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Authors: Askildsen Kjell

Tags: #Cuento

Cuentos reunidos (3 page)

BOOK: Cuentos reunidos
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Abandoné el bar una hora más tarde; estaba ligeramente borracho y por ello despreocupado. En la prolongación de un encadenamiento de pensamientos recordé algo que solía decir mi padre cuando de chico me negaban algo y yo decía: ¡Lo quiero! Él contestaba: Tu voluntad está en el bolsillo de mi pantalón, y por primera vez me pregunté qué tenía que ver con aquello el bolsillo de su pantalón.

Mientras jugueteaba con ese problema periférico —es decir, qué tenía que ver el bolsillo del pantalón de mi padre con mi voluntad; ¿también la suya estaba en el mismo sitio?— llegué a un barrio que no suelo frecuentar, y al avistar un bar llamado Johnnie, sentí el impulso que imagino que pretendía inspirar con semejante nombre, y entré. El local constaba de una barra y tres o cuatro mesas pequeñas, y todas estaban ocupadas. Me dirigí a la barra y pedí un whisky; quería salir pronto de allí. ¿Hielo?, preguntó el camarero. Solo, contesté. Un hombre se me acercó y me dijo: Hacía tiempo que no nos veíamos. Lo miré. Pensé que tal vez lo había visto antes. Es verdad, corroboré. ¿Así que me reconoces?, preguntó. Sí, contesté. Fue una noche memorable, señaló. Sí, asentí. ¿Vives aquí?, preguntó. ¿Aquí? Sí, en esta ciudad. Ya lo sabías, dije. No, no lo sabía, objetó él. Es verdad, tal vez no te lo dijera, señalé yo. Apuré el vaso. Estoy en aquella mesa, dijo. Vente y charlamos un rato. Le dije que tenía que irme, que iba a ver a mi hermano y ya era tarde. Qué pena, dijo. En otra ocasión, contesté. Sí, dijo. Dale recuerdos a María, es así como se llama, ¿no? Pues sí, contesté. Y me marché. Me sentía completamente sobrio. Me pregunté si ese hombre llegaría alguna vez a encontrarse con el hombre con quien creía haberse encontrado.

Me puse a deambular por las calles, sólo eran las nueve y media, y no tenía ganas de volver a casa. Aunque la verdad es que tampoco tenía ganas de ninguna otra cosa. Crucé el puente y fui hasta la estación de ferrocarril. Había bastante gente en el andén esperando el tren que iba hacia el sur. Por los altavoces anunciaron que el tren iba a llegar con ocho minutos de retraso. Me metí en el restaurante de la estación, pedí una cerveza en la barra y me senté en una mesa junto a la ventana. Me dio tiempo de vaciar la jarra antes de que el tren llegara. Cuando se puso en marcha de nuevo, fui al servicio. Seguramente había alguien esperando a su presa en una de las cabinas. Noté un golpe en la cabeza y luego nada, hasta que volví a despertarme, solo, en el suelo. Vomité y justo en ese momento se abrió la puerta. Intenté levantarme. Una voz gritó algo. Pensé que él creía que yo estaba borracho, y quise decir algo, pero no lo logré. No lo recuerdo todo con claridad. No hice más intentos de ponerme en pie. Al cabo de unos instantes, alguien me levantó y me ayudó a salir de los servicios y a entrar en un despacho. Me sentaron en una silla. Tenía la chaqueta manchada de vómitos. Estaba avergonzado. Me llevaron al hospital en una ambulancia. Un médico me miró los ojos y los oídos con una linterna, y me hizo una serie de preguntas a las que respondí. Se marchó. Me quedé tumbado mirando al techo, luego volvió y me preguntó que cómo me encontraba. Dije que me dolía la cabeza. No me extraña, dijo él, tiene usted una leve conmoción cerebral. Le pregunté si me dejaba llamar a casa para pedir a mi mujer que viniera a buscarme. Un momento, dijo, y volvió a desaparecer. Me incorporé. Llegó una enfermera con mi gabardina y mi camisa, en la que también había vomitado. Hemos limpiado lo más gordo, dijo ella. Gracias, dije. Hay una cabina telefónica en el pasillo, indicó. No tengo dinero, expliqué. Ah, claro, dijo ella. Se marchó. Me puse la camisa. La enfermera volvió con un teléfono inalámbrico, luego me dejó solo. Tecleé el número. Eli tardó mucho en contestar. Soy yo, dije, quería saber si podías venir a buscarme, estoy en el hospital, en urgencias, no es nada grave, pero me han robado la cartera y… ¿En urgencias?, preguntó. Sí, contesté. Ay, Martin, exclamó. No es nada grave, expliqué. Voy para allá, dijo.

