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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (11 page)

BOOK: Cuestión de fe
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Brunetti se acercó a mirar la revista por encima de su hombro y preguntó:

—¿Cree que esas aberturas laterales en las chaquetas son buena idea?

—Aún no lo sé, comisario. ¿Qué opina su esposa?

—Ella prefiere las chaquetas sin aberturas, dice que estilizan la silueta. Será porque ella es alta. Pero ésa es perfecta —dijo inclinándose para señalar una chaqueta beige que ocupaba el centro de la página de la izquierda—. De todos modos, esta noche se lo preguntaré, por si tiene alguna otra idea al respecto.

Ella miró al teniente, pero éste, que al parecer no tenía opinión acerca de aberturas, optó por salir del despacho olvidando cerrar la puerta.

—Un hombre sin sentido de la moda es un hombre sin alma —dijo la
signorina
Elettra volviendo la página.

12

Cuando se hizo evidente que Scarpa no volvía y mientras la luz roja del teléfono de Patta permanecía encendida, Brunetti dijo:

—No debería usted tentarme.

—Tampoco debería tentarme a mí misma —dijo ella cerrando la revista y guardándola en el cajón—. Pero el deseo de pincharle es más fuerte que yo.

—¿Es cierto que confeccionó él el programa?

—En absoluto —dijo ella secamente—. Lo hice yo esta mañana, en diez minutos. Estaba encima de la mesa cuando ha entrado Scarpa y me ha preguntado qué era. Yo no le he dicho nada, pero no ha tenido más que leer el título para agarrarlo y entrar con él en el despacho de Patta, y luego ha salido Patta con el papel en la mano, felicitando al teniente por su iniciativa. —Profirió un gruñido de enojo y cerró el cajón con brusquedad.

—Es lo que ha ocurrido siempre —dijo Brunetti.

—¿Que las mujeres hacen el trabajo y los hombres se llevan el mérito? —preguntó ella, todavía disgustada.

—Sí, lamentablemente. —Brunetti observó una mancha de sudor en la parte interior del cuello de la blusa de la joven—. Pero Patta es el único que se lo cree —añadió, a modo de consuelo.

Ella se encogió de hombros, aspiró profundamente y dijo, con voz más serena:

—Quizá sea mejor que Patta no sepa lo fácil que es para mí hacer el trabajo. Mientras siga creyendo que él, o su teniente, lo hace todo, yo podré seguir haciendo lo que quiera.

—Riverre dice que las cosas irían mucho mejor si aquí mandara usted.

—Ah, la sabiduría de las gentes sencillas —dijo ella, pero sonreía con evidente satisfacción.

Volviendo a lo que interesaba, Brunetti inquirió:

—¿Qué piensa hacer respecto a Fontana? —pregunta que, traducida, decía en realidad: «¿A quién piensa preguntar y cuánto va a costamos la información, en favores?

—Hace años que conozco a un empleado del Tribunale. Entro a verlo en su despacho cuando paso por allí y a veces vamos a tomar café o me acompaña a comprar las flores. Me ha invitado a cenar más de una vez, pero siempre he tenido otro compromiso. O eso le he dicho. —Miró a Brunetti y sonrió—. Esperaré hasta el martes y me acercaré al mercado de flores. Quizá a la vuelta entre a verlo, por si tiene tiempo para salir a tomar café.

—¿Qué tiene él de malo?

—Oh, nada. Es honrado, trabajador y bastante guapo. —Por el tono de voz, parecía que enumerara defectos.

—¿Pero…?

—Pero muy aburrido. Si hago un chiste y él no lo entiende, me siento como si hubiera pegado a un cachorrillo, porque me mira con sus grandes ojos marro-nes, confuso, temiendo que me enfade porque no ha sabido hacer la pirueta.

—No obstante lo cual tiene la virtud de ser funcionario del Tribunale, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

—Y yo soy débil —dijo ella con un largo suspiro—, Nunca he sido capaz de despreciar una mina. —Antes de que él pudiera preguntar, prosiguió—: Y él es una buena mina. Mientras tomamos café, tengo a mi disposición todos los secretos del Tribunale; no tendría más que preguntar.

—¿Y no pregunta?

—Nunca, hasta ahora —dijo ella—. Lo he mantenido en reserva. —Buscó el símil más adecuado—. Como la ardilla entierra una nuez, antes del largo invierno.

—O como el Lobo espera a Caperucita, vestido con el camisón de la Abuela, para zampársela.

—Es que yo no quiero zampármelo —protestó ella—. Sólo hacerle preguntas.

—Si París valía una misa, quizá la información acerca de Fontana valga un café.

—No es usted el que tiene que tomarlo con él —objetó la
signorina
haciéndose la remilgada.

—Comprendo —dijo Brunetti, sin estar seguro de qué parte de la historia era verdad y qué parte fantasía, porque con la
signorina
Elettra nunca se sabía. Para alejarla del tema, preguntó:

—¿Y qué tenemos del
signor
Puntera?

