Cuernos (23 page)

Read Cuernos Online

Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

BOOK: Cuernos
8.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Señor? —dijo el recepcionista.

Ig apartó al vista del monitor.

—¿Podría avisar a Lee Tourneau por el busca? ¿Le puede decir que está aquí Ig Perrish?

—Necesito ver su carné de conducir y hacerle una tarjeta de identificación antes de dejarle pasar —dijo el recepcionista con voz plana y automática mientras observaba los cuernos fascinado.

Ig miró hacia el control de seguridad y supo que no podría pasar con una bengala de magnesio en la manga.

—Dígale que le espero aquí fuera. Dígale que le interesa verme.

—Lo dudo —dijo el recepcionista—. No puedo imaginar que le interese a nadie. Es usted horrible. Tiene cuernos y es usted un horror. Mirándole pienso que ojalá no hubiera venido hoy a trabajar. De hecho he estado a punto de no venir. Una vez al mes me regalo un día de salud mental y me quedo en casa. Me pongo las bragas de mi madre y me pego un buen calentón. Para ser una vieja tiene bastante buen material. Un corsé de satén negro con ballenas y correas, una pasada.

Tenía los ojos vidriosos y saliva en las comisuras de los labios.

—Me hace gracia que lo llame precisamente «un día de salud mental» —dijo Ig—. Avise a Lee Tourneau, ¿quiere?

El recepcionista se giró noventa grados dándole parcialmente la espalda. Pulsó un botón y murmuró algo al auricular. Escuchó un momento y después dijo:

—De acuerdo.

—Se volvió hacia Ig con la cara redonda cubierta de sudor—. Va a estar reunido toda la mañana.

—Dígale que sé lo que ha hecho. Con esas mismas palabras. Dígale a Lee que si quiere hablar de ello le esperaré cinco minutos en el aparcamiento.

El recepcionista le miró inexpresivo, después asintió y volvió a darle la espalda. Hablando al auricular, dijo:

—¿Señor Tourneau? Dice... Dice que..., ¿que sabe lo que ha hecho?

—En el último momento había transformado la afirmación en pregunta.

Sin embargo Ig no oyó qué más dijo, porque al momento escuchó una voz que le hablaba al oído, una voz que conocía bien pero que no había oído en varios años.

—¡El cabrón de Iggy Perrish! —dijo Eric Hannity.

Se volvió y vio al policía calvo que había estado sentado frente al monitor de seguridad en la habitación al otro lado de la ventana de plexiglás. A los dieciocho años Eric parecía un adolescente salido de un catálogo de Abercrombie & Fitch, grande y musculoso, con pelo castaño rizado y corto. Le gustaba andar descalzo, las camisas desabrochadas y los pantalones vaqueros caídos. Pero ahora que tenía casi treinta años, su rostro había perdido toda definición y se había convertido en un bloque de carne, y cuando empezó a caérsele el pelo había optado por afeitárselo antes que enzarzarse en una batalla perdida de antemano. Ahora lucía una calva espléndida; de haber llevado un pendiente en una oreja podría haber interpretado a Mr. Proper en un anuncio de televisión. Había elegido, tal vez inevitablemente, una profesión similar a la de su padre, un oficio que le garantizaba la autoridad y la cobertura legal necesarias en caso de que decidiera hacer daño a alguien. En los tiempos en que Ig y Lee todavía eran amigos —si es que lo habían sido de verdad alguna vez—, Lee había mencionado que Eric era el jefe de seguridad del congresista. También dijo que se había ablandado mucho. Incluso habían salido a pescar juntos un par de veces. «Claro que de cebo usa los hígados de los manifestantes que previamente ha destripado —le había dicho Lee—. Para que te hagas una idea».

—Eric —dijo Ig separándose de la mesa—, ¿qué tal estás?

—Encantado —respondió Eric—. Encantado de verte. ¿Y tú qué, Ig? ¿Qué es de tu vida? ¿Has matado a alguien esta semana?

