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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (51 page)

BOOK: Cuernos
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—Hola, Glenna —dijo—. ¿Qué te trae por aquí?

—A veces vengo aquí a comer —contestó Glenna mientras le enseñaba un bocadillo envuelto en papel blanco—. Se está tranquilo. Es un buen sitio para pensar, sobre Ig y sobre otras cosas.

Terry asintió.

—¿De qué es?

—De berenjenas a la parmesana. Y también tengo un Dr. Pepper. ¿Quieres la mitad? Siempre me pido el grande, no sé por qué. No puedo comérmelo entero, o al menos no debería.

—Arrugó la nariz—. Estoy intentando quitarme cinco kilos.

—¿Por qué? —preguntó Terry mirándola de nuevo.

Glenna rió.

—Para ya —dijo.

Terry se encogió de hombros.

—Si te viene bien para el régimen, te acepto medio bocadillo, pero que sepas que no tienes nada de lo que preocuparte. Estás estupenda.

Se sentaron en un tronco caído a uno de los lados de la pista Evel Knievel. Con la luz de la tarde el agua lanzaba destellos dorados. Terry no había sido consciente de que tenía hambre hasta que Glenna le dio la mitad de su bocadillo y empezó a comer. Pronto se lo hubo terminado y se estaba chupando los dedos, y compartiendo el último sorbo de refresco. No hablaron y a Terry no le importó. No tenía ganas de hablar por hablar y Glenna parecía darse cuenta de ello. Su silencio no le ponía nervioso. Tenía gracia, en Los Ángeles la gente no era capaz de estarse callada, parecía horrorizarle la idea de pasar un minuto en silencio.

—Gracias —dijo Terry por fin.

—De nada.

Terry se pasó una mano por el pelo. En algún momento en las últimas semanas había reparado en que el pelo empezaba a escasearle en la coronilla y su reacción había sido dejárselo crecer, así que ahora llevaba greñas. Dijo:

—Debería haberme pasado por la peluquería para que me cortaras el pelo. Parezco un león.

—Ya no trabajo allí —dijo—. Ayer hice mi último corte.

—Venga ya.

—En serio.

—Bueno, pues brindo por cambiar de vida.

Ambos dieron un trago de Dr. Pepper.

—¿Y el último corte qué tal fue? —preguntó Terry—. ¿Tuviste ocasión de lucirte?

—Le afeité la cabeza a un tío. Un tío mayor. Normalmente no te piden que les afeites, eso es más una cosa de chicos jóvenes. Le conoces. Es Dale, el padre de Merrin.

—Sí, le conozco algo —dijo Terry e hizo una mueca en un esfuerzo por no sucumbir a una repentina oleada de tristeza que no entendía muy bien a qué se debía.

Claro que a Ig le habían matado por lo de Merrin. Lee y Eric le habían quemado vivo por lo que pensaban que le había hecho. El último año de Ig había sido muy malo, muy triste, tanto que Terry casi no podía ni pensar en ello. Estaba seguro de que Ig no lo había hecho, nunca habría matado a Merrin. Suponía que ahora ya nunca conocerían el nombre del asesino. Se estremeció al recordar la noche en que Merrin había muerto. Había salido por ahí con el cabrón de Lee —ese repugnante sociópata— e incluso lo estaba pasando bien. Un par de copas, un porro de marihuana barata junto al río y después se había quedado dormido en el coche de Lee y no se había despertado hasta la mañana siguiente. A veces tenía la sensación de que aquélla había sido la última noche en que había sido realmente feliz, jugando a las cartas con Ig y después conduciendo sin rumbo fijo por Gideon en una noche de agosto que olía a cohetes y fogatas. Se preguntaba si había en el mundo un olor más dulce.

—¿Por qué se quería afeitar la cabeza? —preguntó.

—Me dijo que se muda a Sarasota y que cuando llegue allí quiere sentir el sol en la cabeza desnuda. También porque su mujer odia a los hombres con la cabeza afeitada. O tal vez ya sea su ex mujer. Creo que se marcha a Sarasota sin ella.