—Un amigo mío del banco había trabajado de asesor fiscal para él. Me enteraré de si sigue en Venecia y veré qué puede decirme.

Brunetti no recordaba que, en todos aquellos años, la
signorina
Elettra hubiera utilizado una sola fuente femenina.

—¿Resulta más fácil hacer hablar a los hombres?

—Sí, señor. —Ella ladeó la cabeza y miró a la puerta del despacho de Patta—. Yo diría que sí. Las mujeres somos más discretas. Y es que a los hombres les gusta alardear de sus conocimientos. Quizá nosotras alardeamos de otras cosas.

—¿Por eso prefiere utilizar a hombres? —preguntó él, y hasta después de hacer la pregunta no reparó en su rudeza.

—No, señor —respondió ella con calma—. Sería más inmoral obtener información de las mujeres con subterfugios.

—¿Inmoral? —repitió él interrogativamente.

—Desde luego. Lo que yo hago es inmoral: abuso de la buena fe de las personas y traiciono su confianza. ¿Cómo no había de serlo?

—¿Más inmoral que acceder al ordenador de alguien? —preguntó él, a sabiendas de que lo era.

Ella le lanzó una mirada de extrañeza, como si la asombrara que él pudiera preguntar algo tan evidente.

—Por supuesto,
dottore.
Los sistemas informáticos están concebidos para impedirte el acceso: la gente sabe que vas entrar, o a intentarlo. Así que, en cierto modo, está prevenida y toma precauciones, o debería tomarlas. Pero cuando una persona te dice cosas confidencialmente o te da una información confiando en que no harás uso de ella, ha bajado la guardia. —Extendió una mano y tocó varias teclas, pero en la pantalla no cambió nada—. Así pues, iré a tomar un café con él y veré qué puede decirme de Araldo Fontana, empleado modelo.

—Por si le sirve de algo —dijo Brunetti—, mi fuente estaba convencido de que su conducta es irreprochable. Dijo que Fontana es un hombre de bien y hasta pareció sorprenderle que le preguntara por él.

—¿Un hombre de bien? —repitió ella saboreando cada sílaba—. ¿Cuánto tiempo hará que no oía esa expresión? —preguntó con una pequeña sonrisa.

—Demasiado, probablemente. Es un bonito elogio.

—¿Verdad que sí? —convino la
signorina
Elettra, y calló durante un rato—. Lo mismo podría decirse de mi amigo del Tribunale.

—¿El funcionario?

—Sí. —Brunetti esperaba que ella añadiera algo, pero sólo dijo—: Le preguntaré por Fontana.

—Procure enterarse también de si sabe algo de una tal jueza Coltellini.

Había dudado en pedírselo, pero si la pista de Fontana acababa en vía muerta, habría que indagar respecto al otro nombre que aparecía en los papeles.

—¿Luisa?

—Sí. ¿La conoce?

—No, pero trabajé con su hermana. En el banco. Era subdirectora. Excelente persona.

—¿Nunca hablaba de su hermana?

—No que yo recuerde —dijo la
signorina
Elettra—. Pero podría preguntarle. La veo por la calle y alguna vez nos tomamos un café.

—¿Sabe ella dónde trabaja usted?

—No. Le dije que trabajaba en la Commune, y generalmente basta decir eso para que la gente deje de preguntar.

—Por lo que dijo mi informador, parece ser que Fontana se interesa por la hermana jueza.

—¿Y la jueza no se interesa por él?

—No.

—Eso me suena —dijo ella volviéndose hacia el ordenador.

—Qué curioso —dijo Paola aquella noche. Estaba tumbada en el sofá, mientras él le hablaba de su conversación con la
signorina
Elettra y de los comentarios de ésta sobre la inmoralidad y el engaño—. Sí; es curioso que considere más inmoral engañar a una mujer. Creí que los días de la solidaridad femenina ya habían pasado.

—No fue solidaridad femenina exactamente —respondió Brunetti—. Me parece que ella cree que la falta de honradez es proporcional a la confianza que traicionas, no al engaño del que te sirves. Y que los hombres suelen ser más indiscretos, más dados a la jactancia, lo que hace que, en cierta medida, se sienta justificada a utilizar sus confidencias.

—¿Y las mujeres?

—Me dio la impresión de que piensa que las mujeres necesitan confiar plenamente en una persona antes de revelarle algo.

—O, quizá, que las mujeres hacen confidencias por debilidad, y los hombres, por presunción —apuntó Paola, mirándose los pies y moviendo los dedos.

—¿Qué quieres decir?

—Piensa en las cenas en las que hemos estado los dos y en las conversaciones que tú has mantenido con hombres solos. Generalmente, se habla de una conquista, ya sea una mujer, un empleo, un contrato o, incluso, un campeonato de natación. Es más alarde que confesión. —Como él pareciera escéptico, ella añadió—: Dime que nunca has oído a un hombre ufanarse de cuántas mujeres ha conseguido.