Llegó a la media hora. Estaba muy tranquila, y con esa expresión dulce que a veces tiene cuando duerme. Me acarició la mejilla y dijo que había hablado con el médico. Me puse la chaqueta. Ella la miró. He vomitado, dije. Ya lo sé, contestó. Atravesamos el pasillo y la sala de espera, y llegamos hasta el coche. ¿No estabas con William?, preguntó. No, contesté, estaba solo. Ella se quedó callada. La cabeza me estallaba. He estado solo toda la tarde, expliqué. No contestó. Cruzamos el puente y pasamos por delante del hotel Norge. ¿No acudió a la cita?, preguntó. No era verdad que hubiese llamado, dije. Al cabo de un rato me volví y la miré; ella hizo como si no se diera cuenta. Cuando ya casi habíamos llegado a casa, dijo: ¿Estás aprovechando esta situación para contarme algo que de otra forma no habrías conseguido decirme? Sólo digo lo que hay, dije. Ya, contestó, pero ¿por qué? ¿A qué viene esta repentina sinceridad? No contesté. Ella entró por la puerta del jardín y detuvo el coche delante del garaje. Salí del vehículo y me acerqué a la puerta de la casa. Abrí con mi llave. Llené una copa de coñac y me la bebí. ¿Qué haces?, preguntó a mis espaldas. Me duele la cabeza, contesté. El médico ha dicho que no bebas alcohol, protestó ella. Será mejor que te vayas a la cama. No sabía qué hacer. Luego me di cuenta de que daba igual lo que hiciera. Sí, dije.

Llevaba un rato acostado cuando ella entró. Apagó la luz antes de desnudarse, a pesar de ver que estaba despierto, o precisamente porque vio que estaba despierto. No dijo nada hasta después de haberse acostado: Le dije a Mona que habías quedado con William. ¿No te importa decirle que William no acudió? No contesté. ¿Te importa?, insistió. No, respondí. Buenas noches, dijo. Buenas noches, dije.

Tardé en dormirme. Me venían a la mente sus palabras: ¿A qué viene esta repentina sinceridad? Y pensé: ¿Qué sabe ella de mí que yo no sé que ella sabe?

Cuando me desperté, ella ya se había levantado. Intenté volver a dormirme. Me dolía la cabeza. Eran más de las nueve. Necesitaba ir al baño, y lo hice con cuidado para que ella no se diera cuenta. No tiré de la cadena. Volví a acostarme, pero no logré dormirme. Me levanté y miré por una rendija de la cortina. Eli y Mona estaban desayunando en el jardín. Me vestí deprisa y bajé con ellas. Mona quería saberlo todo. Eli fue a prepararme una taza de té. Mona no entendía qué hacía yo en el restaurante de la estación. Se lo expliqué. Entonces fue por culpa del tío William, dijo. Bueno, que él no acudiera a la cita no era motivo para que yo me metiera en ese restaurante, dije. De todos modos, dijo. No contesté. Ella seguía preguntando. Eli llegó con el té y se sentó. ¿La ambulancia llevaba la sirena puesta?, preguntó Mona. No creo, contesté. ¿Y luces azules?, preguntó. Deja desayunar a papá, intervino Eli. No lo sé, contesté. Se hizo el silencio un rato. Luego Mona habló de algo que tenía que hacer antes de ir a la playa, y Eli le preguntó con quién se iba. Con Vera, contestó Mona, y supuse que Eli diría algo al respecto, pero no lo hizo. ¿Quién es Vera?, pregunté. Ya lo sabes, contestó Mona, la que estuvo ayer aquí. Ah, sí, dije. Eli no dijo nada. Mona se levantó y se marchó. Ahora nos toca a nosotros, pensé, pero Eli se limitó a preguntarme cómo me encontraba. Contesté que bien, excepto un poco de dolor de cabeza. Me alegro, dijo. Se levantó y se puso a recoger la mesa; sólo le cupo la mitad en la bandeja. La observé alejarse por el césped y pensé: Ni siquiera me ha preguntado cuánto dinero llevaba en la cartera. Luego me acordé de cómo me había acariciado la mejilla, y cuando volvió, quise decirle algo, pero se me anticipó. Me preguntó si le había dicho a Mona que William no había acudido. Sí, contesté, y ella ha dicho que entonces él tuvo la culpa de lo que ocurrió. ¿Y qué?, preguntó ella. No, nada, contesté. Ah bueno, dijo ella, no creo que eso te preocupe mucho, porque una mentira suele llevar a otra. No es lo que crees, dije. ¿Qué sabes tú de lo que yo creo?, dijo. Dime lo que piensas que yo creo. No contesté. Recogió el resto de las cosas de la mesa con movimientos bruscos, luego dijo: Dime, ¿fue en un momento de fortaleza o de debilidad cuando desmentiste lo de William? No contesté. Ella se fue. Pensé: Que se joda.

