Cuestión de fe (22 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Cuestión de fe
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Dejó la copa, tomó el segundo emparedado y miró a Brunetti.

—¿Zinka? —preguntó con naturalidad—. ¿Por qué se interesan por ella?

Brunetti bebió agua y alargó la mano hacia el segundo emparedado con indiferencia, como si no hubiera observado la reacción de Penzo.

—En realidad, no nos interesa ella sino algo que ella dijo.

—¿Sí? ¿Qué dijo? —preguntó Penzo con una voz que ya había dominado y sonaba perfectamente serena.

Se llevó el emparedado a los labios, pero lo dejó en el plato, sin probarlo.

Vianello miró a Brunetti y alzó las cejas mientras apuraba su copa de vino. La puso en el mostrador y preguntó:

—¿Alguien desea otra?

Brunetti asintió; Penzo dijo que no.

Vianello fue a la barra. Brunetti dejó la copa vacía y dijo:

—Ella mencionó una discusión que su señor había tenido con uno de los vecinos.

Penzo miró su emparedado y preguntó cortésmente, sin levantar la mirada:

—Ah, ¿sí?

—Con Araldo Fontana —dijo Brunetti. Ahora Penzo debería haberle mirado, pero seguía con los ojos fijos en el emparedado, como si le hablara éste y no Brunetti—. Y dijo que el
signor
Fontana también había discutido con el vecino del último piso. —Dejó transcurrir unos segundos antes de añadir—: Puesto que la planta baja está deshabitada, podría decirse que el
signor
Fontana discutió con todos los inquilinos. —Brunetti hizo otra pausa, pero Penzo no apartaba la mirada de la fuente—. A pesar de lo cual la
signora
Zinka, que me pareció una persona muy sensata, dice que el
signor
Fontana era un hombre bueno. —Miró hacia la barra, donde Vianello, de espaldas a ellos, tomaba una copa de vino blanco.

Si el bar hubiera estado tan concurrido como de costumbre, la voz de Penzo habría quedado ahogada; tan débil era el tono en que dijo:

—Sí que lo era.

—Me alegro de que así sea —respondió Brunetti—. Eso hace aún más triste su muerte. Pero mejora su vida.

Penzo alzó la mirada muy despacio y observó a Brunetti.

—¿Qué ha dicho?

—Que su bondad debió de hacer que su vida fuera mejor —repitió Brunetti.

—¿Y su muerte, peor? —preguntó Penzo.

—Sí —dijo Brunetti—. Pero eso no es lo que cuenta, ¿verdad? Lo que importa es la vida que llevó. Y lo que la gente recordará.

—Lo único que la gente recordará —dijo Penzo con un tono que no era menos vehemente por ser poco más que un susurro— es que era gay y que se mató practicando el sexo en el patio con algún artefacto que llevaba consigo.

—¿Cómo dice? —preguntó Brunetti sin poder disimular el asombro—. ¿Dónde ha oído eso?

—En el Tribunale, en los despachos, en los pasillos. Es lo que dice la gente. Que era marica, que le gustaba el sexo peligroso y que alguno de esos artilugios lo mató.

—Es absurdo —dijo Brunetti.

—Y tan absurdo —siseó Penzo—. Pero que sea absurdo no impide que la gente lo diga, ni que lo piense. —Había furor en su voz, pero él había vuelto a concentrar la atención en la fuente, y Brunetti no podía verle la cara.

En otras circunstancias, al oír su tono, Brunetti habría sentido el impulso de oprimir el brazo de su interlocutor en un gesto de consuelo, pero la vaga sensación de que podía ser mal interpretado se lo impidió. De pronto, Brunetti comprendió lo que aquello significaba y decidió jugarse la confianza de Penzo a una palabra.

—Debía de amarlo mucho.