—Estoy bien —dijo Ig.

—Pues no lo pareces. Tienes pinta de haberte olvidado de tomar la pastilla.

—¿Qué pastilla?

—Seguro que tienes alguna enfermedad. Hace una temperatura de treinta y seis grados fuera, pero llevas puesta una cazadora y estás sudando como un cerdo. Además te han salido cuernos y eso sí que no es normal. Claro que si fueras una persona sana no le habrías partido al cara a tu novia para luego dejarla en el bosque. ¡Esa zorra pelirroja! —dijo Hannity mirando a Ig con una expresión de placer—. Desde entonces soy fan tuyo, ¿lo sabías? No estoy de coña. Siempre he sabido que tu adinerada familia terminaría por cagarla. Especialmente tu hermano, con todo su puto dinero, saliendo en la televisión con modelos en biquini sentadas en sus rodillas con cara de no haber roto un plato en toda su vida. Y luego vas tú y haces lo que hiciste y entierras en tal cantidad de mierda a toda tu familia que no van a poder quitársela de encima en toda su vida. Me encanta. No sé cómo puedes superar eso. ¿Qué tienes pensado?

Ig se esforzaba por impedir que le temblaran las piernas. Hannity le miraba amenazador. Pesaba casi cincuenta kilos más que él y debía de sacarle quince centímetros.

—Sólo he venido a darle un recado a Lee.

—Ya sé qué puedes hacer para superarlo —dijo Eric como si no le hubiera oído—, presentarte en la oficina de un congresista con la intención de hacer una locura y llevar un arma escondida debajo de la cazadora. Porque llevas un arma, ¿no? Por eso te has puesto la chaqueta, para esconderla. Tienes un arma, así que te voy a pegar un tiro y saldré en la primera página del
Boston Herald
por cargarme al hermano loco de Terry Perrish. No estaría mal, ¿eh? La última vez que vi a tu hermano me ofreció entradas gratis para su espectáculo por si alguna vez iba a Los Ángeles. Así le restregaría en la cara lo mierda que es. Lo que me gustaría es ser el gran héroe que te pegue un tiro en la cara antes de que mates a nadie más. Después en el funeral le preguntaría a Terry si la oferta de las entradas sigue en pie; sólo para ver la cara que pone. Así que venga, Ig, acércate al detector de metales para que pueda tener una excusa para volarte esa cara de retrasado mental.

—No voy a ver a nadie. Voy a esperar fuera —dijo Ig mientras retrocedía hacia la puerta, consciente de un sudor frío en las axilas. Tenía las palmas de las manos pegajosas. Cuando empujó la puerta con un hombro la bengala se resbaló y, por un horrible momento, creyó que iba a caerse al suelo delante de Hannity, pero consiguió agarrarla con el pulgar y mantenerla en su sitio.

Mientras salía a la luz del sol, Eric le miraba con una expresión de hambre casi animal.

Pasar del frío del edificio de oficinas al calor asfixiante de la calle le hizo sentirse momentáneamente mareado. El cielo se volvió de un color intenso, luego palideció y más tarde se oscureció de nuevo.

Cuando había decidido ir a la oficina del congresista sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Parecía sencillo, parecía lo correcto. Ahora en cambio se daba cuenta de que había sido una equivocación. No iba a matar a Lee Tourneau con una bengala —lo que en sí era una idea cómicamente absurda—. Lee ni siquiera iba a salir a hablar con él.

Para cruzar el aparcamiento apretó el paso, asustándolo al ritmo de los latidos de su corazón. Tenía que marcharse de allí tomando carreteras secundarias hasta Gideon. Encontrar un lugar donde pudiera estar solo y en silencio, donde pudiera pensar. Una parte de él creía que había muchas posibilidades de que, en ese momento, Eric Hannity hubiera reunido refuerzos y pensaba que si no salía de allí enseguida era probable que no pudiera hacerlo. (Otra parte, sin embargo, le susurraba al oído:
Dentro de diez minutos Eric ni siquiera se acordará de que has estado aquí. No ha estado hablando contigo, sino con su demonio interior).