Al cabo de un rato me levanté, pasé por delante de los frambuesos y fui al único lugar del jardín en el que no te pueden ver desde la casa. No había encontrado respuesta a su última pregunta. Me senté en el tocón del gran abedul enfermo que habíamos talado hacía cuatro años y permanecí allí sentado, mirando hacia el seto de cipreses que daba al atajo; a través de un hueco pude ver el travesaño roto de la valla que Eli aún no había descubierto, y que yo aún no me había decidido a reparar, y de repente se me ocurrió que mis disimulos y mentiras constituían una condición para mi libertad, y que mi confesión en el coche había expresado una indiferencia condicionada por la situación que nada tenía que ver con la sinceridad.

Me levanté, ligeramente eufórico por esta precisión, y volví a la mesa del jardín. La puerta de la terraza estaba abierta. Pensaba decirle que lamentaba haber dicho que no era verdad que tuviera una cita con William. En ese momento Eli salió a la terraza. Voy a ver a mi padre, gritó, y volvió a meterse.

Me quedé sentado hasta estar seguro de que ella se había marchado. Entonces entré en la casa, cerré la puerta de la terraza con llave y subí al dormitorio. Me quité las sandalias y me acosté. Pensé en que ella había dicho: Ay, Martin, y me había acariciado la mejilla. Al cabo de un rato me invadió una ligera somnolencia llena de imágenes: paisajes cambiantes que no había visto nunca y en los que no había nada alarmante, pero que sin embargo me llenaron de tal inquietud que tuve que levantarme y ponerme a dar vueltas por la habitación. Eso me ayudó. Siempre me ha ayudado. Pero no volví a acostarme.

Al poco de volver Eli —no nos habíamos dicho nada, ella estaba junto al banco de la cocina mirando por la ventana— me acerqué a ella, la toqué levemente y dije que sentía haberle dicho que había quedado con William. Bueno, bueno, dijo ella. Retiré la mano. No tenía que ver contigo, dije. Bueno, Martin, contestó Eli. No sabía qué más podía decir, pero no me marché. Se volvió y me miró. Nuestras miradas se cruzaron. Fui incapaz de ver lo que había en su mirada. Supongo que esto no cambia nada, dijo ella. No, pensé. A que no, dijo. No, contesté.

Crías de gaviota

Remaron unos instantes antes de izar las velas. Soplaba un fuerte viento, y Paul dijo que sería peligroso fijar la vela mayor. Estaba sentado con la escota en la mano, mientras procuraba mantener la barca lo más firme posible contra el viento, con el fin de no tener que virar para atravesar el estrecho. El cabo de la escota le lastimaba la mano. Llegaban ráfagas bastante fuertes, pero no hizo falta aflojar la escota. La ató a la borda y vigiló el mar para que las ráfagas no lo tomaran por sorpresa.

—Hace justo el viento que nos conviene —gritó a la chica.

Ella estaba tumbada boca arriba en la proa mirando las velas.

—Habrá más viento cuando salgamos al estrecho —dijo ella.

—Seguro que sí.

