agradable, pues ella tenía muchos problemas, la mayor parte imaginarios, lo que no mejoraba en modo alguno la situación. Nunca la he querido mucho, ella nunca me ha tenido en tanta estima como debiera. Fui a hacerle una visita porque uno de sus problemas era más que real; se había caído y se había roto el fémur izquierdo.

Abandoné su casa con una mezcla de sentimientos: por un lado, me sentía aliviado de escapar, por otro, irritado porque mi hermana había conseguido hacerme prometer que volvería al día siguiente.

Como digo, estaba bajando por la escalera y, justo entre la tercera y la segunda planta, me topé con un hombre mayor sentado en medio de uno de los escalones, impidiéndome el paso. Había colocado una gran bolsa de la compra entre él y la barandilla, y como no me gusta bajar por las escaleras sin tener donde agarrarme, me detuve tras él. No parecía haberme oído, así que al cabo de unos segundos dije:

—¿Puedo ayudarle en algo?

Como no respondió ni se volvió, pensé que quizá fuera sordo o tuviera problemas de oído, así que repetí la pregunta, esta vez más alto.

—No gracias, no creo.

Me quedé perplejo, no por lo que me contestó, sino por su voz, que me resultaba familiar; era muy especial, grave y aguda a la vez, y muy expresiva. Además, contrastaba notablemente con su ropa desgastada, por no decir raída.

Como su voz me hizo creer que lo conocía, y en consecuencia, que él me conocía a mí, cedí a un capricho de vanidad. No quise pedirle que moviera la bolsa y mostrarle así lo debilucho que me había vuelto, de modo que solté la barandilla y sorteé al hombre por el otro lado. Me salió bien, pero cuando volví a agarrarme a la barandilla y me di vuelta para mirarlo, descubrí que me había equivocado. Nunca había visto a ese hombre.

Es posible que pusiera cara de sorpresa, y como él no podía saber por qué y, además, tenía un aspecto aún más desastroso de frente que de espaldas y seguramente lo sabía y estaba acostumbrado a causar una impresión poco afortunada en los demás, tal vez por eso dijo, en parte con terquedad y en parte como disculpándose:

—Vivo aquí.

—Ah, sí.

—Lo que ocurre es que de repente me he sentido muy cansado.

En calidad de ex fotógrafo, tengo cierta experiencia con las caras y, contemplándolo, se me ocurrió pensar que su cara tampoco encajaba con su ropa raída, pero sí con su voz, que tenía una expresividad similar.

—¿Entonces no puedo ayudarlo en nada? —pregunté. Me sentí obligado a decirlo porque tenía la sensación de haberlo mirado demasiado.

—No, no, gracias de todos modos.

—Adiós.

Me marché sin preocuparme por ocultarle que me agarraba firmemente a la barandilla.

