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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Cuernos (31 page)

BOOK: Cuernos
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Las serpientes se retorcieron y sisearon excitadas, disputándose un lugar a sus pies. Se mordían las unas a las otras en un estado próximo al éxtasis.

La de tronco grueso y marrón empezó a enroscarse alrededor de uno de los tobillos de Ig, quien se agachó y la levantó con una mano, mirándola por fin. Era del color de las hojas secas y muertas de otoño y su cola terminaba en un cascabel corto y polvoriento. Ig nunca había visto una serpiente con cascabel excepto en las películas de Clint Eastwood. El animal se dejó levantar por los aires sin intentar escapar. Le miró con sus ojos dorados y arrugados, que parecían recubiertos de una tela metálica y tenían pupilas ranuradas. Sacó una lengua negra, catando el aire. Su piel fría cubría holgadamente su anatomía, como un párpado cerrado sobre un ojo. La cola —aunque quizá no tenía sentido hablar de cola, ya que toda ella era una cola con una cabeza pegada a uno de los extremos— pendía inerme junto al brazo de Ig. Transcurrido un instante, éste se la colocó sobre los hombros como si fuera una bufanda o una corbata sin anudar, con el cascabel apoyado en el pecho desnudo.

Miró fijamente a su audiencia; había perdido el hilo de su discurso. Inclinó la cabeza hacia atrás y dio un sorbo de vino que le quemó agradablemente al bajar por la garganta, como si fuera una brasa encendida. Cristo, al menos, tenía razón al amar el vino, bebida del demonio que, al igual que la fruta prohibida, traía consigo la libertad, la sabiduría y también una cierta decadencia. Exhaló humo y recordó lo que estaba diciendo.

—Pensad por ejemplo en la chica a la que yo amaba y en cómo acabó. Llevaba la cruz de Jesús colgada del cuello y fue siempre fiel a la Iglesia, que jamás hizo nada por ella salvo quedarse con su dinero de la colecta dominical y llamarla pecadora a la cara. Llevaba a Jesús en su corazón cada día y cada noche le rezaba. Y ya veis de qué le sirvió. Cristo en su cruz. Son muchos los que han llorado por Jesús en su cruz. Como si nadie hubiera sufrido más que él. Como si millones de personas no hubieran padecido muertes peores y no hubieran sido relegadas después al olvido. Si yo hubiera vivido en tiempos de Pilatos habría hundido con gusto mi lanza en su costado, él, tan orgulloso siempre de sus padecimientos.

»Merrin y yo éramos como esposo y esposa. Pero ella quería algo más, quería libertad, una vida, la oportunidad de descubrirse a sí misma. Quería tener otros amantes y que yo los tuviera también. La odié por eso y también Dios. Sólo por imaginar que pudiera abrirse de piernas ante otro hombre. Dios le dio la espalda y cuando ella le llamó, cuando la estaban violando y asesinando, hizo como que no la oía. Sin duda pensó que estaba recibiendo un merecido castigo. Yo veo a Dios como a un escritor de novelas populares, alguien que construye historias con argumentos sádicos y sin talento, narraciones cuyo único fin es expresar su terror hacia el poder de la mujer de elegir a quién amar y cómo amar, de redefinir el amor como mejor considere y no como Dios cree que debería ser. El autor es indigno de los personajes que crea. El demonio es, antes que nada, un crítico literario cuya misión es exponer a este escriba sin talento al merecido escarnio de sus lectores.

La serpiente que tenía alrededor del cuello dejó caer la cabeza hasta abrazar uno de sus muslos en amoroso gesto. Ig la acarició con suavidad mientras llegaba al argumento central, al punto álgido de su encendido sermón.

—Sólo el demonio ama a los hombres por lo que verdaderamente son y se regocija con las astutas estratagemas que traman los unos contra los otros, con su desvergonzada curiosidad, su falta de autocontrol, su tendencia a infringir una regla en cuanto saben de su existencia, con su disposición a renunciar a la salvación de sus almas por un simple polvo. El diablo, a diferencia de Dios, sabe que sólo aquellos que tienen el valor suficiente de arriesgar su alma por el amor tienen derecho a tener alma.