Penzo levantó la cabeza y miró a Brunetti como el que acaba de recibir un balazo. Tenía la cara desencajada, las palabras de Brunetti habían barrido de ella toda expresión. Fue a hablar, y Brunetti leyó en su titubeo la historia de años de negación que ahora le impulsaban a aparentar desconcierto, a preguntar qué quería decir Brunetti con aquello: era el hábito de la cautela, que le había enseñado a mencionar el nombre de Fontana como cualquier otro nombre, a tratar al hombre como a cualquier otro colega.

—Nos conocimos en el instituto. Fue hace casi cuarenta años —dijo Penzo, y levantó su vaso de agua. Echando atrás la cabeza, lo vació de cuatro grandes tragos y, muy suavemente, lo dejó en el mostrador. Luego, como si el agua hubiera vuelto a situar su conversación con Brunetti en el plano convencional, preguntó—: ¿Qué quiere saber de él, comisario?

Brunetti, como si no hubiera hecho a Penzo la pregunta anterior, inquirió:

—¿Sabe usted por qué discutió el
signor
Fontana con sus vecinos?

En lugar de responder, Penzo preguntó:

—¿Haría el favor de traerme otro vaso de agua? —Cuando Brunetti asintió y empezó a ir hacia la barra, añadió—. Tráigase también al inspector.

Brunetti hizo ambas cosas. Penzo le dio las gracias y bebió la mitad del agua, dejó el vaso y explicó:

—Araldo me dijo que pensaba que sus dos vecinos habían conseguido aquellos apartamentos a cambio de favores hechos al propietario.

—¿El
signor
Puntera? —preguntó Brunetti.

—Sí. —Penzo miró al suelo y dijo—: Esto es muy complicado.

Brunetti hizo una seña con la barbilla a Vianello, y el inspector dijo:

—No tenemos prisa,
avvocato.
Tómese todo el tiempo que necesite.

Penzo asintió, apretó los labios y volvió a asentir. Miró a Brunetti y dijo:

—No sé por dónde empezar.

—Por la madre —sugirió Brunetti.

—Sí —dijo Penzo encogiéndose de hombros con desdén—. Por la madre. —Asintió y añadió—: Es viuda. Si existiera la categoría, ella sería viuda profesional. Araldo tenía sólo dieciocho años cuando murió su padre y, siendo hijo único, decidió que era responsabilidad suya cuidar de su madre. El padre era funcionario y, al principio, tenían algún dinero, pero la madre lo gastó muy pronto, empleándolo en mantener las apariencias. Araldo pensaba ir a la universidad: los dos queríamos estudiar Leyes. Pero, cuando se acabó el dinero, él tuvo que ponerse a trabajar, y su madre pensó que el trabajo más seguro era el de funcionario, como su padre.

—¿Y él entró en el Tribunale, de ujier? —apuntó Brunetti.

—Sí. Y, a fuerza de mucho trabajar, fue ascendido y se convirtió en un personaje cómico por la seriedad con que se tomaba sus funciones. Esto hasta él lo sabía. Pero el dinero nunca era suficiente y, hace cinco años, la madre enfermó, o creyó enfermar, y necesitaron más dinero para médicos, pruebas y tratamientos.

»A él le era cada vez más difícil pagar las facturas y el alquiler. Yo le ofrecí ayuda, pero no la aceptó. Yo sabía que no la aceptaría, pero quise intentarlo. Así pues, tuvieron que mudarse de Cannaregio a un apartamento de Castello, pequeño y oscuro. Ella se sentía cada vez más enferma, y tenían que hacerle más y más pruebas.

—¿Tiene algún mal? —preguntó Vianello.

Penzo se encogió de hombros con elocuencia.

—Si lo tiene, los médicos no lo han encontrado. —Estuvo callado tanto tiempo que, finalmente, Brunetti tuvo que preguntar:

—¿Qué pasó?

—Él pidió un préstamo al banco para pagar las facturas. Conocía a mucha gente y consiguió que lo recibiera el director. Pero el director le dijo que el banco no podía prestarle dinero porque no existía garantía de que pudiera devolverlo.