Tiró la bengala dentro del Gremlin y cerró el maletero de un portazo. Ya estaba en la puerta del conductor cuando oyó a Lee que le llamaba.

—¿Iggy?

La temperatura interna de Ig cambió al escuchar la voz de Lee, descendió varios grados, como si se hubiera bebido demasiado rápido una bebida fría. Se volvió y le divisó entre las olas de calor que despedía el asfalto, un figura arrugada y distorsionada que aparecía y desaparecía intermitentemente. Un alma, no un hombre. El pelo corto y rubio parecía en llamas, blanco y caliente. Junto a él estaba Eric; su cabeza calva emitía destellos y tenía los brazos cruzados sobre su grueso pecho, con las manos escondidas bajo las axilas.

Eric se quedó a la entrada de las oficinas, pero Lee echó a andar hacia Ig, dando la impresión de no estar caminando sobre el suelo, sino por el aire, de estar flotando como un cuerpo gaseoso entre el asfixiante calor diurno. Conforme se acercó, sin embargo, su forma cobró solidez y dejó de parecer un espíritu fluido y sin sustancia para convertirse simplemente en un hombre con los pies en el suelo. Llevaba pantalones vaqueros y una chaqueta blanca, un uniforme de obrero que le daba más aspecto de carpintero que de portavoz político. Cuando estuvo cerca se quitó las gafas de espejo. En el cuello le brillaba una cadena de oro.

El ojo derecho de Lee era exactamente del mismo color que el azul tostado del cielo de agosto. El daño que había sufrido en el izquierdo no le había producido la clásica catarata que parece formar un película delgada y lechosa sobre la retina. La de Lee era una catarata cortical que se asemejaba a un rayo de luz azul palidísima, una fea estrella blanca insertada en el negro de su pupila. El ojo derecho estaba despierto y vigilante, mirando fijamente a Ig, pero el otro bizqueaba ligeramente y parecía escudriñar el horizonte. Lee afirmaba que veía con él, aunque de forma borrosa. Decía que era como mirar por una ventana cubierta de jabón. Con el ojo derecho parecía observar atentamente a Ig. Con el izquierdo era imposible saber qué miraba.

—Me han dado tu recado —dijo Lee—. Así que te has enterado.

Ig se sorprendió, no había supuesto que, aunque fuera bajo la influencia de los cuernos, Lee admitiría lo que había hecho con tal franqueza. También le desarmó la media sonrisa tímida de disculpa en el rostro de Lee, una expresión de azoramiento casi, como si violar y matar a la novia de Ig no hubiera sido más que una torpeza achacable a la falta de modales, como dejar una mancha de barro en una alfombra nueva.

—Me he enterado de todo, hijo de puta —dijo Ig.

Lee palideció y sus mejillas se tiñeron de grana. Levantó la mano izquierda con la palma hacia fuera, como pidiendo tiempo.

—Ig, no voy a darte ninguna excusa. Sé que estuvo mal. Había bebido demasiado, Merrin tenía aspecto de necesitar un amigo y las cosas se salieron de madre.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir sobre tu comportamiento? ¿Que las cosas se salieron de madre? Sabes que he venido a matarte.

Lee le observó un instante, después miró sobre su hombro a Eric Hannity y luego otra vez a Ig.

—Dado tu historial, Ig, no deberías hacer esas bromas. Después de lo que has pasado con lo de Merrin, tienes que andarte con ojo con lo que dices en presencia de un representante de la ley. Sobre todo si es alguien como Eric, que no entiende muy bien la ironía.

—No estoy siendo irónico.

Lee se llevó la mano a la cadena de oro alrededor del cuello y dijo:

—Por si te sirve de consuelo, me siento fatal. Y parte de mí se alegra de que te hayas enterado. No la necesitas en tu vida, Ig. Estás mejor sin ella.