Mientras hablaba, Glenna alisó una hoja contra la rodilla, después la cogió por el tallo y la soltó al viento, mirándola mientras se alejaba volando.

—Yo también me mudo, por eso he dejado la peluquería.

—¿A dónde te vas?

—A Nueva York.

—¿A la ciudad?

—Sí.

—Pues dame un toque cuando estés allí y te llevaré a un par de clubes de jazz —dijo Terry mientras le escribía su número de móvil en un recibo viejo que guardaba en un bolsillo.

—¿Qué quieres decir? ¿Pero tú no vivías en Los Ángeles?

—No. Después de dejar
Hothouse
ya no tenía sentido quedarme allí y prefiero mil veces Nueva York. ¿Sabes? Es un sitio... como más real.

Le dio el papel con su número de teléfono.

Glenna se sentó en el suelo sujetando el trozo de papel y sonriéndole, con los codos apoyados en el tronco y el sol proyectando motas de luz en su cara. Estaba guapa.

—Bueno —dijo—. Aunque supongo que viviremos en barrios diferentes.

—Por algo Dios inventó los taxis —dijo Terry.

—¿Los inventó Dios?

—No. Fueron los hombres, para poder llegar a casa sanos y salvos después de una noche de juerga.

—Si lo piensas —dijo Glenna—, casi todas las buenas ideas sirven para que resulte más fácil pecar.

—Eso es verdad —convino Terry.

Se levantaron y dieron un paseo para bajar los bocadillos, rodeando la fundición. Al llegar a la parte delantera Terry se detuvo y contempló de nuevo la gran extensión de tierra calcinada. Era curioso cómo el viento había encauzado el fuego directamente hacia el bosque y después había quemado un solo árbol. Ese árbol en particular. Seguía en pie, un esqueleto rematado por grandes astas ennegrecidas, como cuernos terribles clavándose en el cielo. Al verlo se detuvo, momentáneamente absorto. Luego se estremeció, el aire se había enfriado repentinamente y era más propio de finales de octubre en Nueva Inglaterra.

—Mira eso —dijo Glenna inclinándose para coger algo de entre la negra maleza.

Era una cruz de oro ensartada en una delgada cadena. Al sostenerla en alto se balanceó atrás y adelante, proyectando destellos de luz dorada en su bonita cara de facciones regulares.

—Es chula —dijo.

—¿La quieres?

—Si me la pongo es probable que acabe envuelta en llamas —dijo Glenna—. Quédatela tú.

—No —dijo Terry—. Es de chica.

La llevó hasta un árbol joven que crecía junto a la fundición y la colgó de una de sus ramas.

—Tal vez quien la perdió vuelva a buscarla.

Siguieron caminando sin hablar gran cosa, sólo disfrutando de la luz del día. Rodearon de nuevo la fundición y fueron hasta el coche de Glenna. Terry no supo con seguridad en qué momento se cogieron las manos, pero para cuando llegaron al Saturno ya las habían entrelazado. Los dedos de Glenna se deslizaron de los suyos con evidente desgana.

Se levantó una brisa que recorrió la explanada, transportando olor a cenizas y el frío del otoño. Glenna se abrazó a sí misma y se estremeció de placer. De lejos llegaba el sonido de una trompeta, una melodía insolente y alegre, y Terry levantó la cabeza, escuchando. Pero debía provenir de un coche que pasaba por la autopista, porque enseguida se calló.

—Le echo de menos, ¿sabes? —dijo Glenna—. No te puedes imaginar cómo.

—Yo también. Aunque es curioso. A veces... A veces le noto tan cerca que tengo la impresión de que si me doy la vuelta le voy a ver. Sonriéndome.

—Sí, yo también tengo esa sensación —dijo Glenna sonriendo. Una sonrisa amplia, generosa, sincera—. Oye, tengo que irme. Nos vemos en Nueva York, a lo mejor.

—A lo mejor no. Seguro.

—Vale. Seguro.

Subió al coche, cerró la puerta y le hizo un saludo con la mano antes de dar marcha atrás.