—¿Era el
signor
Fulgoni el director del banco? —preguntó Brunetti.

—¿Y quién si no? —dijo Penzo con una risa acida.

—Comprendo. ¿Y después?

—Después, un día, creo que fue hace tres años, apareció en la oficina de Araldo, como Venus surgiendo del mar o descendiendo en una nube, la jueza Coltellini, quien le dijo que se había enterado de que él buscaba apartamento. —Penzo los miró para ver si advertían el significado del nombre y, al ver que así era, prosiguió—: Araldo respondió que no, en absoluto, y ella dijo que era una lástima, porque un amigo suyo tenía un apartamento en la Misericordia que deseaba alquilar a lo que él llamaba «personas decentes». Dijo que el alquiler era lo de menos, que lo que le importaba era que fueran personas de confianza. —Penzo les miró como preguntando si habían oído en su vida algo semejante—. Araldo cometió el error de decírselo a su madre antes de hablar conmigo.

—¿Ella quería mudarse?

—Es un apartamento de cincuenta metros cuadrados; dos habitaciones para dos personas. Y, una de ellas, enferma. La caldera tenía más de cuarenta años: Araldo decía que nunca estaban seguros de si tendrían agua caliente.

—¿Usted no estuvo allí?

—Yo no he estado en ninguno de sus apartamentos —dijo Penzo con una voz que cortó toda discusión—. El de la Misericordia, que tenía un alquiler más bajo que el que estaban pagando en Castello, había sido restaurado hacía dos años, tenía un sistema de calefacción nuevo, y electrodomésticos. Por la forma en que ella se lo ofrecía, parecía que le harían un favor al dueño si aceptaban. Y ésta era justamente la manera de plantear las cosas a la madre de Araldo, que siempre se ha considerado superior al resto de los mortales. —La voz de Penzo tenía un filo áspero al decir—: La clase de persona que trata al casero con condescendencia.

—¿Así pues, él aceptó? —dijo Brunetti.

—Una vez se lo hubo dicho a ella, no tenía alternativa —dijo Penzo moviendo la cabeza con resignación—. Ella no le habría dejado vivir, si no llega a aceptar.

—¿Y qué pasó después de que se mudaran?

—Ella estaba contenta; por lo menos, al principio. —Penzo tomó el emparedado que había abandonado, mordió una punta y volvió a dejarlo en la fuente—. Pero esa mujer nunca ha sido capaz de estar contenta mucho tiempo. Oprimió el pan con la yema del dedo dejando impresa la huella en la miga blanca. Empujó la fuente hacia la parte posterior del mostrador y bebió un sorbo de agua.

Brunetti y Vianello esperaban.

—Cuando llevaban unos seis meses viviendo allí, la jueza Coltellini devolvió una carpeta a Araldo después de una sesión. Él la llevó a su despacho y repasó el contenido, para comprobar que no faltaba ningún documento. Creo que es la única persona del Tribunale que se molesta, es decir, se molestaba, en hacer eso. Faltaba un papel: la escritura de una casa. Él llevó la carpeta a la jueza y se lo dijo. Ella contestó que no sabía nada, que cuando había leído el expediente no estaba o, por lo menos, no recordaba haberla visto.

—¿Cómo reaccionó él?

—La creyó, desde luego. Al fin y al cabo, ella era jueza y él había sido educado en el respeto a las personas de rango y autoridad.

—¿Y entonces? —preguntó Vianello.

—Meses después, la jueza aplazó una vista porque faltaba el sumario —dijo Penzo, y calló.

—¿Y dónde estaba? —preguntó Brunetti.

—En el despacho de la jueza, debajo de otras carpetas. Araldo lo encontró cuando volvió por la tarde a recoger los antecedentes del caso.

—¿Se lo dijo a la jueza?

—Sí, y ella le pidió disculpas y dijo que no lo había visto, que se habría metido dentro de otra carpeta.