»¿Y qué pinta Dios en todo esto? Dios ama al hombre, nos dicen, pero el amor ha de ser probado con hechos, no con razones. Si estamos en un barco y dejamos ahogarse a un hombre es seguro que arderemos en el infierno. Y sin embargo, Dios, en su inmensa sabiduría, no siente la necesidad de utilizar sus poderes para salvar a ningún hombre del sufrimiento, y a pesar de su inacción se le celebra y reverencia. Decidme: ¿dónde está la lógica moral en esto? No podéis decírmelo porque no existe. Sólo el diablo opera dentro de los límites de la razón, prometiendo castigar a aquellos que osan hacer de la tierra un infierno para aquellos que osan amar y sentir.

»Yo no digo que Dios esté muerto. Afirmo que está vivo, pero que es incapaz de ofrecer la salvación, ya que él mismo está condenado por su indiferencia criminal. Se perdió en el momento mismo en que exigió lealtad y adoración antes siquiera de ofrecer su protección. Un trato propio de un gánster. En cambio el diablo es cualquier cosa menos indiferente. Siempre está disponible para aquellos deseosos de pecar, que es otra manera de decir «deseosos de vivir». Sus líneas de teléfono están siempre abiertas, con los operadores en sus puestos.

La culebra que llevaba en los hombros agitó su cascabel con un castañeteo de aprobación. Ig la levantó con una mano y besó su fría cabeza; después la dejó en el suelo. Se volvió hacia la chimenea mientras las serpientes abrían paso a sus pies. Cogió la horca, que descansaba contra una pared, junto a la escotilla del horno, y entró en éste, aunque no descansó. Estuvo un tiempo leyendo su «Biblia Neil Diamond» a la luz del fuego e hizo una pausa, tironeándose nervioso de la perilla, reflexionando sobre la ley del Deuteronomio que prohíbe vestir ropas de fibras combinadas. Un pasaje problemático que requería de especial consideración.

—Sólo el demonio quiere que el hombre pueda elegir entre una amplia gama de estilos de vestir ligeros y confortables —murmuró por fin, ensayando una nueva sentencia—. Aunque tal vez no deba haber perdón para el poliéster. Sobre este asunto Dios y Satán coinciden plenamente.

Capítulo 29

U
n estruendo penetrante y metálico lo despertó. Se sentó en la oscuridad, que olía a hollín, frotándose los ojos; el fuego llevaba horas apagado. Escudriñó en la oscuridad tratando de ver quién había abierto la escotilla y entonces una llave inglesa le golpeó en la boca tan fuerte que le obligó a ladear la cabeza. Cayó a cuatro patas y se le llenó la boca de sangre. Notaba unos bultos sólidos contra la lengua y al escupir un hilo de sangre viscosa cayeron al suelo tres dientes.

Una mano enfundada en un guante de cuero negro entró en la chimenea, le sujetó por el pelo y le arrastró fuera del horno. Su cabeza chocó con la escotilla de acero y resonó estridente, como un gong. Trató de ponerse en pie con una flexión y una bota con puntera de acero le golpeó en el costado. Los brazos cedieron y dio con la barbilla en el suelo de cemento. Los dientes le entrechocaron como una claqueta:
Escena 666, toma uno. ¡Acción!

Su horca. La había apoyado contra la pared justo fuera del horno. Rodó por el suelo y alargó el brazo hacia ella. Sus dedos rozaron el mango y la herramienta cayó al suelo con gran estrépito. Cuando fue a cogerla Lee le aplastó la mano con la bota y escuchó los huesos quebrarse con un crujido, como cuando alguien parte un puñado de higos secos. Volvió la cabeza para mirar a Lee en el mismo momento en que éste le atacaba otra vez, golpeándole justo entre los cuernos. En su cabeza explotó un resplandor blanco, llamas de fósforo refulgente, y el mundo desapareció.