Terry permaneció allí dejando que la brisa jugueteara con su abrigo y miró de nuevo hacia la fundición vacía, a la tierra arrasada. Sabía que debería sentir algo por Ig, que debería estar roto de dolor..., pero en lugar de ello se preguntaba cuánto tiempo dejaría pasar Glenna antes de llamarle y dónde podría llevarla cuando se vieran en Nueva York. Conocía buenos sitios.

El viento sopló de nuevo, ya no fresco sino directamente gélido, y Terry alargó la cabeza una vez más, por un momento tuvo la sensación de que había escuchado de nuevo una trompeta, un saludo insolente. Era un riff hermosamente ejecutado y al oírlo sintió, por primera vez, deseos de tocar otra vez. Entonces la música se apagó, transportada por la brisa. Era el momento de irse.

—Pobre diablo —musitó Terry antes de subirse a su coche de alquiler y alejarse de allí.

Agradecimientos, notas y confesiones

Los expertos no se ponen de acuerdo respecto a la letra del gran éxito de los Romantics de la década de 1980
What I Like About You.
Ig canta «Susúrrame al oído», pero mucha gente afirma que lo que grita Jim Marinos es «Un cálido susurro en mi oído» o incluso «Un teléfono me susurra al oído». Dadas las múltiples versiones decidí que dejaría que Ig tuviera la suya propia, pero pido disculpas a los puristas del rock si he cometido un error.

La correctora de este libro me hizo saber, muy acertadamente, que las langostas mueren en julio, pero el autor ha elegido no enmendar el desliz por razones artísticas, esas de las que tantas veces hemos oído hablar.

Doy las gracias al doctor Andy Singh por su explicación del BRCA1, el tipo de cáncer que mató a la hermana de Merrin y que podría haberla matado también a ella si mi argumento no la hubiera llevado por otros derroteros. Cualquier error o inexactitud relativo a la información médica es únicamente mío. Gracias también a Kerri Singh y al resto de los miembros del clan Singh por aguantar mis dudas y nervios mientras escribía esta novela en el transcurso de muchas veladas.

Estoy muy agradecido también a Danielle y al doctor Alan Ades. Cuando necesité un lugar donde trabajar sin ser molestado me encontraron uno. Gracias también a la gente del Lee Mac's por darme de comer durante cuatro meses. Tengo una deuda de gratitud con mis amigos Jason Ciaramella y Shane Leonard; ambos leyeron este libro cuando aún era un borrador y sus aportaciones me resultaron de gran ayuda. Gracias asimismo a Ray Slyman, quien me habló de la cruz Don Orione; a mi hermana, la clériga Naomi King, quien me remitió a varios pasajes bíblicos que me fueron de gran utilidad. Un libro,
God's Problem: How the Bible Fails to Answer Our Most Important Question-Why We Suffer
[«El problema de Dios. El fracaso de la Biblia a la hora de responder a nuestra pregunta más importante y por qué sufrimos»], de Bart Ehrman (HarperOne), también me resultó de gran ayuda. Lo leí cuando estaba inmerso en el quinto borrador del libro y sospecho que de haberlo hecho antes esta novela sería muy distinta.

Un equipo de gente entregada y apasionada de los libros trabajó en éste en William Morrow/Harper Collins: Mary Schuck, Ben Bruton, Tavia Kowalchuk, Lynn Grady, Liate Stehlik, Lorie Young, Nyamekye Waliyaya y la editora de textos Maureen Sugden. Mi agradecimiento a todos ello por ayudarme a hacer de esta novela lo que es.

También doy las gracias a Jody Hotchkiss y Sean Daily, ambos lectores apasionados (y cinéfilos) y que desde el primer momento fueron ardientes defensores de esta historia.

Hubo un momento en que llegué a pensar que este libro era el demonio mismo; por eso estoy agradecido a mis editores, Jen Brehl, Jo Fletcher y Pete Crowther, y a mi agente, Mickey Choate, por su paciencia mientras luchaba por terminarlo y por toda la ayuda que me brindaron en los momentos más duros.

Por último gracias a mi familia, Leonora y los chicos. Sin ellos no habría tenido la más mínima posibilidad de terminar
Cuernos.

J. H., agosto de 2009

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