—¿Y esta vez? —Ahora era Vianello quien preguntaba.

—Él seguía sin sospechar. O eso me dijo.

—¿Y después? —preguntó Brunetti.

—Después dejó de hablarme de ello.

—¿Cómo sabe usted que había algo que decir?

—Comisario, ya le he dicho que fuimos juntos al instituto. Cuarenta años. Después de tanto tiempo, te das cuenta de cuándo algo preocupa a una persona.

—¿Usted le preguntó?

—Sí; más de una vez.

—¿Y?

—Y él me dijo que lo dejara, que pasaba algo pero no quería hablar de ello. —Penzo volvió a centrar la atención en el emparedado abandonado, trazó una X con la uña del pulgar en la huella que había impreso antes y miró a Brunetti—. No volví a hablarle del tema y tratamos de hacer como si no pasara nada.

—¿Pero?

Penzo tomó el vaso, hizo girar varias veces el agua que quedaba en él y se la bebió.

—Deben ustedes comprender que Araldo era un hombre honrado. Un hombre bueno y honrado.

—¿Lo que significa? —preguntó Brunetti.

—Lo que significa que la idea de que una jueza le mintiera o le utilizara le disgustaba. Y le indignaba.

—¿Qué iría a hacer al respecto? —preguntó Brunetti.

Penzo se encogió de hombros una vez más.

—¿Qué podía hacer? Estaba atrapado. Su madre era todo lo feliz que era capaz de ser. ¿Iba él a destruir su felicidad?

—¿Estaba seguro de que perderían el apartamento?

Penzo no se dignó responder a esto.

—¿Tan importante era el apartamento para ella?

—Sí —respondió Penzo rápidamente—. Porque estaba en un buen barrio y podía invitar a sus amistades, las pocas que tenía, a visitarla y ver lo bien que vivían ella y su hijo, que no era más que un funcionario. No un abogado.

—¿Así pues? —preguntó Brunetti.

Penzo frotó el borde del vaso con el dedo.

—Así pues, él no hablaba de eso. Y yo no le preguntaba.

—¿Y asunto concluido?

La mirada de Penzo fue súbita y grave, como si él no supiera si ofenderse o no.

—Sí. Asunto concluido —dijo Penzo. El calor ponía una lámina de sudor en la cara y los brazos de la gente, por lo que, en un principio, Brunetti no distinguió las lágrimas que habían empezado a correr por las mejillas de Penzo. Tampoco él parecía notarlas o, en todo caso, no hacía nada por enjugarlas. Brunetti veía cómo le goteaban de la barbilla y desaparecían en la blanca pechera de la camisa—. Me iré a la tumba deseando haber hecho algo. Haberle obligado a hablar, a decirme lo que hacía. Lo que ella le pedía que hiciera —dijo Penzo, llevándose las lágrimas con la mano maquinalmente—. Pero quería evitar problemas.

—¿Lo vio aquel día? —preguntó Brunetti—. ¿O habló con él?

—¿El día en que lo mataron?

—Sí.

—No; yo estaba en Belluno. Había ido a visitar a un cliente y no regresé hasta la mañana siguiente.

—¿Qué hotel? —preguntó Vianello con suavidad.

La cara de Penzo se cerró, y tuvo que hacer un esfuerzo para volverse hacia el inspector.

—El hotel Pineta —dijo forzando la voz. Se agachó, recogió la carta y salió del bar con tanta rapidez que ni Brunetti ni Vianello habrían podido detenerlo de haberlo intentado.

23

Brunetti fue a la barra y volvió con otras dos copas de vino blanco. Dio una a Vianello y bebió de la suya. Tomó lo que quedaba de su segundo emparedado y lo mordió.

—¿Y bien? —preguntó a Vianello.

El inspector agarró el mondadientes que había usado para comer una alcachofa y empezó a romperlo distraídamente, dejando los trozos, uno a uno, en la fuente, al lado del emparedado de Penzo.

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