Así habría que estar siempre, pensó él. Sacó el paquete de tabaco del bolsillo y sostuvo la caña del timón entre el brazo y el cuerpo mientras intentaba liarse un cigarrillo. Tenía los dedos mojados y el papelillo se le rompió. Sacó otro papelillo, que también se le rompió. La chica le preguntó si quería que lo hiciera ella. Él le pasó el paquete de tabaco.

—Esto es vida —dijo.

—Así habría que estar siempre.

—Sí. Deberíamos hacer siempre lo que nos apetece.

—Para eso hay que tener dinero. No puedes hacer lo que te apetece sin dinero.

—Ya. Eso es lo fastidioso. Y para conseguir dinero tienes que hacer algo que no te apetece, y entonces ya no tiene mucho sentido.

Habían entrado ya en el estrecho. El agua estaba en calma.

A ambos lados se erguían altos peñascos pelados. Fuera del estrecho el mar estaba agitado. Tenían el viento en contra, y la chica sacó un remo. Cuando el viento llenó las velas, Paul soltó la escota. El viento empezaba a ser muy fuerte, pero apenas entraba agua en la barca.

—¡Esto es emocionante! —gritó la chica.

—¿Te gusta?

—Ya lo creo.

—¿No tienes miedo?

—Sí, por eso resulta tan emocionante.

—Sí, tal vez. He oído decir que esos indios que se lanzan a una poza de veinte metros de profundidad, una vez que empiezan a hacerlo no pueden dejarlo. Si cada día no hacen algo que pueda costarles la vida, les parece que no han vivido de verdad.

—Hay algo de eso, sí.

—¿Tú crees?

—No lo sé. Parece probable. Tiene que ser divertido estar constantemente salvándote a ti mismo la vida.

Paul mantuvo la barca firme contra el viento. La cuerda le lastimaba la mano. Pensó que siempre es así. Te lo estás pasando muy bien, pero siempre hay algo. Pisó la escota para que no le resultara tan pesado sostenerla. Volvió la cabeza y vio que el estrecho quedaba ya muy lejos.

—No tenemos muchas posibilidades si la barca tumba —dijo ella.

—Una entre cien.

—Cuando tenía dieciséis años soñaba con morirme dentro de un gran bosque.

—Yo nunca he soñado con morir.

—Yo sí. Eran sueños bonitos. Nadie me había hecho daño, ni estaba enferma.

—Eres muy rara.

—Sí. Todo el mundo lo dice. ¿Te parece mal que sea así?

—No.

—Tú también eres raro.

—¿En qué sentido?

—Algunas veces te ríes sin motivo. Cuando mi padre contó lo de ese accidente de tren en Italia, tú te reíste. A mí no me pareció nada divertido. Y cuando luego te preguntó si habías leído algo de Hamsun, también te echaste a reír.

Llegó una ráfaga de viento. La barca se escoró y empezó a entrar bastante agua. Paul cambió el rumbo. La barca se enderezó, las velas flamearon. Mantuvo la dirección contra el viento y tensó la vela mayor. Luego giró lentamente el timón hacia el lado contrario y la barca cogió velocidad.

—¿Tienes miedo? —gritó él.

—No he chillado, ¿no?

—Uno puede tener tanto miedo que no le salga ni un sonido.

—Pues tanto miedo no he tenido.

—Si quieres podemos dar la vuelta. Tú decides.

—Entonces quiero desembarcar en una isla. —La chica miró a su alrededor, y señaló algo justo delante de ellos—. Quiero desembarcar allí —dijo.

Era una isla muy pequeña. En algunas partes crecían pinos contrahechos. Todo el resto era roca y brezo. Cuando se encontraban muy cerca, se abrió ante ellos una bahía. Paul tomó ese rumbo y las velas aletearon porque el viento cambió de dirección. La chica se puso de pie en la proa. Tenía el cabo de amarre en la mano, lista para saltar. Paul ató la vela alrededor del mástil. La chica saltó, y él tuvo que agarrarse al mástil para no perder el equilibrio en el momento en que la barca chocó con la tierra. Saltó tras ella. Se detuvo antes de acercarse, porque ella lo estaba mirando con sus ojos azules, los brazos levantados por encima de la cabeza y la punta de la cuerda en una mano, y él dudaba de haber visto jamás algo tan hermoso.

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