* * *

Abrió los ojos y vio el suelo de la fundición deslizarse debajo de él. Lee le agarraba por el cuello de la camisa y tiraba de él arrastrándole de rodillas por el suelo de cemento. Tenía las manos delante del cuerpo, sujetas por las muñecas con algo que parecía cinta aislante. Trató de ponerse en pie y sólo consiguió patalear débilmente. Un chirrido infernal de langostas lo llenaba todo y tardó unos segundos en comprender que el sonido estaba dentro de su cabeza, porque de noche las langostas guardan silencio.

Cuando se estaba dentro de una fundición era un error pensar en términos de dentro y fuera. No había techo, por tanto el interior era, en realidad, exterior. Pero cruzaron una puerta e Ig tuvo la sensación de que, de alguna manera, habían salido a la noche, aunque seguía notando cemento y polvo bajo las rodillas. No podía levantar la cabeza, pero tenía la impresión de estar en un espacio abierto, de haber dejado los muros atrás. Escuchó el ronroneo del Cadillac de Lee desde algún lugar. Estaban detrás del edificio, pensó, no lejos de la pista Evel Knievel. Movió la lengua pesadamente dentro de la boca, como una anguila nadando en sangre, y con la punta tocó una cuenca vacía donde antes había habido un diente.

Si iba a intentar usar los cuernos contra Lee más le valía empezar ahora, antes de que él hiciera lo que hubiera ido a hacer. Pero cuando abrió la boca para hablar le sacudió una nueva oleada de dolor y tuvo que hacer esfuerzos para no gritar. Tenía la mandíbula rota, hecha añicos probablemente. La sangre le salía a borbotones entre los labios y sólo pudo emitir un gemido sordo de dolor.

Estaban al principio de unas escaleras de cemento y Lee respiraba pesadamente. Se detuvo.

—Joder, Ig —dijo—. Nunca pensé que fueras a pesar tanto. No estoy hecho para este tipo de cosas.

Le dejó caer escaleras abajo. Primero se golpeó en el hombro y después en la cara; fue como si se le rompiera la mandíbula otra vez, y entonces no pudo evitarlo y gritó, profiriendo un ruido ahogado y arenoso. Rodó hasta el final de las escaleras y quedó tumbado boca abajo, con la nariz pegada al suelo.

Una vez en esa posición permaneció completamente inmóvil —no moverse le parecía importante, lo más importante del mundo— esperando a que las negras punzadas de dolor cedieran, al menos un poco. A lo lejos oyó pisadas de botas en los escalones de cemento y después sobre tierra. Oyó abrirse la puerta de un coche y después cerrarse. Las pisadas de botas avanzaban en su dirección y escuchó un pequeño tintineo seguido de un chapoteo, sin conseguir identificar ninguno de los dos sonidos.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo Lee—. No podías mantenerte alejado, ¿eh?

Hizo un esfuerzo por levantar la cabeza y mirar hacia arriba. Lee estaba de cuclillas junto a él. Llevaba unos vaqueros oscuros y una camisa blanca con las mangas enrolladas, dejando ver sus antebrazos delgados y fuertes. Tenía el semblante sereno, casi alegre. Con una mano y gesto ausente jugueteaba con la cruz que reposaba en los rizos rubios del pelo de su pecho.

—He sabido que te encontraría aquí desde que Glenna me llamó hace un par de horas.

—Por un momento se asomó una sonrisa a las comisuras de sus labios—. Cuando llegó a su apartamento se lo encontró patas arriba, con el televisor roto y todo por los suelos. Me llamó inmediatamente. Estaba llorando, Ig. Se siente fatal. Tiene la impresión de que de alguna manera te enteraste de nuestro..., ¿cómo llamarlo?..., nuestro encuentro secreto en el aparcamiento, y de que ahora la odias. Tiene miedo de que hagas alguna locura. Yo le dije que me preocupaba más lo que pudieras hacerle a ella que a ti mismo y que debería pasar la noche en mi casa. ¿Quieres creer que me dijo que no? Me dijo que no tenía miedo de ti y que necesitaba hablar contigo antes de que ella y yo pasáramos a mayores. ¡La pobre! Es una buena chica, ¿sabes?