Sin poderlo evitar, Ig dejó escapar un quejido ahogado de furia y miró a Lee. Esperaba que éste retrocediera, pero se quedó donde estaba y se limitó a mirar de nuevo a Eric, quien asintió. Entonces Ig miró a Eric... y se detuvo. Por primera vez reparó en que la funda de su pistola estaba vacía. La razón era que había cogido el revólver y lo tenía escondido bajo la axila. Ig no podía ver el arma pero notaba su presencia, podía sentir su peso como si la estuviera sosteniendo él mismo. No dudaba además de que Eric la usaría. Estaba deseando disparar al hermano de Terry Perrish y salir en los periódicos —«Policía heroico mata el presunto violador y homicida»— y si Ig tocaba un pelo a Lee le daría la excusa que necesitaba. Los cuernos harían el resto, obligando a Hannity a satisfacer sus más bajos impulsos. Así era como funcionaban.

—No sabía que la quisieras tanto —dijo por fin Lee mientras respiraba pausada y regularmente—. Dios, Ig, esa tía era basura. Vale, no era mala persona, pero Glenna siempre ha sido basura. Creía que sólo vivías con ella para no tener que volver a la casa de tus padres.

Ig no tenía ni idea de qué estaba hablando Lee. Por un momento el día pareció detenerse, incluso el estruendo de las langostas pareció desaparecer. Entonces comprendió, recordó lo que Glenna le había contado aquella mañana, la primera confesión que habían inspirado los cuernos. Le parecía imposible que hubiera sido aquella misma mañana.

—No estoy hablando de Glenna —dijo—. ¿Cómo puedes pensar que estoy hablando de ella?

—¿De quién hablas entonces?

Ig no lo entendía. Todos confesaban. En cuanto le veían, en cuanto veían sus cuernos empezaban a largar secretos, no podían evitarlo. El recepcionista quería ponerse las bragas de su madre y Eric Hannity estaba buscando una excusa para matarle y salir en los periódicos. Ahora le tocaba a Lee y lo único que admitía era que se había dejado hacer una mamada por una tía borracha.

—Merrin —dijo con voz áspera—. Estoy hablando de lo que le hiciste a Merrin.

Lee ladeó la cabeza sólo un poco, lo suficiente para apuntar con la oreja derecha hacia el cielo, como un perro atento a un ruido lejano. Después emitió un suspiro suave y sacudió la cabeza muy levemente.

—Me he perdido, Ig. ¿Qué se supone que le he hecho a...?

—Matarla, hijo de puta. Sé perfectamente que fuiste tú. La mataste y obligaste a Terry a guardar silencio.

Lee dirigió a Ig una mirada larga y contenida. Después volvió la vista hacia Eric para asegurarse, según pensó Ig, de si estaba lo suficientemente cerca como para oír la conversación. No lo estaba. Entonces Lee volvió la vista a Ig y cuando lo hizo su cara no delataba sentimiento alguno. El cambio fue tal que Ig casi gritó de nuevo, una reacción cómica, un diablo asustado de un hombre cuando se suponía que debía ser al contrario.

—¿Terry te ha contado eso? —preguntó Lee—. Porque si lo ha hecho es un mentiroso.

Lee parecía ser inmune a los cuernos de algún modo que Ig no lograba comprender. Era como si hubiera un muro y los cuernos no pudieran penetrarlo. Ig se concentró en hacerlos funcionar y por un instante notó en ellos una oleada de calor, sangre y presión, pero no duró mucho. Era como intentar tocar una trompeta llena de trapos: por mucho que te esfuerces, no suena.

Other books

A Death in Belmont by Sebastian Junger
Poirot and Me by David Suchet, Geoffrey Wansell
First SEALs by Patrick K. O'Donnell
Out at Night by Susan Arnout Smith
The Prince in the Tower by Lydia M Sheridan