Al día siguiente volví a casa de mi hermana, pues se lo había prometido, y en lo que se refiere a cumplir promesas soy un poco anticuado, pero hacía un tiempo asqueroso y nevaba, de manera que me sentí tentado a llamar y decirle que no podía ir. Pero fui, y ella abrió la puerta y se quedó descansando sobre las muletas mientras me exigía que me limpiara la nieve de los zapatos antes de entrar. No quise. Dije que no tenía inconveniente en irme. Entonces ella se apartó de la puerta. Entré, colgué el abrigo y dejé el sombrero sobre el perchero. Mi hermana se adelantó cojeando y se sentó en un sillón. Yo me acomodé en el sofá. Dije que hacía mucho calor en su casa. No contestó. Luego dijo que se había fundido la bombita de la cocina. No podía ayudarla, me mareo mucho con esas cosas. Cuando intenté explicarle lo mucho que me mareo, contestó que nadie se marea tanto, que no eran más que imaginaciones. Yo tenía muchas respuestas posibles a ese comentario, pero no contesté, de nada habría servido. Ella insistió, dijo que el mareo se producía por causas psíquicas y que en mi caso era debido a que nunca me había atrevido a responsabilizarme de nada. Me enojé y me levanté. Quería marcharme. Había cumplido mi promesa. Quería marcharme. Tal vez ella lo entendiera, lo más probable es que no, pero en cualquier caso, me pidió que fuera a la cocina a buscar la bandeja con el bizcocho, las tazas de café y el termo. No pude negarme. Llevé todo al salón y lo coloqué sobre la mesa que había entre los dos. Los trozos de bizcocho estaban untados con manteca de verdad, no con margarina. Vaya, dije en tono conciliador, y entonces mi hermana puso cara de satisfacción, lo cual me asombró. Dijo que lo había hecho ella, y yo dije sin mucha convicción que se notaba por el sabor. Pero las cosas como son: el bizcocho sabía bastante bien. No dijimos nada más en un buen rato. Me quedé mirando la nieve que azotaba el cristal de la ventana, y me pregunté qué placeres podría tener mi hermana en la vida, y cuando al cabo de un rato llegué a la conclusión de que ninguno, sentí la necesidad de decir algo amable; lo cierto es que me puse un poco sentimental, tal vez debido a la nieve que azotaba la ventana y al calor de la habitación, pero nunca llegué a hacerlo, porque justo cuando iba a abrir la boca me preguntó si quería jugar a los dados. Su pregunta sonó como la de un niño que está casi seguro de recibir un no por respuesta, y aunque a mí los juegos de dados no me aportan ningún placer, pues dejan demasiado al azar, su forma de preguntar hizo que me resultara imposible negarme, y además, no me apetecía salir al temporal de nieve. Dijo que la libreta de apuntar y los dados estaban en el escritorio; y encima del escritorio, en la pared, colgaba la familia, que fue una familia grande, y todos estaban colgados allí, vivos y muertos mezclados, bastante deprimente. Encontré la libreta y los dados y volví a la mesa. Empezamos a jugar. Por dos veces seguidas mi hermana lanzó los dados con tanta fuerza sobre la mesa que uno se cayó al suelo, y la segunda vez dio vueltas y vueltas hasta desaparecer debajo del sofá, de modo que tuve que ponerme de rodillas para agarrarlo, y estando así, de rodillas, mi hermana me dijo que el trasero de mis pantalones estaba muy brillante por el uso. Yo lo sabía, pero me irritó que hiciera ese comentario, porque nunca he tolerado que un parentesco del que no tengo ninguna culpa justifique la falta de tacto, y así se lo hice saber. Ay, perdona, dijo, en un tono sorprendentemente manso, tendría miedo de que yo dejara de jugar. No dije nada más, porque en ese momento me acordé del hombre andrajoso de la escalera. De camino a casa el día anterior había decidido preguntar a mi hermana sobre él, y ahora estaba a punto de hacerlo, pero recapacité, pues no quería darle a entender que asociaba a ese hombre con mi trasero raído. Así que le di el dado y seguimos jugando. Cuando me pareció que había transcurrido un tiempo prudencial, dije que me había encontrado en la escalera con un amable anciano que de alguna forma me había resultado familiar, ¿sabía quién era? Mi hermana ignoraba de quién podía tratarse, tendría que ser alguien que iba de visita. En la escalera sólo vivía un anciano y no era nada amable, era terrible, seguramente un indigente que había conseguido el piso a través de la Oficina de Servicios Sociales. Sí, sí, es él, dije. Ella me miró escandalizada, pero hice como si no me diera cuenta y pregunté si sabía cómo se llamaba. Larsen, contestó ofendida, o Jensen, algo muy corriente. Me burlé un poco de ella y dije que de acuerdo, que no era un gran apellido, pobre hombre. Qué malo eres, dijo. Sólo un poco, contesté, te toca a ti. Tiró, los dados estuvieron a punto de volver a caer al suelo. Me aseguró que ella no se creía superior a nadie, pero que yo estaba intentando jugar al buen samaritano con un vagabundo, y que eso no iba conmigo, pues si para mí era demasiado cambiar una bombita, podía imaginarse lo que habría pasado si de golpe los pisos de mi portal se hubieran llenado de inquilinos necesitados de asistencia municipal. Me enfadé bastante, lo admito, sobre todo por lo de la bombita, y estuve a punto de herirla profunda y expresamente, cuando de repente echó la cabeza hacia atrás y rompió a llorar. Lloraba con la boca y los ojos abiertos, un tremendo llanto que, así lo entendí, le salía de las mismísimas entrañas. Tal vez debería haberme acercado a ella y haberla consolado, haberle puesto la mano en el hombro o acariciado el pelo, pero el comentario sobre el buen samaritano me paralizó. Así que me quedé sentado, bastante desvalido, no sabía si la había visto llorar alguna vez, al menos no desde que éramos niños, no había llorado ni en el entierro de nuestra madre ni en el de nuestro padre, jamás la había asociado con el llorar, de manera que no entendía ese llanto que duró eternamente, tal vez no tanto tiempo, pero me pareció mucho, me sentía cada vez más perplejo, y al final tuve que preguntarle por qué lloraba, no para obtener una respuesta, no, sino para que dejase de llorar y no sentirme tan perplejo. Y por fin, cuando había repetido la pregunta, no una, sino dos veces, contestó sollozando, en ese tono tan agudo que se suele quedar después de haber llorado: No soy así, no soy así. Luego dejó caer la cabeza hacia delante y se hizo el silencio. Pensé: Qué manera tan extraña de dormirse. Pero no dormía, estaba muerta.

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