Siempre ansiosa por agradar a todo el mundo, muy insegura y bastante putón. Es lo segundo más parecido a un ser humano de usar y tirar que he visto en mi vida. El primero eres tú.

Ig se olvidó de su mandíbula destrozada e intentó decirle a Lee que se mantuviera alejado de Glenna. Pero cuando abrió la boca, todo lo que salió de ella fue otro grito. El dolor le irradiaba desde la mandíbula acompañado de una sensación de oscuridad que se concentraba en los límites de su campo visual y después le envolvía por completo. Exhaló, expulsando sangre por la nariz, e intentó sobreponerse, espantando la oscuridad con un esfuerzo de voluntad sobrehumano.

—Eric no se acuerda de lo que pasó en casa de Glenna esta mañana —dijo Lee con una voz tan tenue que a Ig le costó trabajo oírle—. ¿Y eso por qué, Ig? No se acuerda de nada excepto de que le tiraste una cacerola de agua hirviendo a la cara y casi se desmaya. Pero en el apartamento algo pasó. ¿Una pelea? Algo, desde luego. Me habría traído a Eric conmigo esta noche —estoy convencido de que le gustaría verte muerto— pero tal y como tiene la cara... Se la has quemado a base de bien. Un poco más y habría tenido que ir a un hospital e inventarse algún cuento para explicar cómo se había quemado. De todas maneras, no debería haber ido al apartamento de Glenna. A veces pienso que ese tío no tiene ningún respeto por la ley.

—Rió—. Quizá sea mejor así, quiero decir, que no haya venido. Este tipo de cosas se hacen mejor sin testigos.

Tenía las muñecas apoyadas en las rodillas y la llave inglesa colgaba de su mano izquierda, cinco kilos de hierro enmohecido.

—Casi puedo entender que Eric no se acuerde de lo que pasó en casa de Glenna. Un cacerolazo en la cabeza puede provocar amnesia. Pero no consigo explicarme lo que pasó cuando fuiste ayer a la oficina del congresista. Tres personas te vieron llegar. Chet, nuestro recepcionista; Cameron, encargado de la máquina de rayos X, y Eric. Cinco minutos después de que te marcharas ninguno de ellos recordaba que habías estado allí, hasta que les enseñé el vídeo. Sólo yo. Ni siquiera Eric se lo creía hasta que no le enseñé la grabación. Hay imágenes en las que los dos aparecéis hablando, pero no supo decirme de qué. Y hay otra cosa. El vídeo..., algo raro le pasa. Es como si la cinta estuviera defectuosa...

—Se calló y permaneció en silencio unos segundos, pensativo—. La imagen está distorsionada, pero sólo a tu alrededor. ¿Qué le hiciste a la cinta? ¿Y a ellos? ¿Y por qué a mí no afecta? Eso es lo que me gustaría saber.

Como Ig no respondió, levantó la llave y le pinchó con ella en el hombro.

—¿Me estás escuchando, Ig?

Ig había escuchado todo lo que le había dicho Lee, se había estado preparando mientras éste hablaba, reuniendo las fuerzas que le quedaban para salir corriendo. Había recogido las rodillas debajo del cuerpo, había recuperado el aliento y esperaba el momento adecuado, que ya había llegado. Se levantó empujando la llave a un lado y se lanzó contra Lee, golpeándole en el pecho con un hombro y haciéndole caer de espaldas. Levantó las manos y rodeó con ellas la garganta de Lee... y en el preciso instante en que tocó su piel gritó de nuevo. Entró por un instante en la cabeza de Lee y fue como estar a punto de ahogarse en el río Knowles otra vez. Se hundía en un torrente negro que lo arrastraba a un lugar frío y tenebroso y le obligaba a seguir moviéndose. Ese único momento de contacto le bastó para saber todo aquello que no había querido saber, que quería haber olvidado, desaprendido.

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