Tras un momento de reflexión, Brunetti dijo:

—Claro que sí, desde luego —e irguió el tronco ligeramente al responder.

—Las mujeres, por lo menos las de mi edad, nunca harían eso delante de desconocidas.

—¿Y delante de conocidas? —preguntó un atónito Brunetti.

Como si no le hubiera oído, ella prosiguió, cambiando de tono:

—Pero el engaño también tiene su utilidad: sin él y sin la traición no existiría la literatura.

—¿Cómo dices? —preguntó Brunetti sin saber cómo las reflexiones de la
signorina
Elettra sobre la inmoralidad les habían llevado a la literatura, aunque el tema le era familiar y estaba acostumbrado a las maniobras de Paola para sacarlo a relucir.

—Piensa un poco —dijo ella extendiendo el brazo hacia él en un amplio ademán—: Gilgamesh es traicionado, lo mismo que Boewulf, y que Otelo. Un griego conduce a los persas a la retaguardia de los espartanos…

—Eso es Historia —cortó Brunetti.

—Como quieras —concedió Paola—. ¿Y Ulises? ¿Qué es sino el gran traidor? ¿Y Billy Budd, y Ana Karenina, y Jesucristo, e Isabel Archer? Todos son traicionados. Hasta el mismo capitán Ahab…

—¿Traicionado por una
ballena
? —interrumpió Brunetti.

—No; por su megalomanía y su afán de venganza. Por sus propias debilidades, si tú quieres.

—¿No estás llevando las cosas muy lejos, Paola? —preguntó él en tono razonable. Se sentía cansado, tras una larga jornada tratando de indagar en dos casos, que en realidad no eran tales casos, en los que sólo extraoficialmente podía actuar y en los que ni siquiera estaba seguro de que hubiera delito. Él quería considerar dos posibles casos de fraude, y su mujer le salía con una ballena.

Ella se moderó inmediatamente y se incorporó para golpear el almohadón que estaba apoyado en el brazo del sofá.

—Sólo trataba de probar una hipótesis, quería ver si resultaba una idea interesante para un artículo.

—¿No queda eso muy lejos del mundo de Henry James? —preguntó él, sin estar del todo seguro de que ella hubiera mencionado en su lista a un personaje de este autor.

Ella se puso aún más seria.

—Últimamente he pensado mucho.

—¿Pensado en qué?

—En que el mundo de Henry James se me está quedando pequeño.

Brunetti se puso en pie y miró el reloj: más de las once.

—Me voy a la cama —fue todo lo que supo decir, en su estupefacción.

13

El
ferragosto
se alargaba de año en año, a medida que la gente iba añadiendo días a uno u otro extremo del período oficial de las dos semanas de descanso, tanto por el deseo de prolongar las vacaciones como por la esperanza de evitar los atascos de circulación. En los informativos de la radio y la televisión se daban normas de prudencia a los automovilistas y se hablaba de los doce millones de coches —o catorce o quince— que saldrían a la carretera aquel fin de semana. Uno de los locutores dijo que, puestos los vehículos parachoques con parachoques, la cola iría desde Reggio Calabria hasta el paso de San Gotardo. Brunetti, que ignoraba la longitud media de un automóvil, no se molestó en comprobar el cálculo. Aunque tenía permiso de conducir, en realidad él no era conductor ni sentía el menor interés por los coches. Eran grandes o pequeños, rojos, blancos o de otro color, y demasiados jóvenes morían en ellos al cabo del año. Había decidido hacer el viaje en tren: la sola mención de la posibilidad de alquilar un coche sería exponerse a las denuncias ecologistas de Chiara. Irían en tren hasta Malíes, donde los esperaría un coche que los llevaría a la casa del primo. Un autobús hacía el viaje a Glorenza dos veces al día.

Cada miembro de la familia empezó a hacer sus preparativos para las vacaciones. Paola levantó la acostumbrada montaña de libros encima del tocador, cuya composición variaba de año en año según los títulos que ella pensaba elegir para su clase sobre la Novela Británica del curso siguiente. Por la noche, Brunetti leía los títulos, para seguir las alternativas de la pugna en la que estaban enzarzados los tomos:
La feria de las vanidades
había cedido el puesto a
Grandes esperanzas,
sustitución que Brunetti atribuía a simple cuestión de peso;
El agente secreto
duró tres días, al cabo de los cuales fue sustituido por
El corazón de las tinieblas,
a pesar de que a Brunetti la diferencia de peso le parecía mínima. Al día siguiente,
Las torres de Barchester
había reemplazado a
Middlemarch,
lo cual indicaba que ya volvía a regir la ley del peso.
Orgullo y prejuicio
se había mantenido desde la primera noche.

Tres noches antes de la partida, Brunetti cedió a la curiosidad.

—¿Cómo es que todos los libros gruesos han desaparecido, menos
A Suitable Boy,
que es el más grueso de todos?

—Oh, ése no lo daremos —dijo Paola como si la pregunta la sorprendiera—. Hace años que quiero releerlo. Es mi premio.

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